Atrapado en el azul de los artículos anteriores, uno sobre el glaciar Perito Moreno (link) y otro sobre las aguas turquesas de Zanzíbar (link), llamó a mi puerta el Mediterráneo y se la abrí, “quizás, porque mi niñez sigue jugando en su playa…” o por lo de los “cien pueblos Algeciras a Estambul” (Joan Manel Serrat). Con la idea de navegar entre los azules, el del cielo y el del Mediterráneo, me monté en la Dolorosa, la llamé así por su vestido negro y por el dolor causado, y pusimos rumbo a Azerbaiyán con el mismo arrojo que un kamicaze. Demasiado arrojo puso a la Dolorosa en rojo y, tras tres “acipurrios” y sin que funcionasen los arrumacos, me compadecí de ella y, atendiendo a sus súplicas y a una clara señal divina, puse punto final en Estambul. Hoy, después de las horas y horas que pasamos juntos, la llamo Lola, por aquello de que por lo vivido y lo servido nunca la dejaré sola.
Hay más formas de viajar que tablillas tiene un abanico y lo de hacerlo a tu aire, pararte donde te apetezca y ver lo que te interese o se tercie, es algo a tener en cuenta. Si lo hacemos en moto añadimos un plus, ya que tienes información directa y fidedigna de la situación climatológica: el viento, el agua, la temperatura, la humedad y hasta la presión se convierten en compañeros inseparables que, junto con la Dolorosa y demás artilugios conforman un pequeño-gran mundo en el que el viajero siente que transita bajo un cielo azul del que cuelgan, además de las estrellas, todas las maravillas de este mundo, las de la UNESCO o las que no están en ninguna lista y que el viajero va a descubrir. Tras esta breve introducción, convenientes como las galanterías antes de la jodienda, les invito a subirse al asiento trasero, abrazarse a mi cintura y a perdernos, porque como dice el proverbio, perderse también forma parte del viaje.
Atravesar la pancarta sostenida por sonrisas le pone a uno en condiciones de dar el siguiente paso, el que certifica que no es un sueño sino la confirmación de un anhelo. Así empiezan los viajes y, sobre el que escribo ese primer paso se dio en Sort, un pequeño pueblo de los Pirineos, en el Pallars Sobirá, donde los pájaros cantan, el viento levanta las faldas y los chismorreos viajan de boca en boca porque sí o porque te toca. Por delante, más de seis mil kilómetros por tierras y mares con destino a Azerbaiyán, un país frontera entre Europa y Asia junto al mar Caspio y la cordillera del Gran Cáucaso. Por allí pasaban las caravanas que viajaban hacia oriente y también los tanques rusos que permanecieron más de setenta años y que convirtieron al país en una de las quince repúblicas socialistas soviéticas. Hoy, todas son países independientes, aunque a muchas de ellas el “karateca Putin” les hincaría de nuevo su diente de oro.
La Dolorosa, una Vespa PK 125, se había comprometido en cargar, además de conmigo, con un bidón de gasolina de diez litros a proa y a popa, con las cuatro cosas que caben en un petate. Un par de banderas, a babor y estribor, anunciaban con su aleteo la presencia de “cuerpo frágil a bordo”. Montañas abajo, siguiendo el curso del río Noguera Pallaresa, el primer objetivo era encomendarnos a la Moreneta en las montañas de Montserrat para, ungidos por su gracia, echarnos a la mar. Eso hicimos en el puerto de Barcelona tras recorrer casi 300 km por carreteras comarcales con paradas de refresco en unas ocho horas, sabiendo que Grimaldi nos esperaba para atravesar el Mediterráneo y llevarnos hasta Porto Torres en la isla de Cerdeña. Allí, en su puerto, nos esperaba la Torre Aragonesa, la basílica de San Calvino, las playas de Pelosa, de Balai… Cerdeña es para quedarse por lo menos una semana, pero consciente de que solo estábamos de paso, nos echamos a la mar y a la noche que acuna al sol en las aguas del horizonte.
Al puerto de Civitavecchia, construido por el emperador Trajano, llegan hoy la mayoría de ferrys y desde allí, tras una visita corta a Forte Michelangelo, nos dirigimos a la Ciudad Eterna, Roma, donde el tiempo se detiene y el que dispone de pocas horas, ha de centrar la visita en cuatro lugares esenciales, por ejemplo: el Coliseo, también llamado Anfiteatro Flavio, donde la sangre corrió ante miles de ojos; el Panteón, la iglesia en la que vivían todos los dioses del Olimpo; la Fontana di Trevi, la fuente más famosa del mundo; o el país más pequeño de Europa, el Vaticano, en donde solo reside el cabeza visible del Dios de los católicos. ¡Que Roma me perdone por plantarla tan rápido! Impacientes la Dolorosa y yo por cumplir con lo planeado, pusimos rumbo al sur, hacia Nápoles por carreteras secundarias debido a la prohibición de circular por autopistas, norma que estoy en desacuerdo porque la Dolorosa, aunque solo tenga dos cilindros los tiene bien puestos.
