Llega la Navidad y como ciudadanos dispuestos a colaborar en la conservación del patrimonio cultural que nos ha sido generosamente legado, nos disponemos a colocar el portal de Belén con todas las figuritas que sean necesarias para conmemorar el nacimiento de Jesús, uno de los pilares básicos de nuestra cultura occidental. Tertuliando con Jesús me dice que son necesarias las figuras de María, José y de Él mismo, pero que hay otras opciones y que son todas ellas, sin exclusión, las que han hecho sostenible esta cultura empática, flexible y adaptativa de la que tanto nos vanagloriamos. Algunos pensarán, torticeramente, que si no nos ceñimos a la unidad aludida no solo cometeríamos un acto anti-natura, sino que también estaríamos condenados a sufrir en las llamas del infierno. Otros, pensarán que hay que dar carpetazo a estas antiguallas y si no se puede, desfigurarlas, desprestigiarlas sistemáticamente con el objetivo de que “los peces que beben en el rio” mueran de inanición (entrañable villancico de autor desconocido pero que entonó de maravilla nuestro querido andaluz y catalán Manolo Escobar). El instinto cainita nos debilita, pero Jesús me aclara: «la mayoría silenciosa adopta una actitud serena, positiva y constructiva, y es precisamente ese talante el que ha hecho sostenible nuestra cultura a lo largo y ancho de los tiempos» Atendiendo al comentario, animo a quitarnos el bisoñé, poner nuestra mente en “open” y lanzarnos a incorporar al pesebre todas las figuritas que consideremos necesarias, caganer incluido, para no ahogarnos en el océano de las vanidades o darnos de bruces contra el espejo. Eso sí, conviene tener en cuenta que ir incorporando personajes sin ton ni son al belén puede ocasionar que, al final, se parezca más al pesebre de “amigos” de las redes sociales que al que corresponde en estas fiestas. Los excesos no son buenos.
Interesado en ver el belén de Belén y en poder tertuliar con Jesús en su tierra natal, viajé a Palestina en temporada navideña para comprobar, in situ, el mantenimiento de esta tradición cristiana que se suma a todas las otras tradiciones que merecen ser recordadas por su esfuerzo en la construcción de un mundo más saludable. Cuando planificas el viaje, lo primero que te encuentras es que es imposible llegar a Belén volando, a no ser que seas el ángel del pesebre y te faculten para ello. Belén se encuentra en la región autónoma Cisjordania, territorio palestino bajo control israelí y no dispone de ningún aeropuerto internacional. Lo recomendable es ir al aeropuerto israelita de Tel Aviv, llegar por carretera hasta Jerusalén y desde allí a Belén, que se encuentra a tan solo diez kilómetros. Lejos de ser un incordio visitar Jerusalén, capital universal para judíos, musulmanes y cristianos, es el sueño de todo viajero y puedo asegurar que si se te pone la piel de gallina se te volverá a poner una y otra vez, aunque solo sea para seguir poniendo huevos, metáfora con la que quiero expresar el deseo de que Jerusalén, “Princesa de la Paz”, siga siendo la capital de todos y no del que predica uno u otro credo.
De las siete puertas de la “Ciudad Santa” has de salir por la de Damasco para encontrar fácilmente autobuses que te lleven a Belén. En algo menos de media hora te encontrarás a las puertas de la ciudad que, en el 2012, fue declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. No creo que para proteger ese patrimonio sea necesario levantar muros de hormigón de casi diez metros de altura y, para evitar que los salten, coronarlos con alambres de espino para disuadir al más osado. Entristecido o no, no te queda más remedio que “pasar por el tubo” israelí si quieres visitar Belén, me refiero a pasar por un pasadizo más propio de los que se utilizan para marcar animales que para recibir a dóciles peregrinos. Hay que agradecer que no marquen tu cuerpo con un hierro candente, pero en el corazón si queda grabado ese triste recuerdo del acceso a la ciudad y de los muros que la rodean llenos de grafitis a favor de la liberación de Palestina. El que más me impactó, es un dibujo de un árbol de navidad con su estrella y regalos cercado por paneles de hormigón.
Recuperado del impacto de los muros y grafitis, y atendiendo al objetivo del viaje me dirigí directamente a la Plaza de la Natividad, una plaza en el centro de Belén que en estas fechas navideñas se adorna con un árbol gigante con forma de abeto abrigado por centenares de luces de color blanco, rojo, verde y negro, los de la bandera palestina. A los pies del árbol, el belén de Belén. Un portal de dimensión considerable reúne bajo su techo además de la Virgen, San José, y Niño Jesús, a los tres Reyes Magos, la vaca, el burro, una oveja y el ángel del amor, de la bondad y de la concordia. Y me digo, ¡es como el mío!, aunque a diferencia de este mis reyes se mueven, eso dice mi nieto, aunque yo no tengo su lucidez para captar esos movimientos.
