Viaje relámpago. Tranquilo. Nadie me preocupa. Pienso. Anoto algunos apuntes. Llegando a casa, me atrevo a escribir. Lo comparto con ustedes.
Soledad. Nada parece igual. Todo ha cambiado. La disrupción vital nos ha reconvertido. ¿Cómo? ¿Más altos? No. ¿Más guapos? No. ¿Más pobres? Sí. ¿Más espabilados? No. ¿Más modernos? Sí. ¿Más misericordiosos? ("No entiendo lo que quiere decirme: ¿miseriqué...?").
Deberíamos continuar con más preguntas irredentos para extraer el análisis del comportamiento humano después de 78 días de confinamiento. No nos corresponde. O quizá sí. Se me hace raro que desde las páginas abiertas de la prensa nos haya que dar lecciones sobre el balance de la disrupción humana de este terrible trimestre primaveral. Obviamente, si no tenemos capacidad para resumir lo que hemos visto, lo que nos han contado, lo que nunca más nada volverá a ser igual, no somos lo que el público piensa de nosotros: periodistas, juntadores de palabras, intentando relatos verosímiles del que pasa al lado de casa, en la calle, en el barrio, en la ciudad, el país, a la nación, al estado. Todos somos "uno" y millones. Somos ricos en la diversidad; empachados de la disrupción desbocada de la pandemia, en el marco de un texto y un contexto que nunca habríamos avistado ni en el peor de los sueños.
Estamos de suerte. De repente las aguas del mar del Covid 19 ha separado las turbulencias gracias a la magia de los científicos. Se ha abierto un camino para fases. Las tablas de la ley nos comunica cada uno de los mandamientos que hay que cumplir para superar las olas infectas de la epidemia. A pesar de la esperanza, caminamos rodeados por la vigilancia del ojo que todo lo vigía, que todo lo analiza desde el horizonte que roza la unión entre el cielo y la tierra, entre el mar y el más allá. Mas, ¿por qué quiero un horizonte si convivo la pandemia con seres irracionales? Insoportables tribus urbanas que garabatean: "A mí nadie me manda. A mí nadie me ha de guiar. He escogido el camino torcido. No quiero disciplina".
Si es que marcha, hay que entender que un día la pandemia volverá. Lo hará para destruirnos, para desnivelar seleccionados de la precariedad con la que queremos vivir cuando deberíamos llamarlo: sobrevivir. Recuerda la: "sobrevivir". El invierno pasado muchos de los humanos de proximidad vivían por encima de... Se nos ha roto el "de" engullido por la disrupción pandémica global.
Hace 90 días pensábamos que aquello tan lejano, la infección de los chinita para comer unos bichos crudos (?), Nunca podría traspasar la barrera acomodada de la Europa rica. Pronosticábamos que la higiene personal y colectiva, más el control de la cadena alimentaria, eran baluartes poderosos inexpugnables sin filtros, grietas, ni traidores infiltrados. Confiados, orgullosos. Ahora pagamos la culpa por soberbia ignorancia.
Entonces y visto a distancia, podría parecer una quimera una nota folclórica de la cultura gastronómica de seres diferentes --¡pero tan iguales!-- a regañadientes encomendaron urbe et orbi la enfermedad por la transferencia humana: negocios, viajes, conferencias, batiburrillo de transportación de cuerpos y almas, como valor business de sinergia capitalista versus comunista.
Para ir o volver de la aldea global, necesitamos las mismas horas, idénticas sensaciones de un mundo que ha dejado un bazar de utopías para subastar. Parece como si fuéramos camino de la distopía que para algunos soberbios no deja de ser un horizonte repleto de maldades.
La disrupción actual, vital, debería reconvertir. Quizás no seremos más guapos, ni más altos, ni más listos, ni más modernos... Pero sí: esforzados pobres buscando horizontes nuevos; plausibles, utópicos, solidarios y persistentes.
Escribe tu comentario