Ahora que en muchas regiones la mascarilla es obligatoria, los brotes se producen de manera descontrolada y en otras regiones se “auto-confina” a la población urge más que nunca una norma sobre el trabajo a distancia. Una norma adecuada que prevea, de una vez por todas, los escenarios posibles de cara al mes de septiembre, teniendo en cuenta que la forma de trabajo a distancia (teletrabajo forzoso en algunos ámbitos, señalo yo) se impuso como medida prioritaria para garantizar la actividad económica frente a la cesación de actividad (art. 5 RDL 8/2020, de 17 marzo) hasta dos meses después de la finalización del estado de alarma (ART. 15 RDL 15/2020, de 21 abril).
En septiembre se retoma cada año tras el periodo estival, de manera ordinaria, la productividad del país y los diferentes cursos escolares, y, para hacerlo de una manera híbrida o al 100% a través del trabajo a distancia, es necesario que contemplemos este escenario de pandemia, que, dicho sea de paso, no nos ha abandonado desde el mes de marzo.
El anteproyecto de ley redactado y disponible tras la consulta pública del proyecto normativo –hasta el 22 de junio- está sobre la mesa para ser discutido. Los interlocutores sociales tienen la puerta del diálogo social, que no deben abandonar, para conseguir, de una manera definitiva, regular los derechos de los y las trabajadoras que nos vamos a ver expuestos a un segundo, un tercero o un cuarto brote, hasta que no haya una solución definitiva a nivel sanitario.
Pero no debemos partir de un error básico, que es la regulación del trabajo a distancia como una forma o método de organización del trabajo enfocado hacia el ahorro costes, pues estaríamos incurriendo en el mismo error que con la descentralización productiva nacional e internacional, y la desprotección y abusos a los que ha dado lugar. En este punto, nos referimos a que la filosofía preponderante del denominado “business process outsourcing” (BPO) debería ser “haz lo que sabes hacer mejor y deja todo lo demás en manos de otro”, pues es la única forma de descentralización que parte de la horizontalidad de la relación entre las empresas y de la garantía de las condiciones para las personas trabajadoras, condiciones de dignidad en el trabajo, no, exclusivamente en la mejora de la eficiencia económica de la empresa.
Y, en esta línea, el trabajo a distancia no puede confundirse con una forma de descentralización a través de pequeños satélites de personas con sus propios medios que le prestan un servicio a la empresa, pues estamos hablando de personas trabajadoras que cumplen todos los requisitos de dependencia y de subordinación de la empresa (art.1.1 del Estatuto de los Trabajadores), pero que, sin embargo, realizan su labor desde un domicilio diferente al de la propia empresa. No debemos caer en un modelo de pequeños falsos autónomos, al igual que viene sucediendo con el trabajo en plataformas digitales y los famosos riders, pero tampoco debemos caer en la ignorancia de que la forma en que se manifieste el trabajo a distancia es en materia de conciliación, lo que yo vengo a denominar, la trampa de la araña, en especial para las mujeres. Y, en este punto, que ha suscitado la discrepancia de los agentes sociales en las últimas semanas, se está trabajando en la actualidad, porque el anteproyecto establecía colectivos con acceso prioritario a esta forma de trabajo (art. 5), que, en definitiva, se identifican con el rol de género de cuidado en el ámbito familiar. El trabajo a distancia viene a suponer una doble o triple carga para la mujer trabajadora desapareciendo los supuestos beneficios de esta forma de trabajo y agudizando la falta de corresponsabilidad familiar en el hogar, de tal manera que no existe separación alguna porque todo es “trabajo”.
El anteproyecto prevé la voluntariedad de este tipo de trabajo cuando sea de manera regular y con acuerdo con la empresa (art. 4) y dos formas ocasionales ya sea por fuerza mayor familiar (art. 20) o fuerza mayor empresarial (art.21), ambos muy enfocados a los problemas que hemos atravesado desde marzo de 2020. Pero, de ningún modo, en cualquiera de los supuestos anteriores, las consecuencias del trabajo a distancia pueden recaer sobre la persona trabajadora; y esto debe ser así ya no solo por una cuestión de equilibrios, en una ya desequilibrada por naturaleza relación laboral, entre empresas y personas trabajadoras, si no por una cuestión lógica –que ya incluía el Acuerdo marco europeo sobre teletrabajo, no aplicable a nuestro país- dado que la persona trabajadora sigue dentro del ámbito de organización y dirección de una empresa, expuesta tanto al poder de dirección como al poder sancionador (arts. 5 c), 20 y 58, entre otros, del Estatuto de los Trabajadores) y no realiza un trabajo por cuenta propia ni debe realizarlo con medios propios.
En este sentido el texto del anteproyecto es claro. Sin embargo, al delegar en el acuerdo de trabajo a distancia entre empresa y persona trabajadora estos extremos, mientras no se encuentren contemplados el convenio colectivo de aplicación, vuelve a dejar desequilibrada la balanza a favor de quién posee finalmente el poder de negociación y establecimiento de las condiciones de trabajo. Si los costes de la realización de una prestación de servicios recaen sobre la empresa cuando el servicio es prestado desde el domicilio que designe la empleadora, querer ahora que la persona trabajadora sea la que asuma la responsabilidad del trabajo a distancia es colocarla en la misma situación que se ha vivido durante la pandemia. Desde la entrada en vigor del art. 5 RDL 8/2020 –trabajo a distancia prioritario- las personas trabajadoras hemos asumido, con mayor o menor fortuna, con más o menos medios, la realización de la prestación de servicios desde nuestros domicilios dónde, además, durante más de dos meses, nos encontrábamos confinados. Tanto en el sector público como en el sector privado se ha continuado la productividad, habiéndose producido una doble paradoja, si me permiten. Por una parte, las empresas han continuado generando beneficios y cumplimiento de objetivos y, por otra parte, las empresas no han alzado la voz quejándose de la falta de responsabilidad de sus trabajadores y trabajadoras, sino al contrario. Por eso, ahora, la sombra de la duda que algunos quieren poner en las personas trabajadoras -irresponsables o vagas, por ejemplo- puede traducirse con una simple ecuación: ahora el trabajo a distancia no implica el ahorro de costes que supone tener a la persona trabajadora en su domicilio, entre otros, en suministros o en horas extraordinarias.
El trabajo a distancia no se improvisa, y pese a la innegable cultura del presentismo de nuestro tejido empresarial superada solo por una pandemia, se deben atenuar los efectos perniciosos de la ausencia de una regulación en este ámbito, con la consecución de unos mínimos en esta forma de prestación de servicios; pues como he tenido ocasión de manifestar en otro momento, “mi pobre espalda” lo agradecerá.
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