Exceso de Historia

Lluís Rabell

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Foto: Europa Press

 

¿Cómo nombrar al martirio que está sufriendo Gaza? ¿Hay que recurrir al derecho internacional para designar la matanza indiscriminada de civiles, las destrucciones sistemáticas o el desplazamiento forzoso de cientos de miles de personas? Más allá del rigor o la emoción que impregnen las palabras, quienes de verdad quieran trabajar, no sólo en favor de un alto el fuego inmediato, sino de una perspectiva de paz en el Próximo Oriente, deberán tratar de entender las razones de la tragedia.

 

La acción devastadora del ejército israelí no es una venganza ciega tras la cruenta incursión de Hamás del pasado 7 de octubre. La destrucción sistemática de infraestructuras, viviendas, hospitales, mezquitas y escuelas – conllevando la muerte de millares de seres indefensos – responde a una doctrina militar, establecida por Israel a partir de la guerra del Líbano de 2006. Es la llamada “doctrina Dahiya”, del nombre del barrio chiita de Beirut arrasado por la aviación israelí. Consiste en considerar que, en el enfrentamiento de un ejército convencional con una milicia o una guerrilla como la de Hezbollah, la población a partir de la que ésta opera debe ser castigada “de manera desproporcionada”. Se trata de transmitir el mensaje de que cualquier ataque contra Israel será respondido con un diluvio de fuego, con la pretensión de que la población, sometida a tan brutal castigo, se revuelva contra quienes tomaron las armas. El general en la reserva Gadi Eizenkot, hoy incorporado al directorio militar que conduce las operaciones en Gaza, es el padre de dicha doctrina, aplicada con un rigor inusitado ante los ojos atónitos del mundo.

 

Por supuesto, es más que dudoso que semejante barbaridad logre los resultados que dice perseguir. Una reciente encuesta indica que, tras el inicio de la ofensiva en Gaza y su cortejo de horrores, el apoyo a Hamás en los territorios ocupados ha subido hasta el 70%. Por muchas bajas que Tsahal le inflija, Hamás no será eliminado de este modo. Lo que se perfila es más bien otro objetivo – u otros objetivos – por parte de la derecha y la extrema derecha que gobiernan Israel: una suerte de “segunda Nakba”, que los más extremistas querrían definitiva. Los planes todavía parecen confusos. Probablemente, Netanyahu pretenda comprimir a la población gazatí al sur de la Franja – a falta de poder expulsarla en masa a Egipto -, reservándose el control de una amplia zona de seguridad. (Al cabo, una manera de acrecentar el sufrimiento del pueblo palestino, sumiéndolo en la desesperanza, preludio de nuevos episodios de violencia). Pero no faltan tampoco los movimientos de colonos mesiánicos que sueñan con “repoblar” Gaza, al tiempo que aprovechan el fragor de la contienda para seguir expandiéndose en Cisjordania. El sueño del “Gran Israel”, en definitiva.

 

Sin embargo, uno de los hechos más llamativos para la opinión pública mundial es la ausencia de contestación a esta campaña militar por parte de la sociedad israelí, como sí la hubo en guerras anteriores. Netanyahu es ampliamente contestado por muchas razones – sus casos de corrupción, su deriva iliberal, su imprevisión del 7-O… Es muy posible que no sobreviva al final de la guerra. Y quizá por eso está intentando extenderla al sur del Líbano. Pero, como dice el periodista de Haaretz Gedeón Levy“esta es la primera guerra unánime de Israel”. Ni siquiera desde la izquierda, de modo significativo, se cuestiona su legitimidad. Es cierto que, ni la prensa, ni la televisión israelí muestran las imágenes sobrecogedoras que día tras día llegan hasta nosotros. Aunque los periodistas israelís no pueden acceder a la Franja, en realidad, esas imágenes no se exhiben porque no se quiere hacerlo, ni nadie desea verlas tampoco. Y ahí hay algo más profundo que la oleada de patriotismo que sucede al inicio de cualquier guerra, algo más que el resultado de una atmósfera caldeada por los acontecimientos.

 

El 7-O activó resortes muy poderosos en el seno de la sociedad israelí. Sacó a flote el congénito miedo existencial de Israel. Por primera vez, se producía una masacre en su territorio. La comparación con el impacto causado por los atentados del 11-S en Estados Unidos se queda corta ante la conmoción provocada por el ataque de Hamás: de pronto, aparece que el “Estado refugio” ya no es tal, no hay lugar seguro en el mundo para los judíos. La memoria secular de todas las persecuciones y de la propia Shoah reverbera en un temor cerval que impele a una acción desmedida. Sobre esa desazón, actúa ahora el pósito envenenado de décadas de ocupación – con la consiguiente corrupción de los valores democráticos argüidos por Israel, la progresiva deshumanización de la población palestina y el crecimiento exponencial de las corrientes abiertamente supremacistas que conforman el amplio abanico de la extrema derecha sionista e integrista. Desde la lejanía, la evocación bíblica de las guerras hebreas contra la tribu de los amalecitas, condenados al exterminio, puede parecer delirante. Pero lo cierto es que pulsa un resorte muy íntimo: esta es una lucha por la supervivencia que el mundo no puede entender. Para que Israel prevalezca, Amalek debe morir. Todo está justificado en semejante combate vital. Esa es la pendiente por la que la sociedad israelí se desliza hacia el desastre. Porque no es posible borrar al pueblo palestino de la faz de la tierra. Y no habrá paz ni seguridad para Israel si no hay esperanza para Palestina.

