En el artículo del pasado reciente, viajamos con Fernando de Magallanes por el estrecho que posibilita el paso del océano Atlántico al Pacifico. Tras el descubrimiento, abandona la Patagonia Chilena y se dirige hacia las islas de las Especias en la otra punta del mundo. Me siento fatal por haberle dejado plantado y no continuar con él en su viaje hacia oriente. Anclado en Punta Arenas, vi como la Nao Victoria zarpaba con tan insigne navegante a bordo, doblaba el Morro de Santa Águeda hacia la bahía de las Sardinas y desaparecía con el estrecho tatuado en su nombre. Mi reprochable conducta hacia la persona que debo admiración y respecto me quitó el sueño y, como las flores en primavera, los sentimientos de culpa afloraron en los campos de mi cerebro.
Nunca es tarde para corregir deslices y consciente de mi despiste, decidí embarcar en mi goleta virtual y seguir la estela que su navío iba dejando sobre el inmenso Pacífico. Fue algo así, como seguir las migas de pan que dejó Pulgarcito. Así pues, reemprendí el camino con el propósito de alcanzar la popa de la Nao Victoria para que mis ojos viesen lo que sus ojos vieron.
Llegamos al archipiélago de Indonesia formado por más de diez mil islas entre las que se encuentran las de las Especias. En tal laberinto es fácil perderse y es allí donde se produjo un cambio rotundo en cuanto a la cuestión de compartir espacio, tiempo, realidad y virtualidad. Él, Magallanes, desembarcó en 1521 en la isla de Mactán y murió a manos de los indígenas; Juan Sebastián El Cano, consiguió regresar al puerto de San Lucas de Barrameda en Cádiz en 1522, con 18 tripulantes de los 239 que partieron y una nave de las cinco botadas, después de que mi pariente portugués, Jorge de Meneses, les pusiera de patitas en el agua; y yo, en 2010, desembarcaba en Makassar, en la isla de Sulawesi, sin ningún suceso digno de destacar, salvo que la emoción rezumaba por todos los poros de mi cuerpo.
La isla de Sulawesi se encuentra en el archipiélago de las islas Molucas, también llamadas de las Especias. Fueron, durante más de cincuenta años, el confín del imperio español y de otros europeos con los que más que confraternizar nos dimos de leches hasta que, una vez más, pusimos los pies en polvorosa. Todos ansiaban el famoso “clavo” y se le llama así, además de por tener forma de clavo, porque has dado en el clavo si tienes dolor de cabeza, gripe, fiebre u otros males o si precisas aromatizar la comida. Si a Mali se iba por oro, a las Molucas era el “clavo” lo que atraía moscas y moscardones. Por si no fuera suficiente, la nuez moscada fue otro de los productos por los que navegantes intrépidos cruzaron los océanos. Y es que, al igual que el “clavo”, la nuez moscada era un ingrediente de primera tanto para la gastronomía como para la elaboración de productos farmacéuticos capaces de curar todos los males.
A mí, lo que me llevó a la isla de Sulawesi, además de mi enfermiza pasión por viajar, fue la cultura de los torajas para los que la muerte no es el final del camino. En cualquier parte del mundo con la muerte se acaba todo, pero no en Tana Toraja. Los vivos conviven con los muertos como si estuvieran vivos, es decir, que siguen viviendo después de muertos…, que mueren en parte, pero no del todo…, como si uno muriera poco a poco o muriera solo un poquito… En fin, que para aclarar esta cuestión trascendental que me quitaba el sueño, pero no se lo llevaba, volé a Yakarta y desde allí a Makassar, capital de la isla de Sulawesi y, sin dilación, cogí un autobús por 8 euros y diez horas que me llevó hasta Rantepao, localidad de referencia a unos cuatrocientos kilómetros y desde donde puedes empezar a visitar la región de Tana Toraja. Tras dejar el litoral del estrecho de Makassar atrás y la localidad pesquera de Parepare, la carretera asciende en paralelo entre los ríos Sadang y Sugai Mata Allo. Las curvas se suceden y desde algunas de ellas puedes ver las cumbres del Latimojong (3.478 m.) y del Ratekombola (3.070 m.), así como el resto de las montañas que conforman un paisaje que contrasta fuertemente con las paradisíacas y frecuentadas playas de la isla.
