En otro artículo titulado “Desalmados” hablé de la injusticia que sufren aquellos que, víctimas de una enfermedad incapacitante o terminal, expresan con plena conciencia su deseo de morir pero las leyes se lo impiden condenándolos a la desesperación. Abogaba allí por la regulación del derecho a morir dignamente y la despenalización de la eutanasia y el suicidio asistido.
Tras años de lucha, B murió de cáncer hace tres meses. Cuando supo que no había curación posible, expresó su voluntad de morir con asistencia de sus médicos pero estos, aunque la apoyaban personalmente, no podían ayudarle pues incurrirían en delito. De tal modo que B vivió sus últimos meses con el sufrimiento físico derivado de los efectos secundarios de los tratamientos que supuestamente le aliviaban el dolor y el sufrimiento psicológico de saber que el Estado le privaba de la libertad de tomar su última decisión.
Al menos, B tuvo que esperar relativamente poco tiempo a morir. Más tiempo sufren quienes pasan décadas postrados en la cama, en plenitud de facultades intelectuales, esperando en vano que se les ayude a morir en paz. Experiencias como esta son tan insostenibles en términos racionales como inhumanas en términos morales.
Ahora, ¿qué ocurre en aquellos casos en los que la persona está sana pero su deterioro cognitivo es tal que ni siquiera tiene conciencia de sí misma y, además, sufre psíquicamente?
M es un fenómeno de la naturaleza, tiene 95 años y está sana si por salud se entiende que todos los órganos y sistemas vitales de su pequeño cuerpo funcionan como un reloj. Pero, desde hace años M padece una progresiva demencia senil que ya es extrema y le hace vivir completamente dependiente del cuidado de otros. Su memoria se ha borrado, no sabe cómo se llama ni qué edad tiene, no reconoce a sus familiares, carece de conciencia del tiempo y vive en un eterno presente que oscila de la ausencia absoluta al sufrimiento de creer que está perdida en una casa, la suya, con personas a las que desconoce, sus hijos, y a las que pide entre lágrimas que le lleven de vuelta a casa con su papá y su mamá. Ya apenas puede hablar y es incapaz de hilar dos ideas seguidas, pero no deja de intentar comunicarse. Quiere constantemente levantarse de su butaca para irse, pero apenas consigue caminar unos pasos con ayuda de sus cuidadores. Se sienta de nuevo, agotada, para levantarse al minuto agitada con la idea fija de marcharse. Su permanente vivencia subjetiva de estar perdida en el vacío le hace sentirse inquieta, ansiosa, con una agitación psíquica que le hace sufrir. Que no venga a nadie a decir que esta es una vida digna. Desde luego, si fuera dueña de sí misma, M no hubiera querido prolongar su vida en estas circunstancias.
Ahora que estoy a tiempo, voy a firmar un Documento de Voluntades Anticipadas (conocido como testamento vital) para intentar evitar sufrir experiencias como las de B y M. Sé que mientras no se despenalice la eutanasia y el suicidio asistido, el documento es prácticamente papel mojado, pero cuenta como protesta.
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