La diferencia generacional entre padres e hijos siempre ha dado de qué hablar. En otros tiempos se ponía el acento crítico en los padres que querían ser o hacer como sus hijos jóvenes, irse de copas y de fiesta con ellos. Padres-colegas que parecían pretender rejuvenecer con sus hijos, en una especie de transformación en lo contrario de la constatación del paso de los años.
En los vínculos entre padres e hijos en las actuales estructuras familiares la igualación parece centrarse más en un movimiento inverso: los hijos son como adultos. Es una variante de la negación de la diferencia adulto-menor de edad, en la que el niño y el adolescente se igualan al adulto, es tratado como tal. Esto tiene diferentes vertientes, distintas caras, como la que hace a la merma de autoridad de los padres y de su lugar como valedores de la ley; a los excesos de consultas a los hijos a la hora de tomar decisiones; a la falta de filtros con la que se hace partícipes a niños y niñas de todo tipo de situaciones de la vida del mundo de los adultos; a la pérdida de especificidad de la adolescencia en tanto momento para la experiencia propia, para la transgresión, para el idealismo.
Todo ello no implica que los padres renuncien a influir y a gobernar la vida de sus hijos, sino que desde estos posicionamientos los recursos que se usan tienen características diferentes. Los razonamientos y las explicaciones de los padres pasan a ocupar un lugar fundamental; los ideales y los valores han de convencer y guiar los comportamientos y las actitudes de los hijos; la racionalidad y lo pragmático han de comandar su funcionamiento personal. Es una maniobra más envolvente que de confrontación, que promueve una única manera de pensar y de ver las cosas, que poco lugar deja para las diferencias y las discrepancias, para la diversidad y la particularidad. Es un movimiento que tiende a igualar y a homologar, que universaliza, que poco margen deja para la separación, para que haya otras posiciones posibles. Es una tesitura parental en la que se tiende a sustituir la aceptación del hijo de los mandatos de sus padres por una comprensión racional de las bondades del planteo.
¿Dónde están? ¿Cuáles son los límites de la potestad que tienen los padres de dirigir y comandar la vida y el ser de sus hijos? Quizás se podría decir que en el derecho a la libertad para ser uno mismo, el derecho a tener una subjetividad y una identidad propia. Una libertad que se funda en la existencia de una diferencia: el hijo no es igual al padre ni a la madre. El hijo es otro, otro sujeto, otra persona.
Los niños tienen su manera de ser y de pensar, solo por el hecho de ser niños: están atravesados por la fantasía, la imaginación y la creatividad. Otro tanto se puede decir de los adolescentes, aunque ellos y ellas más centrados en su identidad, en su manera de pensar y de experimentar a nivel social. Para que niños y adolescentes puedan reconocerse como tales, necesitan del reconocimiento del otro, de la mirada del otro y de la escucha del otro. De un otro adulto, inicialmente y principalmente de sus padres, pero también el de otros adultos y hasta de sus iguales. A su vez, este reconocimiento recibido facilita el reconocimiento y la aceptación por parte del hijo o de la hija de los planteos y de los deseos parentales.
Cuando los padres reconocen al hijo en su particular manera de vivir las cosas, en sus formas de procesar las situaciones, en los modos que tiene para incorporar lo que se le pide, en los tiempos en las que las realiza, seguramente están también conociendo a su hijo. Un conocimiento que a la vez acerca a una mayor comprensión y aceptación de las características personales del hijo, de cada hijo.
Seguramente la diferencia que hay entre un adulto y un menor sea de las más básicas que se puedan establecer, pero no por ello más evidente ni menos grávida en consecuencias. Que el adulto se reconozca como adulto es también una condición para que esta diferencia opere, tanto en el marco familiar como en el escolar-social.
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