El enemigo público

Lluís Rabell

A pesar de su perfil de gestor socialdemócrata nórdico - uno se lo imagina sin dificultad ejerciendo de alcalde de Estocolmo -, Salvador Illa se ha convertido en una suerte de John Dillinger de la política catalana: el enemigo público. O quizá sea justamente a causa de esa imagen y del talante exhibido durante el año que ha estado al frente del ministerio de sanidad, lidiando al tiempo con la pandemia... y con la explotación política que de ella se ha hecho, desde determinadas comunidades, para desgastar al gobierno de Pedro Sánchez. Hay cansancio en la sociedad catalana. Los años del "procés" han dividido y empobrecido Catalunya. La pandemia va camino de ahondar las desigualdades sociales y plantear una difícil recuperación económica. 



El ministro de Sanidad, Salvador Illa, durante su comparecencia en el Congreso de los Diputados en Comisión de Sanidad y Consumo, para dar detalles sobre la evolución de la pandemia de coronavirus e




Cansancio e irritación. Si de verdad se está produciendo el "efecto Illa" que apuntan las encuestas, es debido a la conexión de ese perfil del candidato socialista con un sentimiento creciente entre la población, sobre todo entre las clases trabajadoras y medias: hay que pasar página de un período estéril de confrontación, hay que ocuparse de levantar el país. Esa opción choca frontalmente con los intereses de los partidos que se han crecido en la polarización y que necesitan mantener una tensión emocional y política para conservar su influencia. Es el caso del nacionalismo, sacudido en permanencia por la pugna entre el mundo post convergente y ERC por la hegemonía del campo independentista. Es el caso de su némesis españolista, encarnada por Ciudadanos - que llegó a aglutinar el voto airado contra el independentismo en los comicios de 2017 - y de un PP que intenta recuperarse. Sin olvidar, a uno y otro extremo del tablero, aquellas fuerzas que ponen la guinda de la crispación: una CUP que propugna un nuevo embate contra el Estado... y la extrema derecha de Vox, que trata de irrumpir en la escena política cabalgando todos los enfados. No resulta nada extraño, pues, que ante la opción de un cambio de rumbo pacificador, se haya configurado precipitadamente un sindicato de intereses en torno a una divisa común: todos contra Illa. Más allá de las exageraciones propias de una campaña electoral, esa disputa condensa la disyuntiva que se plantea realmente a la sociedad.


Por eso resultan desconcertantes algunos mensajes emitidos desde el espacio de los comunes, que parecen hacer eco a los demagógicos reproches de Pablo Casado al ministro de sanidad o a las insidias vertidas por determinados sectores del independentismo. ¿Qué sentido tiene emplazar al PSC para que tome distancias con la extrema derecha cuando Macarena Olona, representante acreditada de Vox, difunde en las redes mensajes tan poco amenos como éste: "Nunca facilitaremos el acceso de Salvador Illa a la Generalidad. Su sitio es la cárcel". ¿A qué viene denostar a un ministro del gobierno progresista en el que se participa? La legítima competición electoral no autoriza cualquier recurso. Sobre todo entre las izquierdas. Es cierto que hay una franja de votantes que oscila entre la socialdemocracia y la izquierda alternativa. Pero, más allá de su relativa importancia, el problema de las izquierdas - sobre todo en unos comicios tan inciertos como éstos - reside en motivar y movilizar ampliamente a sus potenciales bases electorales. Y ello exige una confrontación leal de ideas y propuestas en las que puedan reconocerse.


Incertidumbre. Esa es la palabra que mejor define la cita del 14-F. Se admiten todas las apuestas acerca de la participación. ¿Cómo metabolizará la sociedad catalana el fracaso del gobierno de JxCat y ERC, los efectos de una interminable pandemia, las brumas que envuelven nuestro futuro?.Las encuestas indican tendencias y propician especulaciones, pero no permiten aventurar pronósticos fiables. En las bolas de cristal aparecen de modo recurrente dos hipótesis, que sitúan la clave "del día después" en manos de ERC. Una mayoría de escaños independentistas llevaría al partido de Junqueras a entenderse de nuevo con sus íntimos enemigos. Pero, según algunas proyecciones, sería factible, al mismo tiempo o alternativamente, un tripartito de izquierdas formado por ERC, PSC y comunes. El papel lo aguanta todo y la imaginación es libre. 


Sin embargo, por mucho que la condición sine qua non de una mayoría es que la aritmética la haga posible, su cristalización depende de factores políticos. Y nada hay tan azaroso como predecir el comportamiento de ERC. Como genuíno representante de las clases medias plebeyas, este partido oscila entre la fuerza gravitatoria de la derecha nacionalista - que históricamente ha logrado situar a ERC en su órbita - y el impulso de la izquierda social. El "procés" ha galopado sobre la desorientación de esta izquierda ante la crisis de un orden global que hizo entrar en ebullición a una masa ingente de perdedores y damnificados. La salida del "laberinto catalán" de que habla Jordi Amat pasa, efectivamente, por dejar atrás las ensoñaciones de la última década y aplicarse a una reconstrucción de la economía bajo los parámetros de la justicia social y la transición ecológica, aprovechando el potencial industrial y humano existentes. Pero ese giro copernicano sólo será posible si los votos confieren una fuerza determinante, insoslayable, al polo de la izquierda federalista. Sólo esa izquierda tiene propuestas de cooperación y mejora del autogobierno capaces de concitar amplios apoyos y encarrilar el cambio. Cada vez resulta más evidente que persistir en la confrontación sólo conduce a la decadencia y al desgarro social. De ahí la importancia que las izquierdas debatan con lealtad entre ellas; es decir, con respeto al conjunto de las clases trabajadoras. Y de ahí la imperiosa necesidad de situar la discusión de las naturales discrepancias en el marco de una alianza progresista. Las izquierdas no pueden andar persiguiendo a ningún enemigo público.

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