“Tal es el futuro que podría estar esperándole a Occidente: aumento de la fragmentación política, inestabilidad creciente, ocaso de la democracia y del respeto hacia la ley y los derechos humanos, erosión de los servicios públicos y descenso del nivel de vida. Aunque no tiene por qué ser así.”
He aquí la sombría perspectiva – que no fatal desenlace de la crisis que atraviesan las viejas metrópolis – que exponen Peter Heather, doctor en Filosofía, y el economista John Rapley en su ensayo “¿Por qué caen los imperios? Roma, Estados Unidos y el futuro de Occidente” (Ed. Desperta Ferro). No es la primera vez que se ha querido establecer un paralelismo entre el declive del imperio romano tras siglos de dominación sobre el Mediterráneo, buena parte de Europa, el Norte de África y el Próximo Oriente, y la pérdida de la hegemonía de las potencias coloniales que reinaron sobre el mundo en los últimos doscientos años ante el ascenso de nuevos rivales, empezando por China o India. No sólo la analogía no es nueva, sino que se ha abusado de ella. Los voceros populistas y de la extrema derecha han recurrido no pocas veces a dicha comparación, ya sea para alertar de las “nuevas invasiones bárbaras” que representarían los actuales movimientos migratorios hacia Estados Unidos y Europa, ya sea para sostener que Roma se anquilosó a causa de una excesiva burocracia administrativa… o incluso que el Imperio perdió su vigor primigenio bajo la influencia de una religión supuestamente conciliadora como el cristianismo.
Pues bien, el interés del trabajo de Heather y Rapley, basado en los más recientes hallazgos arqueológicos, reside en el riguroso desmentido que aportan a todas esas teorías, carentes de fundamento científico pero rebosantes de ideología. Ni Roma se convirtió en un centro de poder aquejado de macrocefalia, ni perdió ardor guerrero en momento alguno de su historia. Cuando se derrumbó el Imperio, el cristianismo era ya una religión de Estado, adoptada por las élites terratenientes, lejos de sus inicios como creencia propia de clases plebeyas. No. Roma cayó bajo el impacto de los procesos socio-económicos que el propio Imperio indujo en sus periferias.
La economía del imperio era fundamentalmente agraria. Y la extensión que alcanzaron sus dominios, inmensa para las comunicaciones de aquella época. En todas las tierras conquistadas por la expansión del Imperio, se desarrolló una élite de terratenientes y, con ella, una casta de administradores locales. No fue, pues, el desarrollo insensato de una sobrecargada burocracia capitalina lo que explica el incremento de sus cargos y prebendas, sino la inevitable incorporación a la gestión del Imperio de sus titulares en Hispania, las Galias, Britania u Oriente. Por otra parte, la función del Estado, muy distinta de la compleja estructura moderna, se circunscribía a la función militar – las legiones defendían las fronteras y preservaban el orden de la gran propiedad agraria y esclavista – y al derecho, que establecía sus pautas y lo perpetuaba. La fiscalidad – y por tanto la capacidad de Roma para armar a sus legiones – era directamente proporcional a la amplitud de las provincias imperiales. Y la aceptación de las cargas que ello suponía, en suma la lealtad a Roma, dependía en última instancia de su fiabilidad como garante del orden social.
Hubo un momento en que, un concurso de circunstancias, precipitó el colapso del sistema. Por supuesto, los factores exógenos pudieron tener tal efecto sobre la base de cambios que se gestaron durante siglos en las entrañas de Roma y en su entorno. Las fronteras de las provincias romanas, más allá de los episodios bélicos con los pueblos bárbaros que poblaban el centro de Europa, nunca fueron impermeables. A lo largo de los años, los intercambios comerciales con una primera periferia fueron acrecentándose. El enriquecimiento de las castas dirigentes y el progreso paulatino de esa franja, al este del Rin y al norte del Danubio, favoreció la federación de pueblos otrora divididos y de efímeros caudillajes, incrementando su capacidad para presionar a Roma. A pesar de todo, ésta mantuvo durante mucho tiempo su preeminencia militar. Sin embargo, en un momento dado, un hecho inesperado cambió el curso de los acontecimientos: la irrupción de los hunos, procedentes de las estepas orientales, empujó literalmente a los pueblos de la primera periferia hacia las provincias romanas, desatando una dinámica cuya lógica acabó socavando la autoridad de Roma. Anglosajones en la lejana abandonada a su suerte Britania, francos, suevos, vándalos, visigodos, ostrogodos… fueron irrumpiendo en las provincias. A veces violentamente, otras como aliados de Roma…
Las élites terratenientes de las provincias llegaron a entenderse con los reyes bárbaros, necesitados de administradores cultos y eficientes, mientras que los propietarios preferían ceder una parte de sus posesiones a cambio de una preservación de un estatus que ya no podía garantizar la capital. “La negociación entre élites y dinastías emergentes hizo que el nuevo orden del Occidente posromano incorporara ciertos rasgos romanos característicos, como la alfabetización en latín, el cristianismo y una tradición de jurisprudencia escrita. Estas formas culturales eran importantes sobre todo para las élites romanas y sobrevivieron p1orque resultaron también atractivas a la élite no romana que no tardó en surgir”.
