Con la pandemia por la COVID 19 la crisis de la justicia en España ha tocado fondo. No ha sido el virus el principal factor, pero la suspensión de miles de juicios y de actos procesales ha puesto a la ciudadanía ante un espejo que nos ha mostrado la realidad: la puerta de los juzgados estaba cerrada. En el interior de los suntuosos palacios, de los edificios de diseño o de las vetustas instalaciones -según las inversiones que cada comunidad autónoma ha querido realizar- se nos respondía con el vuelva usted mañana de forma generalizada, salvo determinados casos urgentes que, pese a su calificación, pasaban a resolverse sin demasiada prisa.
Esto ha pasado en España, que es una de las sociedades más judicializadas del área occidental, donde existe el contraste entre la poca confianza en la administración de justicia que reflejan las encuestas (un tres sobre diez) con el geométrico incremento de demandas, denuncias y querellas. Es una evidente paradoja que desde todos los sectores sociales se reclama a los jueces la solución de los problemas que no han sabido gestionar ellos, sin tener en cuenta que la labor de los tribunales es la de producir decisiones a la luz de las leyes aplicables, pero no la de resolver los conflictos.
Claro está, quien marca el camino a seguir con su ejemplo es la clase política, que está siendo incapaz de gestionar las funciones que las leyes le tienen encomendada por las vías del consenso. La palabra “parlamento” significa que su tarea esencial es la de hablar para buscar soluciones a los problemas de los ciudadanos. De esto prácticamente se han olvidado, lo que hacen es utilizar este sagrado espacio del sistema democrático para otra función, que es la de estar en un permanente pugilato de descalificaciones e insultos para, después, imponer unas mayorías exiguas con unas leyes que casi siempre terminan en la mesa de los jueces para que dicten la decisión dirimente. Eso sí, los problemas seguirán sin solucionarse porque los jueces se tienen que limitar a aplicar las leyes vigentes que esos mismos políticos han elaborado y no pueden hacer otra cosa. A partir de la publicación de la sentencia empieza, en un bucle interminable, la descalificación de la resolución dictada, para lo que es imprescindible machacar personalmente a los jueces que las dictaron.
En los conflictos familiares también cunde este ejemplo. Las parejas que se divorcian no se esfuerzan en ponerse de acuerdo por el bien de sus hijos y pretenden que sean los jueces los que dicten la sentencia que, invariablemente la recurren o acuden a la prensa amarilla para denunciar que no les han solucionado su problema como ellos hubieran querido.
Otro tanto está ocurriendo con la gestión de los graves problemas que nos ha traído la cuestión sanitaria. En algo tan alarmante como la pandemia que amenaza de muerte a un gran sector de la población, el más vulnerable, la ausencia de un mínimo consenso en la gestión es de juzgado de guardia -valga la paradoja- y, de nuevo, se acude a los tribunales para que resuelvan el problema de si el decreto está bien o mal redactado, o para que fije el orden de las vacunaciones. Los otros ámbitos judicializados son los del campeonato de fútbol, la política de enseñanza, la fecha de las elecciones -cuyo resultado se impugnará como nos ha mostrado el camino EEUU- la ordenación del sistema bancario y los modelos de hipotecas.
Es cierto que la administración de justicia, que es la tercera columna del Estado de Derecho, tiene muchos elementos que mejorar, entre otros el surrealista diseño del órgano de gobierno de los jueces, pero también necesita que las otras dos columnas, el legislativo y el ejecutivo funcionen adecuadamente. ¿Deberíamos tomar conciencia los ciudadanos de la necesidad de refundar nuestra concepción del Estado? Ciertamente, pensábamos que teníamos un modelo de primera división y nos hemos dado cuenta de que hemos bajado de categoría.
Pero no son malas todas las noticias. La situación en la que todo un conjunto de factores ha influido, también nos ha aportado nuevas esperanzas. Me refiero a la incorporación de nuevas herramientas para el sistema de justicia. Hablo de sistema porque la Justicia no es monopolio de los jueces, sino que pertenece de forma inalienable a cada una de las personas. Y esto es lo que inspira los dos proyectos de ley que prepara el ministerio de justicia para la reforma de las leyes procesales que introducen importantes novedades. Si se plasman en textos legislativos consensuados, como esperamos, configurarán una justicia más cercana a la ciudadanía. Me refiero a los proyectos para la eficiencia de la justicia y de reforma del enjuiciamiento criminal.
Estos dos proyectos introducen la participación de los ciudadanos en la realización eficaz de la justicia con la previsión de que, en el ámbito de la justicia civil, se tenga que intentar una negociación seria y de buena fe antes de presentar una demanda al juzgado; y en la inserción de mecanismos de justicia restaurativa en el ámbito penal, para que las víctimas de los delitos tengan el protagonismo que les corresponde en la determinación de las condenas penales a quienes hayan delinquido.
El pasado día 21 de enero se ha celebrado el día europeo de la mediación. Durante toda la semana ha habido cientos de actos, conferencias y eventos que, por primera vez, han estado focalizados en el debate público de estas dos propuestas legislativas pendientes de tramitación parlamentaria. El reto que se nos presenta es importante porque no se puede desperdiciar esta oportunidad para modernizar el sistema de justicia, desterrar la idea de que los tribunales pueden resolver todos los problemas, y devolver el protagonismo a los ciudadanos. Para ello necesitamos el aprendizaje de la negociación y de la práctica del consenso para sobrevivir como sociedad y como país.
Pero es la clase política la que debe dar ejemplo como recomendaba Maquiavelo, en la versión que hizo de su obra el que fue director de la Residencia de Estudiantes, Alberto Jiménez Fraud: “Una gran tragedia amenaza a los pueblos cuando la clase directora acepta y aun proclama la doctrina de la fuerza y hace traición a su papel fundamental, que es el de acrecentar sin tregua ni respiro las armas razonables del convencimiento; el de estrechar los lazos humanos de la convivencia; el de fomentar la curiosidad inteligente que huya del dogmatismo, examine distintos puntos de vista prácticos y razonables para decidir entre ellos, y rendir respetuosa sumisión a la infinita variedad del Universo”
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