En estos tiempos de crisis global y de excepcionalidad se hacen evidentes cosas que ya estaban presentes antes, como es la sensación de vulnerabilidad. Esa vulnerabilidad que siempre ha existido, que es consustancial a todas las formas de vida, y particularmente al Homo sapiens sapiens. El que sabe ya desde la infancia que se va a morir, que sus padres se van a morir, momento importante en la estructuración psíquica del niño. Este descubrimiento hace que en momentos como los que estamos viviendo los niños puedan temer por la muerte de sus padres y por la suya propia.
Freud decía que la primera defensa de los animales es la huida, escapar, alejarse de la amenaza y del peligro externo. Pero ante los peligros y las amenazas internas, las que experimenta el aparato psíquico, no hay huida posible. Para eso Freud conceptualizó un mecanismo de defensa psíquica: la negación, por la que la función racional se separa del proceso afectivo. Es un mecanismo simple y aparentemente efectivo que consiste en poner un no delante: no me voy a morir, no me pasa nada.
Con la pandemia de COVID-19 y el confinamiento, la huida (de los otros) no es posible. Por otra parte, el impacto traumático colectivo e individual hace más difícil e inoperante la negación de las emociones. ¿Cómo negar el sufrimiento y la afectación de los que nos rodean, de ciudadanos y colectivos frágiles? ¿Cómo negar las expresiones de afectación de los hijos y la propia afectación?
Los niños viven y expresan sus emociones y sentimientos de forma diferente a la del adulto. La tristeza, la pena, el dolor, los temores, se abren camino en el lenguaje infantil. Un lenguaje que incorpora palabras con cierta precariedad, pero también hace participar al cuerpo, a las fantasías, a los dibujos y al juego. De esta manera no sólo expresan sino que intentan comprender, reconocer, elaborar, procesar las situaciones que les afectan a ellos y a quienes les rodean. Una capacidad expresiva que el adulto -con todo el dominio del lenguaje- no siempre atina a enunciar ni a reconocer. En circunstancias normales los niños también lo trasladan al escenario social, a las relaciones con otros adultos y con otros niños. En las actuales todo queda en casa.
Los intentos del niño por expresar y representar sus emociones e ideaciones no siempre encuentra la aceptación y la comprensión de sus padres. La intensidad con la que viven los sentimientos a veces les asusta y les extraña. La expresión de la tristeza, la verbalización de temores, las manifestaciones de rabia del niño son interpretadas a veces como síntomas o patologías: crisis de angustia, depresión, violencia. Seguramente es doloroso escuchar, soportar y acompañar a los hijos en estos sentimientos, pero intentar negarlos o desligitimizarlos considerándolos patológicos no es beneficioso para nadie.
También la desescalada del confinamiento despierta inseguridades y temores en los niños: a contagiarse, a que se contagien sus padres. Algunos de esos temores pueden tener relación con las fantasías del niño. Otros expresan claramente la pena que les da salir en estas condiciones, sin poder acercarse o jugar con otros niños, sin poder alejarse de sus padres, teniendo que llevar mascarilla y viendo a los demás con las mascarillas. También experimentan la alegría de poder salir y corretear, todo en una mezcla muy intensa.
El desconfinamiento será un proceso largo y costoso, pero es importante que los niños y los adolescentes lo vayan experimentando. Es decir, que puedan ir realizando las actividades que se permitan y siguiendo las precauciones sanitarias. Y para ello necesitarán a sus padres, para que les obliguen a hacerlo si hace falta, para que puedan formular sus preguntas, sus temores, sus fantasías, para que se habitúen a funcionar siendo conscientes de los riesgos y de los protocolos sanitarios.
#MeQuedoEnCasa, día 51
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