A medida que perdía aportaciones fiscales, Roma veía disminuir su capacidad militar. De hecho, la inmensidad del Imperio ya había obligado a escindir su capitalidad entre Roma y Bizancio. Las guerras recurrentes con otra superpotencia de la época, Persia, tuvieron un efecto devastador sobre ambos imperios, que acabarían viendo sus posesiones sucumbir ante la expansión del islam. “Desde el momento en que el imperio no pudo cumplir su pacto, el contrato se rompió y el desenlace del sistema necesitó menos de una generación, durante la cual los terratenientes de provincias negociaron nuevas relaciones, siempre que tuvieran esa opción, con el señor bárbaro que se hallara dentro de su esfera de interés”.
Fue, pues, la conjunción de esos factores lo que llevó al derrumbe del imperio de Occidente – la pervivencia de Constantinopla, aún desposeída de Egipto, Palestina o Siria, se prolongó mucho más como un vestigio del pasado, brillando con luz propia hasta el final de la Edad Media. Pero aún así el destino no estaba escrito de antemano. La pérdida del Norte de África a manos de los vándalos fue decisiva. Aunque tampoco la derrota de Roma era inevitable. De hecho, en el año 468, fue una violenta tempestad lo que dio al traste con la enorme armada enviada por León I, emperador de Oriente, en ayuda del imperio occidental. De haber logrado mantener el control sobre el norte de África, la historia de Roma hubiese podido seguir otros derroteros.
Si las analogías caras a la extrema derecha carecen de fundamento histórico, resultan sugerentes, por el contrario, algunos paralelismos que esta obra establece entre el ocaso de Roma y el nuevo paradigma multipolar surgido de la crisis de la globalización neoliberal. En efecto, como señalan los autores, los cambios de guion de la Historia pueden ser muy bruscos. En 1999, Estados Unidos parecía estar en la cresta de la ola: el mundo soviético se había desmoronado, el capitalismo se afirmaba como el estadio definitivo de la civilización y la hegemonía americana era indiscutible. Ya sabemos lo que ocurrió tras el 11-S y, sobre todo, tras la crisis financiera de 2008. En el año 399, el nuevo cónsul de Roma, Flavio Manlio Teodoro, tomando posesión de su cargo, proclamaba el advenimiento de una nueva Edad de Oro para el Imperio. El siglo siguiente vería su irremisible caída.
Como ocurrió con Roma, el moderno imperio de Occidente – Estados Unidos y las principales potencias que habían colonizado el mundo – favoreció, a través de una globalización desregulada que pretendía externalizar gran parte de la producción industrial y ampliar mercados, el surgimiento de una vigorosa periferia. Esta periferia, principalmente en Asia, puso en movimiento otra periferia más profunda que, a su vez, empujaba a los nuevos gigantes económicos a competir en la arena mundial, agrietando el poderío occidental: a lo largo de las últimas décadas, cientos de millones de campesinos se dirigieron a las pujantes ciudades de las costas, generando un movimiento migratorio de unas dimensiones y un impacto global colosales. Aquí también, la expansión del Imperio ha generado las condiciones de su declive.
