El fuego y el poder

Lluís Rabell

El vicepresidente de la Generalitat en funciones y candidato de ERC a la Presidencia, Pere Aragonès, a su llegada a la segunda sesión del debate de investidura a la presidencia de la Generalitat de Catalunya, en el Parlament, Barcelona, Cataluña, (España)

Pere Aragonès @ep


La investidura fallida de Pere Aragonés resume el momento político que vive Catalunya: bloqueo y degradación de las instituciones representativas, pugna inacabable por la hegemonía independentista, fatiga ciudadana, decadencia general del país. Los debates parlamentarios del 26 y el 30 de marzo han tenido algo de obsceno ante la situación que vive una sociedad sacudida por la pandemia, el crecimiento de las desigualdades y la urgencia de una reactivación económica. JxCat ha querido humillar al candidato de ERC, recordándole quienes son “los amos de toda la vida”. Hemos asistido a una confrontación impúdica, donde lo que se dirimiría era el reparto del poder: de los recursos que representa la administración autonómica y de la preeminencia social que tales resortes otorgan a quienes los gestionan y controlan. Se trataba de saber quién estará al mando de esa poderosa maquinaria de agitación y propaganda que representa TV3, fundamental para el mantenimiento de la burbuja cognitiva en la que vive toda una parte de la población. ¿Quién dirigirá los departamentos con mayor presupuesto y mayor capacidad para tejer redes clientelares, quién tendrá mando en plaza a la hora de distribuir los fondos europeos?


La frivolidad con la que JxCat ha aplicado su cruel escarmiento al candidato a la investidura es reveladora de las verdaderas prioridades de la derecha nacionalista. Replicando a las quejas de Pere Aragonés por la demora en conformar un nuevo ejecutivo, Gemma Geis, portavoz de los posconvergentes, decía que la cosa no era tan grave y que un govern en funciones también podía ir tirando. Naturalmente, en los feudos independentistas de Matadepera y Sant Cugat, en los barrios exclusivos y las urbanizaciones de las clases acomodadas que viven de espaldas a las periferias empobrecidas de las ciudades, no hay urgencias sociales que atender. El viejo Marx, citado sin comedimiento en la tribuna del Parlament, ya nos lo advertía: “Las condiciones materiales de existencia determinan la conciencia”.


Efectivamente, asistimos a un pulso por el poder entre Lledoners y Waterloo. Los de Puigdemont no sólo abofetean en público a su socio de gobierno, sino que socavan la legitimidad de las instituciones catalanas con su pretensión de someter la Generalitat a la tutela de un fantasmagórico Consell per la República. Aragonés se resiste a esa pretensión, al igual que a la exigencia de una “estrategia conjunta del independentismo” en el Congreso de los Diputados, algo que pondría a ERC en manos de Puigdemont. Pero el temor a ser tachados de botiflers pesa de un modo determinante en las decisiones que acaba tomando el partido por excelencia de los menestrales. Aunque nunca se sabe hasta dónde puede llegar el “juego de la gallina”, es muy posible que ERC y JxCat lleguen finalmente a un acuerdo y Aragonés sea investido. Pero a estas alturas está claro ya que lo será como un president disminuido en su autoridad, puesto al frente de unas instituciones degradadas y sometidas a la vigilancia del soviet carlista – por emplear la expresión acuñada por el amigo Joan Coscubiela.


Porque si, ciertamente, se trata de una disputa por el poder, la forma en que se libra es muy significativa. En un inspirado artículo Antoni Puigverd evocaba hace unos días el “fuego sagrado” de la nación que el viejo pujolismo, mutado en independentismo radical, cree poseer. En esa convicción radica la pulsión populista de sesgo autoritario que ha atravesado todo el procés. La representación democrática del conjunto de la sociedad catalana, plural y diversa, incomoda a los sacerdotes de la pureza nacional. Cuando el independentismo imaginó una República, en otoño de 2017, estipuló que los contornos de su futura asamblea constituyente debían quedar previamente acotados por un “proceso participativo” de entidades de la sociedad civil. Sin duda las mismas que forman parte del Consell per la República, Òmnium y la ANC. En otras palabras: la batalla por el control de las instituciones democráticas se dirime erosionando su carácter representativo y a partir de la definición arbitraria de un nuevo perímetro de la catalanidad – que, necesariamente, muestra rasgos étnico-culturales excluyentes. Aurora Madaula, diputada de JxCat se declaraba horrorizada ante el abandono de la catalanidad por parte del PSC, tras incluir Salvador Illa en su discurso un párrafo en castellano. Tal es la toxicidad que esa pugna insomne tiende a inocular en la sociedad catalana.


Ni que decir tiene que, con todo esto, el acuerdo previo entre ERC y la CUP ha pasado ya a mejor vida. JxCat lo ha rechazado displicentemente de un revés de la mano. Aunque hay que decir que, de todos modos, bajo el imperio de la “unidad del independentismo”, las medidas sociales contempladas en dicho acuerdo estaban destinadas, como anteriores y olvidados “planes de rescate social”, a convertirse en papel mojado una vez lograda la investidura. Y, bajo el mismo imperativo nacionalista, si el pulso entre JxCat y ERC acaba por alumbrar un pacto de gobierno, no será la CUP quien vaya a echarlo por tierra.


Así pues, mientras unos levantan la antorcha del fuego sagrado – que a sus ojos les legitima para acaudillar la nación aunque pierdan las elecciones -, otros exhiben su pusilanimidad congénita. ERC ha contribuido a alimentar ese fuego a lo largo de estos años. Y, cuando llega el anhelado sorpasso, las llamas la devoran. ERC quisiera zafarse del nudo corredizo; pero eso exigiría una determinación, una osadía política que no caracteriza precisamente a sus dirigentes. De ahí que las admoniciones de los comunes a Pere Aragonés resulten vanas. Y aún más cuando asumen buena parte del marco mental independentista. ¿Qué sentido tiene invocar una “Generalitat republicana” si no es el de cultivar la ambigüedad acerca del rumbo a seguir, cuando ERC sigue hablando de amnistía, de referéndum de autodeterminación y contemporiza con la idea aventurera de un “nuevo embate democrático contra el Estado”? ¿A qué rima insistir con la idea de un gobierno de izquierdas formado por ERC y comunes... que debería apoyar pasivamente desde fuera por el PSC, el partido que ha ganado las elecciones? ¿No quiere decir eso tal vez que el liderazgo del país corresponde por derecho natural a un partido nacionalista - aunque no sea el más votado, ni el más resuelto a salir del bucle -, mientras que la izquierda social y federalista sólo podría aspirar a un papel subalterno? ¿Acaso la socialdemocracia carece de un pedigrí lo bastante acreditado?


Visto lo visto, pocos discuten que, de repetirse, un gobierno de ERC y JxCat – con la CUP oficiando de travieso monaguillo de esa nueva misa procesista – tendrá los días contados de antemano y será incapaz de sacar al país del marasmo. Parece evidente también que una alternativa de izquierdas deberá contar con esas clases medias que hoy se reconocen ampliamente en ERC. Pero la materialización de semejante alternativa exige que las izquierdas abandonen toda ambivalencia y apuesten decididamente por reforzar la propuesta federal, dirigida al conjunto de la nación catalana: cerrar las heridas del período anterior – los indultos deberían contribuir poderosamente a ello -, desarrollar el autogobierno y la cooperación, ocuparse del inaplazable gobierno de las cosas… ¿Serán necesarios todavía más fracasos y sinsabores para que se abra paso por fin esa opción progresista?


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