Cuando esto empezó quienes llevaron la dirección política afirmaron una y otra vez que las decisiones estaban siempre guiadas por criterios científicos. Todo se hacía y se haría según los estudios de los que sabían de esto, es decir, de los biólogos que sabían de virus; de los médicos que sabían de enfermedades y de los tratamientos adecuados para tratarlas y curarlas, y de los epidemiólogos que sabían aplicar métodos estadístico - matemáticos para conocer la difusión cuantitativa y geográfica de la epidemia, el grado y los tiempos del contagio. Una fresca corriente de tranquilidad corrió entre muchos de nosotros: estábamos en buenas manos.
Que estuviéramos en buenas manos no quiere decir que las manos fueran mágicas como pronto se comprobó cuando las curvas iniciaron su ascenso y no parecía llegar el momento de la cuesta abajo. Aumentaban los contagios, los ingresos y las muertes. La únicas medidas preventivas posibles eran tan elementales como históricas: la cuarentena, la reclusión en la propia vivienda, la separación de los infectados y el uso de métodos de barrera como la mascarilla y los monos aislantes. Pero estas mascarillas no existían en cantidad suficiente para protegernos a todos, como no había suficientes monos que hicieran de barrera protectora para el resto del cuerpo de aquellos que estaban en contacto masivo con los infectados: los trabajadores sanitarios, quienes no solo han sufrido la sobrecarga imposible de unos servicios colapsados, sino el peligro del contagio y en muchos casos la muerte. No depende de la ciencia proveer de algo muy sencillo como una simple mascarilla. La ciencia puede llegar a saber que las mascarillas protegen del contagio, comprarlas en cantidad suficiente depende de los agentes económicos y de la gestión política ¿Imprevisión? Según se mire. También podría ser previsión de los que, viendo el negocio, en pocos días acapararon y especularon con ellas. El libre mercado en su versión criminal.
Tampoco es que sobre el uso de este sencillo adminículo las valoraciones científicas fueran unánimes. Han pasado de convenientes a innecesarias después recomendables y ahora obligatorias. Como sobre los medicamentos a utilizar: las recomendaciones, indicaciones, dudas y contraindicaciones han circulado por los centros sanitarios en los que en ocasiones ha sido la clínica y la empiria la que ha decidido el tratamiento. Es decir la observación clínica, lo que antes de se decía ojo clínico, el buen hacer profesional, la técnica basada en la experiencia, mas que en la teoría, la que ha ido resolviendo la mayoría de los casos. ¿Práctica contra teoría? No, de manera absoluta. La teoría debe sostener la técnica. Pero la teoría científica tiene tiempos distintos a los de la práctica. Necesita de un gran bagaje de conocimientos acumulados para pensar un nuevo emergente, en este caso un virus desconocido. En base a ellos construyen hipótesis que han de ser comprobadas experimentalmente para conocer el comportamiento del fenómeno. Conocer el comportamiento da cuenta de sus posibles vulnerabilidades, para las cuales se han de construir instrumentos que se aproveche de ellas para destruir al virus, y de nuevo hipótesis y de nuevo comprobaciones… Se han de realizar ensayos con animales y con humanos para saber su eficacia y descartar efectos secundarios indeseables., etc. Hasta que todo esto no se consigue los tratamientos se basan en los resultados obtenidos en enfermedades similares o en tratamientos que sin atacar la causa intentan paliar los síntomas más peligrosos. ¿Inutilidad de la ciencia? En absoluto. Ocurre que la investigación científica tiene sus tiempos que no tienen que corresponder con la necesidad de obtener respuestas rápidas ante problemas acuciantes, como lo esta siendo la epidemia de covid19.
Tampoco la estadística se ha mostrado infalible a la hora de predecir el desarrollo y la evolución de la enfermedad, sobre todo en lo que hace referencia a su temporalidad. Así el confinamiento, que se propuso inicialmente para quince días prorrogables a otros quince, ha ido alargándose y organizándose en fases a medida que se observaba la evolución de la epidemia. La mayoría de las veces han sido los resultados de un momento los que han definido la estrategia para el siguiente. Y es que la estadística si bien se apoya en algo tan exacto como la matemática no es un método exacto, trata de promedios y de probabilidades, de proyecciones de unos datos conocidos sobre una realidad probable, que no es la realidad. De nuevo el saber empírico, la experiencia construida paso a paso, guía el conocimiento y las decisiones.
