La fragilidad y el dolor de los humanos recorren toda la literatura universal desde su primer texto conocido. El Poema de Gilgamesh, sumerio, datado hacia el 4.700 a.C., habla de la amistad, el consuelo en la fraternidad, el dolor por las pérdidas y los esfuerzos por evitarlas. Tremendamente herido por la muerte de su amigo, el rey de Uruk busca con tesón y sin éxito alguno la inmortalidad y descubre que la posibilidad del hombre con respecto a todo aquello que tiene que ver con la vida tiene siempre límites y que la condición humana es dramática porque viene marcada por la insuficiencia y lo inevitable de la muerte. Tras su infructuosa búsqueda vuelve a su pueblo después de escuchar un consejo: “Y tú, Gilgamésh, tú que llegaste aquí tras un viaje muy largo y peligroso, regresa a casa tranquilo y con el alma serena, y no te obstines en recuperar la fuerza de tus primeros años, porque la planta de los latidos, la flor de la vida, el remedio contra la angustia no existen. La vida se nos escapa entre los dedos, rey de Uruk, y lo único que puedes hacer es vivirla”.
Él, que había sido déspota y soberbio con su pueblo, descubre con la muerte del preciado amigo lo inexorable de la finitud inherente a nuestra condición de mortales y también la importancia del sentimiento de comunidad. La elegía a su amigo Enkidu es uno de los textos poéticos más tiernos, profundos y sentidos que puedan encontrarse en la literatura universal. El Poema destila lo más hondo de las acciones y reacciones genuinamente humanas ante la adversidad y la certeza de la vulnerabilidad.
Lo que está sucediendo en estos meses hace aflorar intensamente los diversos matices de sentimientos inherentes a la condición humana y, en especial el sufrimiento por las diversas incertidumbres.
La incertidumbre es una parte del coste de la libertad. No deviene de un no saber absoluto sino de un no saber cuál de las posibles opciones es la más adecuada Si no hay opciones entre las que escoger para disminuir los problemas el sentimiento que lo acompañaría sería la resignación o la desesperación. La vida humana y la construcción de la historia es el resultado de decisiones tomadas entre muy diversas opciones. Porque estar frecuentemente en la encrucijada es el modo de existir de la sociedad humana. Siempre hay que elegir y pocas veces existe la certeza absoluta de que la decisión tomada es incuestionablemente la mejor. Hay que elegir para construir el futuro. Pero el futuro es siempre un todavía incierto, de final abierto. Cuando el hecho que hay que afrontar es especialmente nuevo o complicado, la toma de decisiones es más difícil, más intensa la inquietud e incluso el desencuentro entre quienes tienen que acordar las decisiones.
Todo lo que nos está pasando en estos días, aunque extraño, es profundamente humano.
Se nos muestra descarnadamente nuestro estado esencial de vulnerabilidad y emerge la olvidadiza pero imprescindible necesidad del otro para aminorar la intemperie en la que estamos sin él. Por eso es que uno de los mayores dolores a los que estamos asistiendo no sea la pérdida de la vida, muchas veces esperable por efecto de los años o la enfermedad, sino la soledad y el abandono (in)humano en que se produce.
Todo lo que acontece desvela las distintas capas en la que está envuelto eso que llamamos ser humano: la incertidumbre, el dolor, las pérdidas, la expectativa del reencuentro, la preocupación por aquellos a quienes queremos, la solidaridad, la compasión, los comportamientos aún abusivos, el odio en la política, los resentimientos arcaicos, el Torquemada que anida en algunos corazones, los miedos, la alegría de, a pesar de todo, estar bien, el miedo a estar mal y no tener quien nos acompañe en tan frágil estado, la soberbia de saberes incuestionables, las pertenencias falazmente aseguradoras, el reconocimiento de quienes se esfuerzan por cuidarnos, las añoranzas de lo que debimos hacer y no hicimos, la incertidumbre de si podremos hacer aquellos que deseamos, con quienes, cuando, cómo, el reproche por decisiones tomadas, la gratitud por las mismas decisiones tomadas, el dolor de vivir con tantas incertidumbres y con tan pocas garantías, las ganas de esforzarse por ser mejor, el miedo al otro, el deseo del otro, etc.