A lo largo del recorrido atraviesas pequeñas aldeas, algunas casas se encuentran a pie de carretera y el alguna de ellas se ofrecen comestibles y en otras, figuritas de madera y otros abalorios relacionados con sus tradiciones sobre la muerte elaborados por artesanos locales para los turistas. Según vamos adentrándonos en las montañas la vegetación tropical aumenta hasta convertirse en selvas, algunas de ellas inexploradas. Desde la distancia, todos los verdes se funden en uno solo pero al acercarte encuentras palmeras, cañas de bambú de todos los tamaños, higueras, el árbol de teca, del mango y plataneros entre otros.
En el tortuoso camino hacia Rantepao van quedando atrás poblados como el de Kalosi, Minanga, Makale y entre ellos, además de las selvas inhóspitas, capos de arroz en llanuras y en terrazas que conforman un entorno extraordinario en el interior de la isla de Sulawesi: la verde, la húmeda, la rural, la que mantiene vivas tradiciones ancestrales en un hábitat en el que el hombre vive en armonía con la naturaleza. No te cansas de sacar la cámara fotográfica y de disparar, de traspasar a la memoria sim lo que estás viendo y sintiendo porque sabes que más allá del tiempo en que lo vives y la distancia que te separa volverás a ver y sentir, una y mil veces, todas esas cosas maravillosas que aromatizan la vida y la hacen gustosa.
Con las fotos y video que acompañó uno puede valorar lo que escribo y, hasta si le da rienda suelta a su imaginación, viajar a través de las imágenes y construir la propia experiencia personal sobre lo visto, lo sentido y lo leído. Probablemente, si cogiésemos un lienzo, la paleta de colores y el pincel, podríamos interiorizar con cada una de las pinceladas lo que observamos, lo que sentimos y, sin duda, lo haríamos nuestro. Solo los verdes con sus diferentes matices colmarían todos los anhelos junto con las montañas que dan profundidad al cuadro o las nubes avisando lluvia. ¡Bendita lluvia!, comentan en la modesta casa a pie de campos y trabajo, la esperaban, y ella no les falla y viene a visitarlos con precisión matemática desde octubre a abril. Así están los campos, subiéndose por las paredes y mostrando con orgullo cuan generosa es la naturaleza.
Sobre la mesa del hogar arroz a todas horas, pero qué arroces, desde el nasi putih, blanco a palo seco, el amarillo con cúrcuma y leche de coco, hasta el lontong envuelto y cocido en hojas de plátano o el lemang en bambú y a la brasa, pasando por el arroz frito, con pollo, con huevo… ah, y por supuesto especiados con clavo, nuez moscada o con vete tú a saber. El arroz siempre esta presente en el centro de la mesa para todos, pero no está solo, le acompañan un cuenco de sopa, de verdura, de carne o de pescado porque su dieta consiste en comer un poco de todo tanto en el desayuno como en la comida y la cena. Por encima de todo se cuidan para el trabajo y quizás también, porque para ellos el viaje es muy largo tanto el de la vida como el de más allá de ella.
Y tras comer, vuelta al campo, a los arrozales o al cuidado de los animales de granja como las gallinas, búfalos de agua, cerdos… algunos de ellos, reservados para los banquetes que se ofrecen en las ceremonias funerarias únicas en todo el mundo y de las que, dada la singularidad y amplitud del tema hablaremos en el próximo artículo. Pero si para los torajas hay vida después de la muerte, también la hay después del trabajo. La familia es la base de su cultura y para fortalecerla suelen casarse con sus primos, eso sí, a partir de la tercera generación. Los niños, van a las modestas escuelas rurales donde aprenden, además de lo que aprenden todos los niños del mundo, a respetar su cultura y sus tradiciones. Hoy, podemos acercarnos a ellas gracias a ello, porque generación tras generación han mantenido vivos, no solo a los muertos, sino todo aquello que aprendieron de sus ancestros.
