“Había caminatas sin distancia…”.
Paré todo lo que estaba haciendo, en cuanto recibí un correo electrónico del notable siquiatra Roberto Treviño, amigo de larga data, a quien no veo desde hace varios años; por esa clase de prodigios que lo representan solo para los involucrados, pero que vale la pena compartir en crónicas como esta, Roberto me dio la sorpresa de confrontarme conmigo mismo en una fotografía en la que aparezco de adolescente a lado del formidable artista que fue Pepe Ruiz Diez, un mentor intelectual del grupo que fundé y que tuvimos la osadía de llamar SIGLO XXI —y que no era más que un relevo del grupo ORIENTACIÓN que dirigió el gran intelectual que fue el padre Carlos Gonzales Salas—.
La instantánea tiene el tiempo suficiente como para haber sido impresa en blanco y negro y ya volverse sepia. En ella destaca la figura del más irreverente y destacado pintor de nuestra ciudad, a quien las buenas conciencias criticaban con saña por su aspecto desenfadado. La pinta de Pepe, sin duda recuerda las imágenes de los hippies, aunque le viene mejor calificarlo como un congénere de los Beat, por la densidad de sus concepciones de vida.
Para nosotros, el grupo de mozalbetes dueños solo de una insaciable curiosidad que no colmaba la educación formal ni la casera, fue más que un maestro informal, un gurú, en el sentido estricto del término oriental: le reconocíamos como guía intelectual, no desprovisto de bagaje espiritual, mismo que le proporcionaba su temprana deserción de un seminario católico. Pepe había recibido a su vez la influencia de pensadores tan complejos y avanzados como el jesuita Teilhard de Chardin, bestia negra para muchas curas de entonces, a quien leía con el mismo fervor dedicado a Sartre y a Camus.
Su generosidad era mayúscula, pero sobretodo su paciencia para escuchar y hablar después, sin ufanarse de su sabiduría, y sobre todo, sin querer pontificar ni sentar cátedra. Le conocí varios talleres: estudios repletos de caballetes donde daba clases de pintura a algunas señoras de la “sociedad” que andaban con el brete de trascender sus “manualidades”. Al final de la jornada preparaba un caldero enorme de frijoles negros con carne de puerco y chorizo, y bolillos, para calmarnos el hambre, mientras discutíamos incesantemente sobre diversas incógnitas, desde las más graves, a las más banales. Debo confesar que muchos nos quedábamos en Babia. Su bagaje cultural venía aderezado con su experiencia de vida en Ibiza, cuando esa isla era la Meca de los desadaptados del mundo durante el criminal franquismo.
Conforme yo dejaba de ser un niño curioso y crecía, me iba armando de valor para llegar a hablar un día con ese sujeto estrafalario, a quien muchos consideraban un deschavetado. Lo echaron del “Elite”, el principal café del puerto, porque se vestía con bermudas deshilachadas y se calzaba con guaraches de suelas goodrich euzkadi, de rodada doble. Su aspecto, dentro del desaliño, lo asemejaba a un Franciscano hirsuto; recordaba una imagen de cristo sufriente. Y se autorretrató en el mural de mosaico veneciano que aún se aprecia en la fachada de la catedral de Tampico, encarnando al fundador Fray Andrés de Olmos.
Y el día de mi atrevimiento llegó. Iniciando mi interés en la escritura, el periódico más tradicional entonces, “El Mundo”, me dio un espacio de página completa y un domingo apareció mi primer entrevista. Pepe Ruiz Diez aceptó las preguntas de un neófito de 15 años en esos menesteres y su generosidad produjo un texto repleto de curiosas inocencias que considero un homenaje a una figura imprescindible para algunos miembros de mi generación; y que como suele suceder en cualquier realidad provinciana del mundo, pasó casi inadvertida para muchos de los coterráneos.
Pero el mejor homenaje a nuestros creadores, por parte de una ciudad con decisivos hechos históricos en ese puerto mío que amo —y que por ello también critico el abandono del patrimonio arquitectónico que devora una creciente insensibilidad especulativa— sería restaurar el cartón postal de la Plaza de Armas, el bello mural de la catedral del que ya se están cayendo pedazos, sin que se reaccione en la curia o entre autoridades municipales.
Aunque sea reiterativo: urge un tratamiento de choque a esa significativa obra pública que corre el riesgo de caerse a pedazos. Ya le faltan docenas de fragmentos. Se de amigas y amigos entrañables de allá (como la destacada escritora Amparo Berumen y el formidable arquitecto Alberto Almeida) que podrían encabezar un movimiento de esa recuperación justa y necesaria. Gracias por lo que pudiera hacerse por esa gran figura y otros distinguidos personajes que han dejado huellas muy significativas.
NOTA: en el Heroico puerto de Tampico se da la última amenaza a la Independencia de México; allí tiene lugar, en 1829, la intentona de reconquista y el posterior rendimiento ante Santa Ana, del general español Isidro Barradas, quien había partido desde Cuba con varias fragatas, 2 cañoneros y 15 buques que transportaban 3,600 soldados. Ese enclave de la civilización huasteca, que bañan los ríos Pánuco y Tamesí, fue el escenario inicial de una gran película de John Houston, con Humprey Bogart. Esa región petrolera por excelencia vio trabajar allí al revolucionario Augusto César Sandino y recibió a Leon Trotsky, entre otras efemérides de raigambre, como el nacimiento del gran político y humanista catalan, el doctor Bartomeu Robert i Yarzabal. Además, de ser cuna también de otros eminentes médicos y científicos premios nacionales: el matrimonio Ridaura, Raúl Ondarza y Ruy Pérez Tamayo, así como del gran compositor de “Reloj” y de la “Barca”, Roberto Cantoral, y del tenor Genaro Salinas.
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