Muchas de las instituciones sociales se han vuelto contraproductivas y pervertido sus fines: en lugar de contener ansiedades que es su principal función, las generan. Ni la política, ni la religión, ni el trabajo en tanto institución necesaria, ni la ciencia están siendo capaces de ofrecer elementos suficientes no para garantizar una seguridad absoluta, que no existe, sino una ilusión y una esperanza que facilite sobrellevar la inesperada emergencia de tanto desamparo, cual náufragos en espera de un barco que nos salve.
Aparecen profetas, diagnosticadores, agoreros, negadores, quienes piensan que todo será igual, quienes dicen que todo será radicalmente distinto. Quienes piensan que aumentarán las enfermedades mentales que se expresan como angustia, ansiedad, depresión, temores ante el futuro, y quienes piensan que quien está enfermo es quien no tienen angustia, ansiedad ni preocupación por el futuro personal y el de tantos seres amenazados. Quienes piensan que no están enfermos ni unos ni otros y que todas esas respuestas emocionales son diversas variaciones de expresión de aquello que es lo humano y frente a lo cual la mejor receta es el reforzamiento de lo colectivo para hacer frente a esa vulnerabilidad que nos constituye, que la olvidamos con frecuencia y que el azar o la naturaleza nos muestra implacable cada cierto tiempo. La acción del ser humano es también una fuente de vulnerabilidad. Tenemos posibilidades de herir y de cuidar.
Hay un tiempo para cada cosas como está escrito en el Eclesiastés. Hoy, cuando escribo, hace 75 años que acabó la segunda guerra mundial. Poco tiempo. Una información que ha pasado casi desapercibida de un hecho que llenó el mundo de muertes y desolación a la que siguió un esfuerzo colectivo por la creación de un llamado Estado de Bienestar redistribuidor de los bienes, se acuñó una nueva definición de salud y se proclamaron los Derechos Humanos. Funcionó durante un tiempo y permitió la recuperación de la economía y de los valores y derechos humanos , aunque no por igual para todos. El estado actual de esos logros ha de ser revisado porque todos ellos han sido descuidados y han sufrido los envites del neoliberalismo, la corrupción y la mercantilización de los bienes que deben ser comunes.
Coexiste en estos días frente los gestos evidentes de una humanidad comprometida con el lado menos grato de nuestra sociedad, lo inhumano, aquello que ha dañado a tantos en estos años y frente a lo que se ha hecho tan poco: guerras, pobreza, desigualdades, explotación que siguen existiendo cerca y lejos.
Ojalá hayamos aprendido que la primera necesidad humana no es la cobertura de las necesidades fisiológicas sino la existencia de un otro que las procure con esmero. (*) Que la fantasía de invulnerabilidad nos desprotege y que reconocerla no es una fragilidad sino una fortaleza porque nos predispone a la responsabilidad y al cuidado de sí y, consecuentemente, de los otros. Que sentirse vulnerable, saberse vulnerado, no es una razón para la vergüenza, ni para el miedo, ni para el decaimiento, ni para el estigma sino, muy al contrario, es condición para la construcción de una ética de la responsabilidad. Ésta es la que nos permite hacer un equilibrio adecuado cuando es necesaria una limitación de nuestra libertad ante la necesidad de velar por el cuidado de lo que es común y necesita ser especialmente protegido.
El malestar en la cultura es un texto de una extraordinaria lucidez de S. Freud. Pesimista, quizás por el panorama que se iba presentando en Europa acaba su texto con las siguientes palabras: " A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción." Y acaba diciendo: " Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final?".
En Marta Nussbaum, entre otras, podemos encontrar una respuesta: el desarrollo de una educación libre y el cuidado de la humanidad.
Para ello se requieren tres condiciones o habilidades básicas. La primera es la capacidad de hacer un examen crítico de uno mismo y de sus propias costumbres, cuestionar toda forma de certezas, dogmatismo e imposición de las creencias y los conocimientos. En segundo lugar, es preciso que nos sintamos ciudadanos miembros de una gran comunidad que abarca a todos los seres humanos, superando nuestras identificaciones nacionales, étnicas, religiosas o de cualquier otro tipo que llevan a la lógica de pertenencias restrictivas y excluyentes. Por último, el cultivo de la humanidad implica la capacidad de situarnos al lado de las otras personas, tratarlas con esmero, y de comprender las emociones, sentimientos y aspiraciones de los otros.
Quizás sean éstos instrumentos suficientes para comenzar a construir lo que vienen llamando "nueva normalidad"; eso sí, a sabiendas de que la normalidad es (siempre) rara y debe incluir la diversidad como disfrute.
Aún así la vida no está exenta de sobresaltos. Y que eso es vivir.
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