En el marco de la pandemia y del estado de alarma, se hacen evidentes diversos aspectos de la vida personal, familiar y social. A quien más, a quien menos, ha hecho pensar sobre cuestiones inéditas, algunas tan básicas y fundamentales como la adquisición de alimentos y productos de primera necesidad. Otras, más ligadas a la vida que llevábamos y a la que llevaremos, a la transformación del mundo tal como cada quien se lo representaba.
Vinicius Di Moraes, poeta y ex-diplomático como se definía, hablaba de tener calma para pensar y tiempo para soñar. La pérdida de libertades y derechos individuales en el contexto del estado de alarma puede haber dado más tiempo para pensar pero con muy poca calma, y poco espacio para soñar. Quizás los sueños fueron de lo primero que se perdió, incluidos aquellos que habían devenido planes y proyectos para los meses siguientes; y la calma ligada a las certezas y seguridades.
Las circunstancias excepcionales y traumáticas que nos han tocado vivir ponen en jaque el bienestar emocional, y a prueba a la salud mental de las personas. Las medidas sanitarias y socioeconómicas han tenido un alto coste a nivel psico-afectivo y psico-social, aunque poco parece haberse tenido en cuenta más allá de lo obvio. En las ruedas de prensa del gobierno informaban ministros y epidemiólogos, incluso lo hicieron militares que ni eran ministros, pero ninguna figura o estamento que hablase sobre el impacto y los costes psíquicos de la situación y de las medidas decretadas. La apuesta por un estado de alarma -con sus aspectos coercitivos y amenazantes- ha hecho del miedo un factor principal. Otros países como Andorra o Suiza apelaron a la consciencia ciudadana y a la responsabilidad cívica, quizás porque sus respectivas culturas se lo permitían.
La ausencia de una voz autorizada a nivel psico-sanitario puede que sea un reflejo de la poca presencia de la dimensión psíquica en el panorama existencial de nuestra cultura. Es particularmente preocupante cuando se trata de la infancia, por su dependencia de los adultos. Los paseos de los perros se priorizan a los paseos de los niños. Después de semanas encerrados en casa, salir al exterior pasó a ser una prioridad social cuando a los adultos se les hizo insostenible la convivencia familiar. Probablemente los padres han sido los más afectados por toda esta situación, teniendo que cuidar de sus hijos a todo nivel estando ellos mismo atravesados por las circunstancias y preocupaciones por el sostenimiento familiar en el presente y en un futuro inmediato. El reclamo de los padres era lícito y pertinente, pero no parece que la salud mental y el bienestar emocional de los niños “per se” haya sido el factor principal en la medida adoptada.
Del confinamiento al desconfinamiento, la afectación y los efectos psíquicos son inevitables, aunque desde la vivencia subjetiva puedan aparecer de forma silenciosa. Momentos de sensación de vacío, cierta tristeza, menos energía disponible, sin causa aparente pero probablemente vinculados a las frustraciones, los miedos y las pérdidas experimentadas. Cuesta saber sobre las pérdidas subjetivas, sobre su dimensión y trascendencia. Los esfuerzos por relativizar aquello de lo que hemos tenido que prescindir y a lo que hemos tenido que renunciar hacen más complejo su reconocimiento.
Son más las preguntas que las respuestas. Con el tiempo se sabrá más de la afectación psíquica, de la general y de la particular. A medida que disminuye el aislamiento y el modo defensivo/superviviente, el deseo y las necesidades respecto al mundo exterior reclaman su lugar. Forzosamente requerirá de adaptaciones y cambios, acompañadas de incertidumbres y de preguntas. Finalmente, son las preguntas de cada quien por el sentido de su vida, la de la pre-pandemia y la de la post-pandemia.
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