Me piden participar en un acto para hablar de los efectos de la separación y divorcio en los hijos. Recuerdo cuantas veces he oído: “yo me separaría si no fuera por los hijos”, “temo que los niños de lo pasen mal”, “no quiero que ellos sufran lo que yo pasé cuando mis padres se separaron, para mi fue un trauma”. También pienso en los padres y madres separados que he visto acusarse mutuamente de lo mal que lo hacen con los hijos comunes, las faltas de puntualidad cuando él o ella vienen a traérselo o a llevárselos, de la dureza con que los tratan o, por el contrario, cómo intentan sobornarlos mediante regalos, los regateos a la hora de pagar los gastos de los hijos. Tengo presente las entrevistas en las que me he sentido presionado para actuar como un juez que da o quita la razón a uno a otro con las pruebas que cada uno aportaba para demostrar la corrección propia y la incorrección ajena.
La separación de la pareja es posiblemente una de las circunstancias más dolorosas a las que se pueden enfrentar las personas. Que el hombre o la mujer en quien se ha depositado tanto amor como para creer que pueda acompañar una vida, proyectar un futuro, gestar una descendencia o compartir una familia, deje de formar parte de nuestra vida afectiva o, aún peor, se transforme en un personaje hostil, es algo insufrible.
Está en la naturaleza de lo humano que alguien así de significativo no sea algo externo, sino que pase a formar parte de nuestra más íntima subjetividad. Perderlo es perder algo que nos construía que nos armaba por dentro. Es un desgarro interior. Tan insoportable que a veces puede producir reacciones desmesuradas e irracionales, según el grado de dependencia que se haya creado entre ellos, de la fragilidad que ha transformado el amor en necesidad o en identidad, al punto de decir, como la canción, Sin ti no soy nada. Pero aunque no se lleguen a situaciones o actuaciones extremas, siempre hay un dolor que persiste en el tiempo y en el recuerdo hasta que toda esa emoción ligada a la persona amada se va desprendiendo de esta y se va depositando en las nuevas cosas y personas que la vida nos va poniendo a nuestro alcance.
¿Y qué ocurre con los hijos? ¿Qué lugar ocupan, o pueden ocupar, en ese cataclismo emocional? Los hijos son el producto del amor de esa pareja. El deseo sexual mutuo les transciende en la gestación de un nuevo ser humano. Nace de ellos y durante un largo tiempo depende, incluso biológicamente, de ellos, pero no les pertenece, es un semejante pero es otro destinado a separarse de ellos y a hacerse distinto. Los hijos se reconocen en los padres, son hijos porque ellos lo han deseado. Han aprendido su lenguaje, su manera de pensar, se encuentran en su amor recíproco se quieren porque los quieren. No solo les han transmitido el ADN, sino su primera identidad: el nombre con el que serán llamados y los apellidos que indica su filiación.
Los hijos han construido su psiquismo sobre el modelo de los padres. Estos no son objetos externos, forman parte de ese psiquismo. Siempre los han vivido juntos, unidos por el deseo y el amor que les han gestado y que han materializado en una familia y en un hogar. El descubrimiento del final de ese amor es un duro golpe al sentimiento de integridad de su mundo. La posibilidad de que los padres no se quieran alteran la seguridad de pertenecer a un proyecto. ¿Qué lugar ocupan en el amor de cada uno de ellos? Los padres no se aman pero, ya ellos, ¿los seguirán queriendo? ¿Qué será de ellos? ¿Con quién vivirán? ¿Dónde vivirán? ¿De qué vivirán? Acuden imágenes de niños traídos a la consulta por los más variados motivos: “tiene miedo”, “no estudia”, “duerme mal”, “come fatal” ,“se pelea en la escuela”, “pega al hermano”, “se hace pis en la cama”, “se pasa el día contestándome…” Críos que esquivan hablar de lo que pasa en casa, unos con un silencio obstinado, otros muestran un desanimo triste, aquellos con un juego enfurecido, estos con dibujos siniestros, algunos directamente entran en el mismo jaleo de acusaciones contra uno u otro progenitor. Pero de una u otra manera todos transmiten que el conflicto entre los padres no les deja indiferentes y que, a poco que uno rasque en la superficie de su persona, aparece el dolor.
Dolor no quiere decir patología, la mayoría de esos niños no están enfermos, simplemente sufren. Sin embargo depende de cómo sea escuchado su dolor puede llegar a producir una patología. Quiero decir a producir un síntoma: Una conducta, un estado subjetivo desagradable, unas ideas extrañas, unas dificultades que aparentemente no tienen nada que ver con la separación de los padres. Que un chico comience a ir mal en la escuela, que no aprenda, que esté enfadado con su amigos o su profesor, que no duerma, que le asalten pensamientos extraños, que tenga “manías” puede parecer ajeno a la situación familiar de la que apenas habla, pero casi siempre es la expresión posible de un dolor silenciado ¿Por qué el silencio?
