Son muchos los escritores y pensadores, tanto antiguos como modernos, que nos llaman a entrenarnos en la aceptación: que aceptemos lo que nos ocurre, que no nos resistamos, que dejemos que las cosas fluyan. Un concepto tan complejo como sencillo. Una idea profunda que en ocasiones es entendida de forma superficial, bienestarista, que la priva de su radicalidad para hacerla más asequible. Sin embargo, el pensamiento es exigente, y la aceptación es una de las prácticas sapienciales más enriquecedoras a las que nos podemos entregar.
Aceptar no es dar por hecho que algo que está ocurriendo no va a cambiar, cuando podría hacerlo. Tampoco nos obliga a quedarnos quietos. Aceptar que algo es un hecho, que está ocurriendo, no implica que no podamos intervenir en ello o, al menos, intentarlo. La contemplación no es pasividad, ni la aceptación nos invita a dejar las cosas como están.
No es necesario entender por qué está ocurriendo algo para aceptarlo. Entenderlo ayuda, sin duda, pero no es imprescindible. Si recapacitamos un momento, nos daremos cuenta de que vivimos inmersos en multitud de fenómenos que apenas comprendemos: el origen del universo, el movimiento del pensamiento o el amor son ejemplos de acontecimientos con los que convivimos, intuyendo su funcionamiento, pero desconociendo su finalidad, si es que la tienen. Para aceptar algo no es necesario intuir su sentido.
La confusión más común, y la que más conflictos ocasiona, es creer que aceptar algo implica que deje de afectarnos. Esto es más un deseo que una consecuencia lógica. Nos hemos empapado del ideal del sabio, de su imperturbable serenidad, y buscamos sus logros, no a través de sus enseñanzas, sino al margen de ellas. Quien acepta puede también sufrir, y sufrir justo por aquello que acepta. La sabiduría no es invulnerabilidad.
Aquello que queremos aceptar no tiene que gustarnos, tampoco tenemos que desearlo: con no negarlo será suficiente. Aceptar es reconocer que algo está ocurriendo y admitir cuanto ello provoque. Si nos duele, nos duele. Si estamos hartos, pues lo estamos. Si nos parece injusto, probablemente lo sea. No es necesario engañarse, ni obligarse a sentir algo diferente de lo que uno siente. Lo que está pasando es real, como lo es nuestra reacción frente a ello. Es legítima, es coherente: es nuestra. La aceptación no nos exhorta a querer las cosas como son, sino a afirmarlas, confesándonos nuestro desagrado cuando nos gustaría que fuesen diferentes.
Paradójicamente, al entrenarnos en esta práctica, al situarnos en esta perspectiva de contemplación de la vida que no se resiste a ella, que no choca, es cuando podemos empezar a obtener algo de lo que buscábamos. En aquello que no comprendíamos podría asomar un sentido fruto de una comprensión más profunda: menos humana, más real. También eso que no soportábamos podría tornarse tolerable, incluso admisible, una vez que hemos dejado de resistirnos a ello. La aceptación conlleva multitud de beneficios vitales, pero éstos quedan reservados a quienes la practican como tal, sin esperar nada a cambio. Los reciben quienes buscan la vida, sin exigirle nada a cambio.
Por ello, es siempre posterior. Primero, atrevámonos a sostener el presente. Y a ver qué pasa.
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