No quiero vivir lo que es matar

Miquel Escudero

Matar

“Sé lo que es vivir una muerte, pero no quiero vivir lo que es matar” es una frase inolvidable dicha por una víctima de ETA alejada del odio natural y de las atrocidades que le siguen. No hay que cansarse de hablar de las víctimas, de hablarles e intentar paliar el daño irreparable sufrido a causa de un proyecto político que las puso en la diana. Aquella banda terrorista dejó casi 1.400 huérfanos y más de 2.600 heridos (de los cuales, uno de cada tres quedó de por vida con seria incapacidad). Y de los más de 850 asesinados por los etarras, las familias de 300 de ellos siguen sin conocer el nombre de su autor.

 

Algunos santones reclaman a las víctimas que perdonen y pasen página. Es una actitud extremadamente cínica. Quienes murieron ya no pueden perdonar y quienes sobreviven no van a ser más que los sacerdotes católicos, quienes sólo absuelven en confesión y con propósito de enmienda. Por el contrario, muchas de las víctimas fueron sacadas por la puerta de atrás, haciéndolas invisibles, y se les negó la compasión cristiana; un deber que se saltaron innumerables clérigos. Una crueldad escandalosa y la negación de su ministerio. Unas víctimas desprotegidas, humilladas y vejadas: pobres abandonados por los indiferentes en su inmensa desolación y tristeza, necesitados de dignidad, justicia y fortaleza personal. “Estoy en el pozo. Veo a la gente por ahí y me parecen muñecos. Todo me parece superficial”, testimonia una de ellas.

 

Conocer de primera mano las vivencias dolorosas de las víctimas, cuya realidad se ha ocultado y manipulado, despierta sensibilidad hacia ellas. “Quien reconoce a una víctima tiene que reconocerlas a todas”, ha escrito María Jiménez Ramos, profesora universitaria que durante unos años fue responsable de comunicación de COVITE. Acaba de publicar un excelente libro: El tiempo del testimonio (Comares), que trata de las víctimas y el relato de ETA. Un libro auspiciado por el Centro para la Memoria de la Víctimas del Terrorismo, dirigido por Florencio Domínguez y cuyo archivo y documentación está bajo la responsabilidad de Gaizka Fernández Soldevilla.

 

Hay que preguntarse cómo se produce la indiferencia social ante el sufrimiento de las víctimas. El terrorismo se basa en que por cada muerto físico se producen cien muertos de miedo. Las víctimas molestan a quienes quieren negar la realidad de sus actos y la enmascaran con una matraca de discursos aislantes. Los espectadores pasivos e impasibles son imprescindibles para la ejecución de cualquier acoso; ya sea escolar, ideológico, laboral o lo que sea.

 

Hay que abrir la puerta a la verdad y a las consecuencias de los actos terroristas, muy especialmente para los jóvenes que ignoran lo que pasó y cómo pasó, los efectos que siguen produciendo en diferentes escalas. Como prevención de males futuros importa sensibilizar a la ciudadanía, y acercar la realidad personal de las víctimas como un modo de restituirlas.

 

A las víctimas hay que ayudarlas a verbalizar su experiencia de dolor y tortura continuada, dándoles atención, respeto y cariño. Y rescatarlas así del grupo de marcados y apestosos en que se les ha colocado: Hay que rebelarse contra el abuso de los débiles (sean ‘buenos’ o ‘malos’, mejores o peores) y revisar radicalmente el mapa de héroes y seres admirables que imperan en una sociedad. Es una colosal vergüenza el sistemático homenaje a criminales, presentados como luchadores por la libertad y por la idolatrada patria.

 

¿Por qué medios ha recibido la gente información sobre el terrorismo de ETA? ¿Qué opinión les merece su actividad? Hay que preguntarse asimismo cómo se produce la manipulación del sufrimiento de las víctimas. Claro está que es por partidismo de gente hipócrita e insensible que sólo va a lo suyo (el ataque sin contemplaciones al enemigo) y para quienes todo vale. Sucede así una gran desinformación que anuncia estragos.

 

María Jiménez aporta una anécdota que le narró una víctima. Ocurrió en Denia: “Un matrimonio nos preguntó de dónde éramos y, al decirles que de Pamplona, nos dijeron: ‘Uff, si allá son todos de ETA’. Me di media vuelta y les dije: ‘Sí, ¿de la ETA somos todos? Te voy a tapar la boca porque mis hijos y yo somos víctimas del terrorismo y a mi marido lo mató ETA’. Me pidieron perdón tantas veces…”. Ignorancia unida a un prejuicio estúpido amplia y oscuramente trabajado, pero, en este caso, con muestra de arrepentimiento y de vergüenza por ofender y decir tonterías sin pensar (una característica fácilmente contagiosa).

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