No estoy, ni mucho menos, descalificando el método científico. No trato de invalidar un saber basado en la observación, la construcción de hipótesis y su comprobación mediante la experimentación y la estadística. Si somos lo que somos y tenemos lo que tenemos es debido a ese conocimiento riguroso, probado, que aplicado a la técnica ha producido el desarrollo social, humano y económico del que disfruta la humanidad. No me adhiero a un saber ingenuo, meramente intuitivo ni mucho menos mágico. Lo que critico es la absolutización de la ciencia, su sacralización, su utilización para dar por verdaderas y sin discusión posible decisiones que son de otro orden.
Justamente la ciencia surgió como separación del saber mágico o sagrado que durante siglos ocupó el terreno de todos los saberes, incluida la medicina. Cuando le exigimos a la ciencia que se comporte como un santo milagrero estamos regresando al pasado o sacando de nosotros ese ancestro inconsciente siempre presente. Se saca a la ciencia como a la santa patrona del pueblo para que nos resuelva todo tipo de problemas, incluso los que no son de su competencia. Precisamente no han faltado estos recurso esotéricos en el desarrollo de la pandemia. Ayudados por las hipertrofiadas redes sociales, multitud de magos, gurús, almas cándidas u oportunistas, comerciantes del dolor o simples liantes se han dedicado a dar pábulo a todo tipo de recetas milagrosas no siempre inocuas.
Hay cosas que son de otro orden. Que un altísimo porcentaje de los muertos haya salido de las residencias de ancianos puede explicarlo el conocimiento científico: la mayor exposición a la carga vírica en espacios cerrados, patologías previas acumuladas o asociadas a la edad. Pero las causas del hacinamiento y de la desatención medica hay que buscarlas en otros lugares. En políticas de recortes sociales, aquí en la priorización de lo nacional en contra de lo social, en la venta de las atenciones sociales a empresas privadas o en la creación de una cultura de lo joven que entiende la vejez como un tiempo residual. Estamos por tanto hablando de ideología, economía, política, psicología, ética, ciencias inexactas donde las haya.
No es este el lugar de dilucidar a qué llamamos ciencia o si existen saberes que no pueden tener la precisión de lo que comúnmente llamamos ciencia, pero que son necesarios y a los que la ciencia no puede sustituir. Una enfermedad es un problema médico, una epidemia es un problema de salud pública, por tanto es al poder político a quien le corresponde tratarla. Para ello tiene que tener apoyos. Científicos y técnicos pero también políticos. Que la epidemia se haya utilizado para erosionar al rival político, para obtener ventajas que nada tenían que ver con la atención a la población o para plantearlo como un problema de soberanía, en el nivel mas bajo es oportunismo, en el mas alto una vileza. Sostén científico y político pero también ético e ideológico. Que se haya llegado a plantear y a decidir que los ancianos no fueran hospitalizados puede tener una justificación científica pero la decisión es política basada en una ideología. La ciencia puede ser aséptica, pero la política no. Quienes ejercen esa función pública han sido elegidos para aplicar unas ideas, unos intereses o una ética. Si el gasto público se reparte de una u otra manera, si apoya a los autónomos o a la gran empresa, a rescatar entidades financieras o a proveer de recursos sociales, a investigación, educación y cultura o a eventos de lujo, a favorecer al turismo o a otros sectores productivos. Eso y mas no depende de ninguna ciencia, es saber leer las demandas de los ciudadanos y darles una respuesta desde la voluntad política.
Saber, es también saber que en definitiva se trata del bienestar y del malestar. En este caso sobre todo del malestar, del de toda una población confinada e impedida de realizar muchas de sus actividades cotidianas, pero sobre todo del malestar de los enfermos, de sus familias y de quienes les atienden. Del malestar de aquellos que tras días de sufrimiento murieron. Del malestar de los que murieron solos y de los que no les pudieron acompañar. Las urgencias atienden lo urgente, en este caso la salud maltrecha de muchos; fuera ha quedado mucho sufrimiento subjetivo, ese que no tiene aparatos para diagnosticarlo, ni respiradores para su angustia. El que ha sido atendido por la enfermera que proporcionado un teléfono para contactar con la familia o el ánimo de los que han acompañado con aplausos las mejorías y las altas. En general de todos aquellos que a los cuidados físicos han añadido la atención emocional, la consideración hacia el semejante. Han sido gestos espontáneos de reconocimiento de la humanidad que nos une. Ahora bien, no dejo de preguntarme si no habría habido la posibilidad de permitir que quienes se van a separar definitivamente puedan hacerlo juntos. Pensémoslo para la próxima pandemia.
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