Madrid en el siglo XVII: calles de tierra, viviendas sórdidas y mucha pobreza

El catedrático José Deleito, experto en el reinado de Felipe IV, describe en “Sólo Madrid es Corte” cómo era la capital de España durante el penúltimo de los Austrias españoles

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Libros.Sólo Madrid es Corte (1)

 

Se atribuye a Azorín la calificación de Madrid como “poblachón manchego”, aunque también se le achaca a Umbral haber utilizado posteriormente semejante calificativo que es, a todas luces, inexacto: porque ni fue nunca poblachón, sino villa, ni es manchego, sino castellano. Lo que sí es cierto es que en tiempos de Felipe IV tenía un aspecto harto diferente según José Deleito Peñuela, catedrático que fue de la Universidad de Valencia y especialista en el reinado del monarca adjetivado el Grande y autor de “Sólo Madrid es Corte. La capital de dos mundos bajo Felipe IV” (Renacimiento) Y subrayamos lo de relativamente porque, según Deleito, los historiadores no se ponen de acuerdo y unos dicen que por aquel entonces tenía 70.000 y otros 300.000 habitantes.

Sea como fuere, el Madrid del siglo XVII ofrecía un aspecto bastante modesto en comparación con el de otras Cortes europeas. “Era ahogado y mezquino, su aspecto interior tenía poco de cómodo o grandioso, ni siquiera agradable”. Las viviendas ofrecían un aspecto sórdido y poco sólido -salvo las mansiones señoriales- con aberturas estrechas en sus fachadas y carecían de excusado, de modo que las necesidades se hacían en vasijas cuyo contenido, al igual que las basuras, era luego lanzado a la vía pública al grito de «¡Agua va!». Ello hacía que las calles, pocas de las cuales estaban empedradas y las demás eran de tierra, permaneciesen llenas de desperdicios, lo que dio a Madrid la fama de ser la “capital más sucia de Europa”. Además quedaban muy oscuras en cuanto se ponía el sol, por lo que había que circular con antorchas.

El Madrid de los Austrias, que Deleito describe como “un inmenso convento” por la cantidad de edificios religiosos (una tercera parte del total) tenía su centro en la plaza Mayor, “el corazón de la villa” que “destacaba por su amplitud, hermosura y señorío”, por lo que en ella se desarrollaba “la vida entera de la Corte”. La calle Mayor -mucho más corta que la actual y cuyos tramos tenían diferente nombre- era la principal arteria y se caracterizaba por su vitalidad mercantil, cortesana y amatoria.”. En cambio, la Puerta de Sol era un punto periférico y la calle de la Montera un “sitio de tránsito predilecto de perdonavidas, miserables hampones, caballeros del milagro o simples amigos de aventuras”, mientras que la de Alcalá se distinguía por su carácter “señorial y monástico” y el Prado, dividido también en varios tramos, era el “epicentro de exhibición para los elegantes de la Corte”.

Deleito describe asimismo cómo se vivía en aquel espacio urbano, cuál era su régimen municipal, que comían y bebían los madrileños, en que oficios trabajaban, cómo se asociaban gremialmente, o la forma en que se desarrollaba su vida cotidiana:

“Apenas alboreaba el día, comenzaba la animación en las calles. Repicaban innúmeras campanas de iglesias y monasterios. Recorrían las calles y plazas aguadores, caldereros, afiladores, buhoneros, que pregonaban a grito pelado toda clase de baratijas; mendigos, que, rezando, cantando y exhibiendo llagas reales o fingidas, trataban de atraer la conmiseración; vagos profesionales, que escupían por el colmillo, fantaseaban hazañas bélicas en Flandes y alquilaban su tizona para cualquier fechoría; esportilleros, que se empleaban en conducir bultos o mensajes; lacayos y mozuelas de toda catadura. Pasaban en sendos pollinos frailes y más frailes de distintos hábitos y órdenes, pues su abundancia era inagotable. Iban en mulas con gualdrapas los barbados doctores, en carroza los consejeros y magistrados, a pie los simples covachuelistas o menestrales: pero todos comenzaban su tarea a las siete en verano o a las ocho en invierno”.

Dicho todo lo cual, sentencia que “Madrid no justificaba sus fueros de capital de la más alta y poderosa monarquía de la época, ni los hiperbólicos elogios de los cronistas cortesanos”.

 

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