«Me hubiera gustado quedarme», es un pensamiento que florecía cada vez que hacíamos un alto en el camino y no porque estuviésemos cansados, que lo estábamos, sino por la cantidad de lugares interesantes que encontrábamos tras cada curva de la carretera. Uno de esos lugares antes de llegar a Nápoles fue la localidad de Santa María de Capua, en la que se encuentra el segundo anfiteatro más grande después del de Roma donde el mejor gladiador de la historia, Espartaco, se batió en la arena, se levantó contra el imperio y acabó crucificado, eso cuenta la historia y la película Stanley Kubrick protagonizada por Kirk Duglas, el del hoyuelo en el mentón. ¿Quién no ha visto esa película? Y, habiéndola visto ¿quién pasaría de largo sin echar un vistazo al Anfiteatro Campano y al Museo dei Gladiatori a tan solo 30 km de Nápoles.
A lomos de la Dolorosa entramos en la ciudad de Nápoles, la del barrio de los Españoles o de Scampia donde la camorra todavía impone su ley, pero la ciudad ofrece mucho más: la catedral y las catacumbas de San Genaro, la Piazza del Plebiscito, el volcán Vesubio, la costa Amalfitana, las famosas islas de Capri y Ischia, o la estrecha y concurrida calle de Spaccanapoli llena de tenderetes, de pequeños restaurantes donde tomarte la famosa pizza napolitana. Pero el tiempo corre que vuela y sin poder evitarlo la mirada se centra en buscar el próximo destino en el mapa que viaja sobre el bidón de gasolina: Brindisi, a unos 400 km, si la Dolorosa no se espatarra atravesando la Cordillera de los Apeninos, de donde partió Marco con su mono Amedio rumbo a las Américas.
Brindisi se encuentra a orillas del Adriático, en el tacón de la “bota” italiana, al final de la Vía Apia y la Trajana que llegaba desde Roma. Muchas expediciones partían desde allí hacia Tierra Santa y hacia Oriente. También pasaron los Templarios, los viajeros de Julio Verne en su novela “La vuelta al mundo en ochenta días” y como no podía ser de otra manera, la Dolorosa y su jinete. Qué mejor lugar de partida para continuar el viaje hacia Grecia que Brindisi, pero antes, había que acercarse a la Piazza del Duomo y entrar en la Catedral para renovar la Itv de la espiritualidad; ver el Pórtico de los Templarios, la Logia Balsamo, el Castillo Alfonsino o los bastiones de Carlos V y San Giacomo. Al atardecer, Grimaldi nos esperaba en el puerto para atravesar el Adriático con destino a Patras, en la península del Peloponeso, considerada la “puerta oeste” de entrada a Grecia.
Pusimos los pies y las ruedas en Patras, una de las ciudades más importantes de Grecia, a primera hora de la mañana y, frescos como una rosa, fuimos a echarle un vistazo a la ciudad antigua sobre el monte Panachaicon, a la famosa Catedral de Agios Andreas, al Castillo de Patras y al Anfiteatro Roman Odeon… Al no poder asistir al famoso Carnaval de Patras que se celebra en el mes de febrero y al que acude, como al de Rio de Janeiro o al de Venecia, gente de todo el mundo optamos, una vez más, por darle alegría al cuerpo en las turquesas aguas del golfo de Corinto, en una de las numerosas playas que hay junto a la carretera en dirección al istmo de Corinto, el que une la península del Peloponeso con la Grecia continental y a tan solo 80 km de Atenas, la capital.
Consciente de que la Dolorosa se merecía un descanso, aproveché para visitar la ciudad y algunos de los lugares que la convierten en la cuna de la civilización occidental: la Acrópolis o la ciudad alta, asentada con majestuosidad sobre el monte Licabeto, donde se encuentra el Partenón, el templo de Atenea, el Erecteion, el teatro de Dionisio, el anfiteatro de Herodes Ático… Como no podía ser de otra manera, en 1987 la Acrópolis fue declarada Patrimonio de la Humanidad. A sus pies, se encuentra la ciudad y sus antiguos barrios como el de Plaka, el más antiguo de la ciudad, o el de Monastiraki con sus estrechas y laberínticas calles llenas de pequeños comercios y restaurantes en los que degustar la típica brocheta souvlaki, las empanadillas spanakotiropites o las keftedes, albóndigas fritas con orégano y hojas de menta. Como no solo de pan vive el hombre, en estos y otros escenarios, los filósofos griegos cocinaros otras delicias, como la de Sófocles, «No hay ningún dolor como una larga vida» Todavía se le sigue hincando el diente a estas y otras muchas reflexiones de los clásicos griegos.