En nuestra cultura occidental las tradiciones y costumbres van cayendo por su propio peso, contra más años tienen más delgadas se vuelven y más fácil de pasar por el desagüe, de transformarse en residuos y perderse en los océanos. No insinúo que haya que comulgar con todas y cada una de ellas, pero sí deberían ponerse en valor, respetarlas, conservarlas porque probablemente nuestros descendientes y nosotros mismos aprenderíamos algo de ellas.
Cuenta la leyenda que los primeros pobladores llegaron en barcas desde el sudeste asiático, probablemente de Camboya, hace alrededor de cinco mil años. Un temporal dañó las embarcaciones y dada la imposibilidad de seguir navegando, se asentaron en la isla y utilizaron la madera de estas para construir sus casas. Las llamaron “tongkonan”, lugar para sentarse o descansar y les dieron forma de barco dispuesto a volver la mar. Pero no lo hicieron, echaron raíces y convirtieron aquel tipo de habitáculo en la casa tradicional de los torajas. Bajo su espectacular tejado se guardan los objetos más valiosos de la familia. Debajo de él se encuentra el habitáculo en el que duermen, suele ser pequeño y sin ventanas. La planta baja, sin paredes, es la más utilizada durante el día y se sostiene por pilares que la distancian del suelo y la salvaguardan de las inundaciones.
Normalmente las construyen los miembros de la familia, las hay de todos los tamaños y tanto su dimensión como su ornamentación dependen del nivel económico de las mismas. Los intereses familiares quedan tallados en la madera, expresados con la combinación de tablas y con formas geométricas de diferentes tamaños. La cornamenta de los búfalos se apila en las columnas como si se tratase de un árbol genealógico y de distinción social. Las tongkonan, son los libros de familia donde se explica el pasado, se habla del presente y se orienta hacia el futuro.
El conocimiento de los entornos y de las personas, la multiculturalidad, el respeto, la comprensión y la compasión son la base para un desarrollo sostenible. Somos diversos, diferentes y nuestra humanidad no reside en el color de la piel, en la pureza de la sangre o de la raza, habita en nuestra conciencia, en lo que sentimos y pensamos acorde a nuestras creencias. Todas son respetables y todos los ambientes y seres de la naturaleza, vivos o muertos, han de ser respetados como hacen los torajas porque para eso estamos en este mundo, para respetar, para dar, recibir y dejar a nuestros descendientes un mundo mejor que el que a nosotros nos dejaron.
Anclados en el deterioro del medio ambiente, en el odio y la confrontación como hace esta comunidad humana nuestra que tanto glorificamos, no llegaremos bien al final del camino. Uno se sorprende ante un hecho histórico como la Guerra de los Cien Años, cuando lo que deberíamos sorprendernos es de que no ha habido un solo día que hayamos vivido sin conflictos, sin el deseo de aniquilar al contrario: Afganistan, Myanmar, Siria, México, Venezuela, Ucrania… y son solo los recientes.
La filosofía de los torajas no se basa en la envidia, la confrontación o en “el muerto al hoyo y el vivo al bollo” que nosotros practicamos con tanto ingenio y audacia. Para ellos, el “muerto” sigue vivo porque quieren que siga entre ellos y en cuanto al “bollo”, sea grande o pequeño, sea durante la vida o después de ella, está presente en el centro de la mesa para goce y disfrute de todos o de ninguno.
En “La muerte no es el final del camino”, segunda parte, escribiré sobre todo aquello que acontece por estas tierras en las que la vida y la muerte conviven en armonía como las estrofas de una canción. Si en esta primera parte he escrito sobre la vida, en la segunda, lo haré sobre la muerte. En ninguna otra parte del mundo se practican ceremonias funerarias y rituales como en Tana Toraja. Fieles al legado cultural de sus ancestros mantienen vivas, miles de años después, sus tradiciones basadas en sus principios religiosos animistas y sincréticos. La mayoría de los torajas son cristianos, como Cesáreo Gabarain, sacerdote y compositor vasco (1936-1991), que con su canción viene a decirnos lo mismo. Él, lo canta, los torajas lo practican.
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