 

Shlomo Ben Ami, evocando los años del fracasado proceso de paz iniciado con los Acuerdos de Oslo, dice que judíos y palestinos tienen a sus espaldas un “exceso de Historia”. Una historia compleja y secular, que sigue pesando en los comportamientos – y que a veces es retorcida y manipulada. El proyecto sionista, como señalan algunos críticos del Estado de Israel, supuso una ruptura con la corriente universalista que tanta fuerza adquirió en el mundo judío a partir de la Ilustración y de la Gran Revolución francesa. De hecho, el organizado movimiento obrero judío de Europa Oriental y Central siempre se declaró mayoritariamente opuesto a la colonización de Palestina, partidario como era de una autonomía cultural en el marco de sociedades democráticas e igualitarias. Sin embargo, esas corrientes fueron barridas de la escena de la historia por el exterminio nazi y el nefasto papel del estalinismo. Israel nació, a la vez, marcado por el pecado original de la Nakba y la aureola de una “hogar nacional judío”. Esa contradicción ha marcado el devenir de Israel, al tiempo que se convertía en una pieza de la geopolítica de las grandes potencias. No hay que subestimar, por otro lado, el vínculo entre el ejército y la sociedad israelí. Sin ir más lejos, el propio hijo del general Gadi Eizenkot, reservista como tantos cientos de miles de hombres y mujeres, moría estos días en combate en Gaza. Incluso en su versión más repulsiva, bajo las órdenes de un Estado Mayor capaz de asolar la franja sin contemplaciones, Israel conserva los rasgos de “un pueblo en armas”. Conviene no olvidarlo.

 

El movimiento nacional palestino siempre ha tendido a ver a Israel como una entidad artificiosa, una construcción meramente colonial llamada a desaparecer. Lo cierto, sin embargo, es que, a pesar de esa injusticia congénita, desde 1948 se ha generado una realidad nacional, sin duda repleta de grandes contradicciones, pero insoslayable. Por su parte, Israel, cuyos padres fundadores adolecían de una visión “orientalista”, tampoco ha medido el peso de la historia que hay detrás de Palestina. Los palestinos serían, en cierto modo, un pueblo sin historia. Entre los detalles que evoca Shlomo Ben Ami en su libro (“Profetas sin honor”) acerca de las negociaciones con Arafat, hay uno muy significativo: la importancia de Jerusalén, de su capitalidad, en las aspiraciones palestinas, muy por encima de otras reivindicaciones territoriales. El valor simbólico de Jerusalén para millones de musulmanes es inmenso y Palestina es la custodia de la ciudad santa del islam. Los ritmos y desarrollos históricos no han sido los mismos en Europa que en Oriente. En Europa y en América, desde la Ilustración, el tiempo ha tenido una aceleración que no vivió el mundo árabe. Conviene releer “Las cruzadas vistas por los árabes” del escritor libanés Amin Maalouf, para entender que, en el subconsciente del mundo árabe, Israel es percibido como un nuevo “Estado cruzado”. Un Estado judío causaba tanta más perplejidad cuanto que las comunidades hebreas formaron parte de las sociedades musulmanas durante siglos. El “exceso de historia” ahonda la dificultad para entender la lógica y las razones del otro.

 

Hoy por hoy, el panorama es sombrío. Los resortes democráticos de la sociedad israelí están tetanizados por una guerra que se ha convertido en la tabla de supervivencia de Netanyahu y que favorece a las tendencias más reaccionarias del país. ¿Acabará por emerger una corriente de opinión lúcida, una dirección valiente, capaz de apostar por un cambio de rumbo? Que la solución de dos Estados resulte inconcebible sin revertir el proceso de colonización de Cisjordania – los asentamientos alcanzan ya la cifra de 700.000 habitantes – da la medida del conflicto interno que ello supondría para Israel. Por otro lado, Palestina, sumida en el dolor, entre una dirección radicalizada – Hamás -, vinculada a las aspiraciones de Irán e incapaz de concebir un horizonte de coexistencia de dos entidades nacionales, y otra dirección ampliamente desacreditada – la ANP -, tardará aún en generar un nuevo liderazgo, reconocido y capaz de mirar a largo plazo. A simple vista, la paz se antoja imposible, una quimera. Y sin embargo… La izquierda debe coadyuvar a ella por todos los medios a su alcance, consciente de lo mucho que se juega el mundo entero en el conflicto Israel-Palestina. Mesurar la sobrecarga de historia que pesa sobre el mismo contribuiría sin duda a encontrar las interlocuciones necesarias.

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