Satisfecho con lo servido y recuperada la Dolorosa, partimos del puerto del Pireo al anochecer. Durante muchos años fue el más importante del Mediterráneo y estoy convencido de que Zorba el Griego bailó sobre el embarcadero alguna vez el sirtaki, aunque probablemente también lo hizo en el puerto de Agio Kirikos, en la isla de Ikaria, o en el Samos, en los que desembarcamos cuando nos dirigíamos por el mar Egeo hacia Camikebir al sur de Esmirna, en Turquía. A “tomar viento a la farola” envié al de la taquilla del ferry cuando me dijo que yo sí podía embarcar pero que la Dolorosa no, sin percatarse de que más que una moto era una compañera de viaje. Como “no hay mal que por bien no venga” disfrutamos un día más de Samos y aprovechamos para trazar una nueva ruta: Isla de Lemnos, Tesalónica, Alexandrópolis, atravesar el río Maritsa en la frontera turca y dirigirnos a Estambul.
En Lemnos, parada y fonda en su capital Myrina y, tras una breve visita a la milenaria localidad y su castillo bizantino, nos lanzamos a corazón abierto en una de las numerosas e idílicas playas de aguas cristalinas. Fortalecidos por las aguas del Egeo, partimos una vez más. Tesalónica se encuentra en la región de Macedonia y fue bautizada con ese nombre por el rey Filipo II para conmemorar la victoria en la sangrienta batalla de Tesalia. En un viaje de estas características debes de priorizar si quieres llegar a destino. Sabía que Tesalónica era una ciudad llena de atractivos que requería por lo menos la estancia de una semana. Solo disponíamos de un día, por lo que no tuvimos más remedio que escoger. Tras desembarcar en el puerto, el más grande del mar Egeo, le pedí a la Dolorosa que me llevase a Torre Blanca, el lugar más popular de la ciudad construida por Solimán el Magnífico como defensa y hoy sede de un museo bizantino. Tras la torre, el Ágora Romana, el Arco y la Rotonda de Galerio. Un refresco en la enorme y animada Plaza de Aristóteles que desemboca en el mar puso fin a nuestra estancia en esta histórica ciudad y sin darle más vueltas nos lanzamos a la carretera hacia Alexandrópolis.
Ansioso por llegar a Turquía, aparcamos junto al popular Faro de Alexandrópolis y, tras un tente en pie para mí y un respiro para ella, partimos hacia la frontera turca. En un par de horas nos encontramos atravesando el río Maritza, frontera entre Grecia y Turquía. Emocionado, abrazo y beso a la Dolorosa y al soldado apostado en la línea donde ondean dos flamantes banderas. En ese escenario, con más de 2.000 km recorridos en 19 días y los que me quedan de vuelta a casa, el objetivo de llegar a Azerbaiyán se desvanece, mejor dicho, cae en picado de la pirámide Maslow y Jesús, al que tanto gustaba el Mediterráneo, me dice desde los azules del cielo: «el viaje está llegando a su fin, Pepe». Tras descansar en la pequeña localidad de Tekirdag en la costa turca del mar de Mármara, al día siguiente, frescos como una rosa, recorremos los 90 km que quedan para llegar a Estambul.
Atravesamos el estrecho de Bósforo, frontera entre Europa y Asia, entramos en Estambul con el mismo ímpetu que en mi novela “Caballos de Viento” pero sin piruetas, mientras Serrat susurraba en mis oídos «…de Algeciras a Estambul para que pintes de azul…» La ciudad de Estambul se merece más de cuatro líneas, como mínimo un artículo entero, pero no siendo el propósito en este momento, me limitaré a nombrar algunos de los lugares que visité mientras ponían a punto los bajos de la Dolorosa para poder regresar a casa. Imprescindibles son la basílica de Santa Sofía y la Mezquita Azul, el Palacio Topkapi y el Gran Bazar, una combinación de calles y pasillos cubiertos que le convierten en uno de los más grandes del mundo. Y, para finalizar, no vuelvas sin deleitarte con la equilibrada comida turca fruto de las influencias orientales y occidentales, sus típicas bebidas o sus tradicionales postres.
Queridos lectores, son numerosos los comentarios y las fotografías que no he podido incorporar en este nuevo artículo. Me hubiera gustado documentar mejor y con más detalle este viaje y también esta forma de viajar. Aquellos que se subieron al asiento trasero de la Dolorosa lo saben y, para los que no pudieron hacerlo, espero que el video que acompaño complete, en alguna medida, lo aportado. Como escribió el poeta griego Constantino Cavafis en su obra Ítaca, «lo importante no es el destino, sino el camino».
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