Entre los conceptos más escuchados durante el estado de alarma destaca el de responsabilidad individual. Por todas partes nos animan a actuar de acuerdo con ese ideal. Sin embargo, a la vista está, no todos y no siempre caminamos esa dirección, porque es imposible.
La responsabilidad individual solo incumbe a la persona y el Estado no tiene, o no debería tener, ninguna capacidad de intervención siempre que la acción del individuo no cause perjuicio a otros. En este sentido, la responsabilidad individual es sinónima de libertad individual. El ejemplo más radical es el suicidio o, en su acepción más amable al oído, la eutanasia. Sin ir tan lejos, el principio de cualquier acto de responsabilidad/libertad individual madura dice así: haz lo que te de la gana siempre que no fastidies a otros y, después, asume las consecuencias de tus actos y decisiones.
Todo proceso psicoterapéutico individual debería apuntar siempre en esa dirección: progresivamente el paciente deberá ir asumiendo que, en última instancia, es dueño de su malestar, hasta de sus síntomas, lo cual le dará más autonomía para tomar decisiones y cambiar el rumbo. Como tantas veces he señalado aquí, el paciente psicológico es, a diferencia del paciente médico, el verdadero agente del cambio, el responsable último de su curación, con ayuda de su psicólogo. Dado que la psicoterapia opera en el campo de la subjetividad, es un asunto de responsabilidad individual.
La sociedad, por el contrario, es un ente institucional formado por cada uno de los sujetos que la componen y las relaciones y pactos que se establezcan entre ellos. En sociedad, la responsabilidad individual cede el paso a la responsabilidad colectiva en forma de norma. Creo que, en la situación social en la que nos encontramos, sería más adecuado conceptualmente y más efectivo en términos de comunicación política, no invocar la responsabilidad individual sino apuntar a la responsabilidad colectiva, ya que, en una pandemia, a todos, como sociedad, nos afectan las decisiones de cada individuo respecto de la norma.
A diferencia de la individual, la responsabilidad colectiva debe ser arbitrada por el Estado ya que se refiere a actos individuales que, potencialmente, pueden perjudicar otros. Por ejemplo, imagínense que dejamos el ordenamiento del tráfico al criterio y responsabilidad individuales. Caos y accidentes. Para evitarlo, nos hemos dado los semáforos y hemos encargado a algunos que sancionen el incumplimiento de la norma: verde pasar, rojo parar. La norma, la ley, es el modo mediante el cual, cediendo parte de nuestra individualidad, podemos cuidarnos los unos a los otros como sociedad. En este sentido, la responsabilidad colectiva es sinónimo de convivencia, de respeto al otro.
Por más que clamemos por nuestra libertad individual y protestemos porque sintamos pisoteados nuestros derechos, hubiera sido desastroso fiar el control de la pandemia a la responsabilidad de cada individuo. Por esa razón, hemos hecho bien estando dos meses encerrados en casa (no nos engañemos: no es por responsabilidad individual, sino por miedo a la enfermedad y a la multa que nos caía si asomábamos la nariz a la calle injustificadamente). Casi todo el mundo ha entendido esa decisión excepcional. Gracias a esa medida de urgencia, los datos han mejorado y ahora se nos permite ir saliendo de casa con la sugerencia de que respetemos, con responsabilidad individual, las medidas recomendadas: lavado de manos, distancia social y mascarilla.
Cualquiera que haya dado una vuelta por ahí estos últimos días, habrá observado la laxitud con la que se siguen dichas recomendaciones. ¿Por qué? Justamente, porque están dirigidas a la responsabilidad individual y no a la colectiva, es decir, porque el Estado sugiere en vez de ordenar y sancionar. Obviamente, la poli no daría abasto a comprobar si nos lavamos las manos o si mantenemos la distancia social (cosa imposible para los mediterráneos) pero sí podría sancionar a quien no lleve mascarilla. Su uso es un fastidio, pero, de las tres recomendaciones para evitar el contagio masivo y el colapso de los hospitales, es la única que puede hacerse cumplir.
Me parece una ingenuidad antológica confiar en que, tras dos meses enclaustrados, salgamos al ansiado recreo y nos comportemos responsablemente. Ojalá fuera así, pero no es lo que se ve cuando uno pasea por las calles estos días.
Que el Estado no obligue a usar mascarillas durante un tiempo me parece tan injusto para con los ya exhaustos trabajadores de los hospitales, como el hecho de que no se les haya proporcionado las medidas necesarias para realizar su labor con suficiente seguridad. ¿De qué sirven los aplausos si no usamos mascarillas? Seamos colectivamente responsables por respeto, solidaridad, empatía y gratitud.
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