Parece que fue ayer y han pasado veintiún siglos del nacimiento Jesús en este lugar, tal como lo escribieron los evangelistas Mateo y Lucas. En esa plaza se encuentra la cueva en la que María dio a luz y sobre ella, la Basílica de la Natalidad construida por orden del emperador romano Constantino cuatro siglos después. Para acceder a la iglesia has de hacerlo por un lateral de la Basílica a través de una pequeña y estrecha puerta de no más de metro y medio de altura que obliga a pasar de uno en uno, aunque hubo una puerta de mayores dimensiones que fue tapiada para proteger el sagrado lugar. Ya en su interior, emocionado, caminas entre columnas rosadas hacia el ábside donde se encuentran unas sinuosas escaleras que te llevan a la Gruta de la Natividad, una cueva de piedra natural donde nació el Mesías. El lugar es de pequeñas dimensiones, el suelo está aplacado con losas de mármol blanco vetado y sobre ellas, entre un par de columnas se encuentra indicado, con una estrella de plata de catorce puntas, el lugar exacto donde nació el Ungido. Me pregunté por qué catorce puntas y me respondió el evangelista Mateo en su libro sobre la genealogía de Jesús: «hubo en total catorce generaciones desde Abraham hasta David, catorce desde David hasta la deportación a Babilonia, y catorce desde la deportación hasta el Cristo» Aclarado. Quince pequeñas lámparas con sus velas encendidas iluminan la estrella: seis representan a la iglesia griega, cinco a la armenia y cuatro católica romana. Como Sofronio, patriarca de Jerusalén, apoyé mi frente y besé con mis labios el suelo donde reposo el Hijo de Dios para recibir su bendición. Nunca habíamos tertuliado tan cerca. Después, coloqué una pequeña cruz de madera que había comprado en Jerusalén, para llevarme con ella el recuerdo de ese instante de vida que sintetiza la vida entera: procedencia, permanencia y muerte. Meses después de mi regreso a casa, puse esa pequeña cruz entre las manos de Jesús, mi hermano pequeño, que hoy descansa junto a otros de nuestros seres queridos en el reino de los cielos.
Junto a la Basílica de la Natividad se encuentra la iglesia de Santa Catalina, conectada por pasadizos subterráneos con la Basílica y también con el precioso Claustro de San Jerónimo y la Capilla de Santa Helena. Ya fuera del entorno de la Basílica no puedes dejar de visitar la Gruta de la Leche, la Mezquita de Omar o de acercarte a pueblo de Beit Sahur lugar en el que, según el Nuevo Testamento, un ángel anunció el nacimiento de Jesús a los pastores y donde los franciscanos construyeron la capilla llamada Campo de los Pastores. Antes de dejar la ciudad, no dejes de pasear por las calles del casco antiguo y de observar los quehaceres cotidianos de los betlemitas, orgullosos y atareados en mantener viva la ciudad y, a su vez, apesadumbrados por la constante presión del gobierno israelí, que cerca sus libertades con enormes muros de hormigón y asentamientos indiscriminados en lo que fueron sus campos. Una muestra de su enfado son los innumerables grafitis en ellos dibujados.
Hay tanta historia en Belén y sus proximidades, que las horas y los días se van tan rápidos como un amanecer, el mismo que vieron los pastores cundo transitaban con sus rebaños de ovejas por las laderas de la colina donde se encuentra la ciudad; o los labradores mientras segaban el trigo con sus rudimentarias hoces y guadañas , o mientras molturaban el grano para convertirlo en harina y pan; o los peregrinos que, atraídos por lo que viven y sienten, necesitan acudir a la historia para que les hable del pasado, les guie en el presente y les anime ante futuro que ha de venir. Esa historia que Casilda Rodrigáñez define como «monumento eterno que recibe la herencia intelectual de las generaciones para salvarla de los naufragios del tiempo y los olvidos de la tumba»
Ya termino, pero no sin antes despedirme de vosotros deseándoos unas felices fiestas navideñas y un próspero año nuevo. Ha llegado el momento de celebrar la Navidad, la tradicional y no podemos ser figuritas inmóviles ni indiferentes frente a los que socavan los pilares de nuestra cultura y nuestra pacífica convivencia. Dicho lo cual, os animo a desempolvar la pandereta, darle a la zambomba y hacer sonar el almirez, porque todo ello formará parte de nuestra historia y permanecerá en el recuerdo de nuestros seres queridos para ser contada y cantada hasta el final de los tiempos.
Escribe tu comentario