Carlos Saura, uno de nuestros grandes directores de cine, falleció el pasado mes de febrero. Acababa de cumplir noventa y un años de edad. Recibió diversos premios internacionales: en 1966, el Oso de Plata al mejor director en el Festival de Berlín, por La caza. Diez años después, en 1976, con Cría cuervos obtuvo el Gran Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes. Y, de nuevo en Berlín, logró en 1981 el Oso de Oro con Deprisa, deprisa. De forma póstuma, se acaban de publicar sus casi acabadas memorias (no las pudo concluir): De imágenes también se vive (Taurus).
Me he acercado a su lectura interesado por conocer algo más de quien firma esas páginas. El viejo Saura declara haber sido un niño tímido y sensible, que con diez años se apasionó por el cine (“un espectáculo apasionado, privado y solitario”; una ventana a la imaginación: “mi escape y liberación de las obligaciones escolares”). Y que desde chico le había preocupado “cómo las cosas se desvanecen antes de aprehenderlas, esa fugacidad, el olvido de la propia existencia”. Guarda la sensación de haber pasado por la vida como un soplo: “Sigo siendo un adolescente envejecido, que ha estado protegido y al margen del tiempo”, y que, en soledad o en compañía, se ha sentido la mayor parte de las veces melancólico y aislado. Pero siempre con afán de aprender, como su admirado Goya.
Cuenta que pensó seriamente en dedicarse a correr en motocicletas, pero que la fotografía, el cine y la música han sido sus principales aficiones. Una parte importante de su vida, confiesa, transcurrió revelando negativos y ampliando fotografías. Alérgico a las grandes palabras, se ha emocionado escuchando música y ha divagado, soñado y llorado con ella. Veía la literatura y la música como “lenguajes diferentes que sólo a través de la poesía y del canto se encuentran”. Admirador entusiasta de Antonio Gades y de Camarón de la Isla, de joven había soñado con ser bailaor de flamenco, pero sólo se acercó a ello de puntillas.
Decía que el cine que hacía requería una cierta concentración y aislamiento, “la única manera seria de hacer las cosas”. Y abogaba por “un cine que no está de moda, un cine sin las facilidades seductoras de la aventura superficial; un cine que duela, que emocione, un cine de autor, porque detrás de cada imagen hay alguien que cuenta cómo ve la vida”.
De su hermano pintor, Antonio, afirma que aprendió constancia y autoexigencia, con “una ética para andar por el mundo con orgullosa intransigencia, intransigencia que empieza por uno mismo; por el trabajo bien hecho, por el rechazo a la frivolidad y al oportunismo”.
¿Y cuál fue su relación con los actores? Declara haber tenido mucha suerte con los actores, pero que pocas veces ha trabajado con “un actor tan inteligente y dúctil como Andrés Pajares”; en ¡Ay, Carmela! Dice que se le ha reprochado que no dirigiese más a los actores, pero con los años ha llegado a esta conclusión: “si los actores son buenos, lo harán mejor de lo que yo les pueda pedir”, por esto les dejaba un gran margen.
Hace una mención muy especial a José Luis López Vázquez: “un actor fantástico, muy elástico, capaz de hacer comedia y de pasar al drama con gran facilidad. Así lo dijo Chaplin, que lo consideraba uno de los mejores actores que había visto en su vida”.
Admirador de Pasolini y Kubrick, quienes a su vez valoraron la obra de Saura, sentía enorme devoción por Buñuel: “continuación de la tradición española, una salsa con los condimentos de la España de la picaresca, la más negra: Quevedo, Vallé-Inclán, Goya y Solana, por ejemplo”. Pero, en forma pueril, el adolescente envejecido deploraba al final de sus días su incapacidad “para solucionar las injusticias y las barbaridades que se cometen”; claro, no hay nadie que se salve de tal incapacidad.
Nacido en 1932, Carlos Saura fue testigo de la barbaridad que fue la Guerra Civil e intentó reflejar lo que vio y oyó: “atmósferas, ruidos y sonidos, en violentas imágenes que marcaron mi niñez”. Y reclamaba no olvidar que “fue el resultado de mantener posturas irreconciliables; posturas extremas, a la derecha y a la izquierda”. Quiero destacar su evocación de una greguería del genial Ramón Gómez de la Serna:
“Tenía tan mala memoria que se olvidó de que tenía mala memoria y comenzó a recordarlo todo”.
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