No hay reunión en la que no te pregunten si has visto tal o cual serie. Lo confieso, no las veo. Cuando me hablan de ellas con tanta pasión, entiendo que deben de ser fascinantes pero, no sé por qué, me dan pereza.
Sí, soy un pecador. No he visto Breaking Bad, ni The Walking Dead, ni Homeland ni, lo que es peor, Juego de Tronos. Hasta hace poco. Ocho años después de su estreno, vi el primer capítulo de esta serie. Comienzo ahora la cuarta temporada y, para asombro de mis amigos, sigue sin engancharme (verbo que suele emplearse en estos menesteres televisivos y que remite a un comportamiento adictivo, por cierto).
Sin embargo, he de decir que hubo una escena que no me resultó intrascendente. En la tercera temporada, capítulos seis y siete, una tribu debe escalar una inmensa pared de hielo que se interpone en su camino. En el ascenso ocurre un desprendimiento y dos de los escaladores quedan pendientes de una cuerda sujetada al cuerpo del compañero que les antecede. Éste no puede soportar el peso y, antes de dejarse caer, decide cortar la cuerda. Por suerte consiguen agarrarse a un risco y salvarse justo cuando la cuerda cae. Pura tensión cinematográfica, qué sería la vida sin un poco de drama.
Cuando vuelven a reunirse en la cima, uno de los traicionados (y el único que no es miembro de la tribu) se encara con el malo y le recrimina su crueldad. Pero éste, lejos de arrepentirse, le espeta el siguiente discurso: “No entiendes nada. La gente colabora cuando le viene bien. Es leal cuando le viene bien. Se ama cuando le viene bien. Y se mata cuando le viene bien”. Una vez dicho esto, se da la vuelta y sigue a lo suyo dejando a su compañero boquiabierto ante la cruda exposición del clásico dilema moral entre la solidaridad y el individualismo.
A esta tribu, que prima la supervivencia del individuo sobre la del grupo, se les llama “los salvajes”. Me pregunto hasta qué punto, en determinadas situaciones extremas donde nuestra propia vida está en juego, somos capaces de tomar decisiones que, desde el calor de lo cotidiano, consideramos inhumanas. Me pregunto si, por más que nos llamemos civilizados, no dejamos de llevar un animal salvaje en lo más profundo de nuestro ser.
Cuenten por cuántas personas serían capaces de dar la vida. Probablemente, un escaso número de ellas: sus hijos, quizás su pareja, pocos más. La diferencia entre lo que dice el salvaje de Juego de Tronos y lo que solemos decir el resto es que él expone la verdad sin idealismos ni corrección política. Por más que seamos buena gente, cuando la cosa va de tu vida o la mía, sin medias tintas, la elección es bien clara.
Probablemente muchas de las pequeñas decisiones que tomamos día a día sean sucedáneos intrascendentes de estos conflictos subjetivos extremos. Igual deberíamos darle un par de vueltas para entender por qué somos como somos y hacemos lo que hacemos. También por qué votamos lo que votamos.
Hay dirigentes políticos que pertenecen a la tribu de los salvajes y no se avergüenzan de reconocerlo. Intentan hacernos ver que situaciones dramáticas que ocurren a nuestro lado y requieren de nuestra solidaridad son, en realidad, situaciones extremas en las que nuestra supervivencia individual está en juego. Apelan así al bicho que llevamos dentro. No crean que están a salvo de que les coman el coco. No olviden que la gran mayoría de nazis fueron, antes de Hitler, gente sensata y cordial.
Rezo a los dioses antiguos y a los nuevos (así dicen los protagonistas de Juego de Tronos) para que los nuevos políticos inflamadores de miedos no vayan por delante de nosotros en la pared de hielo. Porque nos cortarán la cuerda sin pestañear.
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