El actual ascenso del populismo refleja el vértigo de las metrópolis ante la perspectiva de su decadencia. Pero no hay marcha atrás hacia el orden neocolonial de Bretton Woods – la capacidad de seguir sustrayendo recursos de los viejos dominios permitió a las potencias occidentales ceder ante las exigencias del movimiento obrero de posguerra y dar pie al Estado del Bienestar -, ni aún menos al eufórico y breve período de la “globalización feliz”. Pero tampoco estamos condenados a caer en una Edad Oscura, en una etapa histórica de retroceso civilizatorio – aunque Ucrania, Gaza, la crisis climática, el ascenso de la extrema derecha… nos estén advirtiendo de la inminencia del peligro. “El ascenso de una superpotencia competidora, como es el caso de China, es un hecho irreversible, al igual que lo fue el surgimiento en la vieja periferia imperial de una serie de poderosas y nuevas entidades. Si la Antigua Roma pudo contener el derrumbe imperial total hasta una época muy tardía, es indudable que la trayectoria actual hacia el colapso de Occidente es igualmente reversible, siempre y cuando este acepte que no puede (y no debe) tratar de restablecer el viejo orden colonial de dominación mundial”.
Dicho de otro modo: “Si una nueva generación de líderes occidentales y sus electorados (…) dejan de lado ese legado colonial, al tiempo que aprovechan la oportunidad para construir alianzas internacionales más inclusivas, como la reciente respuesta a la invasión rusa de Ucrania ha demostrado que son posibles, el fin inevitable del viejo imperio occidental puede generar una serie de resultados de lo más positivo y no solo en Occidente. Refundidas para la era poscolonial, las instituciones angulares de la sociedad cohesionada del Estado nación occidental – un imperio de la ley que busque proteger todos los intereses, élites políticas que deben responder de sus actos, prensa libre, instituciones públicas eficientes e imparciales – ofrecen una mejor calidad de vida a un grupo de ciudadanos mucho más extenso que cualquier otra forma competidora de Estado. Las instituciones, sin embargo, no existen en el vacío, ni tampoco pueden mantenerse de modo artificial. Aun cuando se reconoce su valía, siguen descansando sobre equilibrios económicos y políticos de poder. Si no se da respuesta adecuada a la deuda y el contrato fiscal no evoluciona de modo que mantenga a bordo a un número suficiente de personas, entonces Occidente se enfrentará a la muerte de la nación y su reemplazo por estructuras políticas alternativas y mucho menos inclusivas”. Por no decir iliberales o abiertamente autoritarias…
He aquí la disyuntiva. Una disyuntiva que interpela en primer lugar a la izquierda y a las fuerzas progresistas. Pues se trata, nos dicen los autores, de plantear, frente a los discursos tóxicos que azuzan el miedo a un “gran reemplazo”, “un debate mucho más honesto sobre el papel de la inmigración en el contexto de unas poblaciones donde el constante envejecimiento y unos índices de natalidad que no muestran signos de remontar crearán tasas de dependencia social cada vez mayores”. Del mismo modo que será necesario establecer un nuevo contrato fiscal que incluya “quitas de deuda (en particular de endeudamiento estudiantil), una renta universal básica que garantice a todo el mundo unas condiciones de vida más generosas, políticas de fomento de construcción de vivienda para ampliar el acceso al alojamiento accesible y quizá incrementar los impuestos a la riqueza, no a los ingresos”.
En definitiva, un giro netamente social, redistributivo y cooperativo a todos los niveles. El reequilibrio del contrato “requerirá más cooperación internacional, no menos”, insisten Heather y Rapley. “Una manera excelente de empezar serían unos tratados fiscales internacionales dirigidos a suprimir la evasión de impuestos en paraísos fiscales, que hoy se estima que acogen más de siete billones de dólares de oligarcas, así como reducir la ‘ingeniería fiscal’ de multinacionales y ricos, que utilizan complejas estructuras o buscan países de baja tributación donde refugiar su riqueza e ingresos…”. Ni América será grande de nuevo, ni el león británico rugirá otra vez sobre los mares, ni las viejas naciones preservarán una pureza identitaria que nunca tuvieron. Esos programas están condenados al fracaso. Pero, de arrastrar a las sociedades, atemorizadas ante el cambio de paradigma mundial, ese fracaso sería el de la democracia. A diferencia de Roma y a pesar de las sombrías amenazas que pesan sobre nosotros, en la sociedad contemporánea hay fuerzas susceptibles de hacer que el derrumbe del imperio occidental, lejos de sumirnos en el caos y la regresión civilizatoria, dé paso a un nuevo orden mucho más justo y equitativo. La tarea de la izquierda es vertebrar a esas fuerzas y proyectar ese horizonte de esperanza.
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