El amor tiene una vertiente pasional (tan idealizada a veces por la cultura popular). Cuando en una pareja uno se hace la identidad, el motivo de la existencia, la razón para vivir del otro, la ruptura se hace tan insoportable que con facilidad lo que era amor se transforma en odio; la admiración en desprecio; la belleza se hace horror; la generosidad, avaricia. Cada uno puede replegarse en su yo para no ver en el otro ninguna razón, ningún valor, nada que no será interés, egoísmo y ganas de hacer daño. En esas condiciones es difícil pensar en los hijos.
Están demasiado enredados en su propia madeja, y si piensan en ellos lo hacen como objetos, cosas, al servicio de los intereses de cada uno. Los niños pueden servir de munición para su particular guerra. Incapaces de ver mas allá de su punto de mira, no se entera de los daños colaterales que van dejando a su paso. En realidad los hijos dejan de existir como personas con su vida, sentimientos y pensamientos propios para ser meros objetos de su despecho. Pueden ser testigos de cargo, aliados sobornados, cómplices malignos, victimas del abandono según las variaciones emocionales del conflicto entre los padres. La infinita cantidad de decisiones a tomar tras una separación están cargadas con la emotividad del conflicto.
Cada una de ellas se ponen al servicio de las escaramuzas de su batalla. Muchas de ellas conciernen a los hijos: el régimen de estancia con uno u otro de los padres, el pago de los gastos, las actividades extra escolares, las fechas de las vacaciones, la elección o el cambio de colegio, las entrevistas con el tutor, la mayor o menor permisividad, los regalos, las fiestas, la ropa, las enfermedades, etc. y requieren el acuerdo.
Para ello es necesario pensar en los chicos, conocerlos, saber de sus preocupaciones, enterarse de cómo están viviendo la separación, saber cuales son sus inquietudes y temores. Dependiendo de la edad los niños piensan con fantasías. ¿Qué ha podido pasar? Algunas de las fantasías pueden ser mas catastróficas que la realidad. ¿Seremos nosotros culpables? ¿Les hemos hecho enfadar? ¿Papá (o mamá) ya no quiere vivir con nosotros? Los niños también dependiendo de la edad tienden a pensar en términos de buenos y malos. ¿Quién es el bueno, quién es el malo? ¿De parte de quién ponerse? Una vez mas reivindico el hablar de los niños y el hablar con los niños. Mucho mas en momentos de crisis cuando el niño necesita saber qué pasa y qué pasará; cuando necesita de la seguridad y la confianza en que sus padres saben a dónde van y a dónde le llevan.
A veces los padres creen que protegen al niño cuando en realidad se protegen a si mismos para no sentirse culpables. Entonces se tranquilizan pensando que el niño no se entera o engañándolo con falsos viajes de papá o con la enfermedad de la abuela que obliga a la madre a ausentarse. Pero en incontables ocasiones la necesidad de creer que están obrando bien o el interés en la venganza lleva a los progenitores a hacer partícipe al hijo de sus razones para la separación. No dudan en hacerle confidente de la maldad del otro, de su infidelidad, de las cuentas impagadas, o le seducen para que tomen partido por uno u otro. En ocasiones el niño es utilizado como espía o para trasmitir mensajes y reclamaciones entre padres incapaces de hacerlo por sí mismos. Son estas situaciones en las que el niño no solo sufre el dolor del desamor de los padres, sino el daño de un abuso: el de transformarle en una cosa al servicio de ellos.
Cuando los padres tienen incorporado en su interior que los hijos no son una mera prolongación de ellos mismos, sino seres subjetivamente independientes y diferentes; que son otros a quienes tener en cuenta y darles un lugar en el cambio vital que siempre produce una separación, entonces podrán explicarles la decisión que han tomado como padres que ya no desean seguir viviendo juntos; podrán reconocer que la decisión puede dolerles, pero que los han tenido en cuenta para evitar hacerles daño; que aunque algunos de las motivos no pueden explicárselos por pertenecer a su intimidad, han pensado en ellos y que han creído que también para ellos era mejor unos padres separados que unos padres enfadados. Si pueden pensar que para los niños es una situación inquietante e incierta entenderán que necesitan que les tranquilicen con sus explicaciones e informaciones.
Hay contenidos que ocupan en esos momentos sus pensamientos y emociones: cómo van a ser amados por unos padres que ya no se aman, es decir, cómo separar el amor entre aquellos, que parecía el fundamento de su vida en común, del amor hacia los hijos, y como entender que los padres no se separan de ellos. A partir de la separación muchas cosas de su vida cambiarán y a través de ellas irán viviendo la experiencia de esa nueva situación. Si el chico o la chica siente que, a pesar de las diferencias entre los padres esas cosas se van resolviendo; si estas diferencias no le obligan a poner en juego su lealtad hacia uno u otro; si pasada la hostilidad de los primeros tiempos puede establecerse entre ellos algún mínimo diálogo, podrán ir aceptando la situación e incorporarla a su vida cotidiana con sus gestos más o menos incómodos pero no insufribles.
Como la de esa chica, ya adolescente, que durante años había sufrido de ser la mensajera e intermediaria entre unos padres incapaces de hacer sus reclamaciones de manera directa entre ellos. Cada mes había de reclamar a su renuente padre el pago de sus clases de guitarra y de la
terapia. Al final, con el humor irónico que había desarrollado, le decía: “Papá, este mes han sido tres guitarras y cuatro antonios”.
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