Acapulco Avasallado

Edmundo Font

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                   Paisaje de Acapulco, de Edmundo Font (acrílico sobre tela).

Catástrofe, es una palabra apenas aplicable a la devastación y al drama que nos deja el embate certero del huracán Otis, en una de las bahías más hermosas del mundo, la de Acapulco. Fue un ataque frontal al corazón de un puerto, que es una suerte de “marca” reconocida en el orbe y una de las cunas del comercio mundial. El Galeón de Manila —con mercancías de Asia y del subcontinente Indio— desembarcaba en ese reducto privilegiado de la naturaleza, y las maravillas orientales, además de influenciarnos, seguían viaje, a través de Veracruz, hasta la península ibérica, en plena colonia española. Al profundo dolor por la pérdida de vidas humanas y a la destrucción de viviendas y de vital infraestructura, se une la desaparición de flora tropical y fauna, irrecuperable, en un corto plazo. Estoy viviendo personalmente pérdidas materiales en la tragedia, pero no entraré en detalles que individualicen una situación que es muy grave para tantas personas que lo perdieron todo.

 

Hace algunos años escribí algunas crónicas en las cuales desplegaba mi admiración, mi amor por ese puerto del Pacífico mexicano. Y considero que ante la realidad que enfrentamos ahora, su lectura es una suerte de fotografía viva de lo que fue y hasta de lo que fuimos, muchos de quienes hemos tenido el privilegio de recibir la inspiración de su rotunda belleza, y la bonhomía y el encanto de su gente. Y a la vez, algunos de mis textos desplegarán ideas para contribuir a convertir ese destino, en uno de los más singulares.

 

¿ACAPULCOS I?

 

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Edmundo Font


¿Un fuereño tiene derecho a soñar una ciudad en la que vive, de manera distinta a como esta se ha ido conformando? ¿Implica una crítica imaginar las cosas de manera diferente a las que están dadas? ¿Tiene sentido plantear sueños urbanísticos, cuando son ingentes los problemas reales, concretos, de una ciudad de casi un millón de habitantes? 

 

Expongo estas dudas porque se trata de mi propio caso.

 

No nací en Acapulco; soy oriundo de otros mares, de una playa, cuyo nombre, Miramar, coincide con el de la playa de la que partió, rumbo a su fallido imperio, el archiduque Maximiliano. Y no sé si ese nombre es una mera coincidencia o el homenaje nostálgico de la rancia inspiración monárquica del conservadurismo de entonces.

 

Ahora vivo durante largas temporadas en ese prodigioso enclave marino al que llamo “Acapulcos”, porque son varias sus identidades en una, tropical y jubilosa. He tenido la oportunidad de trabajar allí durante varios años, y en mi ocupación, los destinos son ley, como en la milicia. A los que practicamos mi oficio no suelen preguntarnos si queremos ir a un sitio determinado. Los diplomáticos sabemos que nos debemos a una carrera en la que estamos destinados a viajar a lo largo y ancho del mundo.

 

Aunque el acapulqueño lo pudiera dudar, existen ciudades poco agraciadas. A veces observamos el entorno de manera familiar, excusable; no le damos importancia a un hermano brillante, o a alguna pariente bailarina talentosa. Pasa igual con los sitios excepcionales, como si los mereciéramos, sin más. He tenido destinos donde asimilé dosis de belleza similar: viví seis años en Río de Janeiro, tres en Roma, y tres en Barcelona; y pasé largas temporadas en ciudades emblemáticas del Caribe Oriental, Alejandría de Egipto, Cartagena de Indias, y Bombay.

 

Cada uno de esos lugares ofrece razones suficientes para vivir en ellos durante toda la vida y sus tradiciones dicen mucho de su hospitalidad, sin mayor explicación de color o de sabores; se trata de lugares que han ido conformando en su gente una manera de ser. Sus habitantes han desarrollado un sentido del que carece quien vive inmerso en ciudades olvidadas de la mano de Dios —de una arquitectura que considere reglas urbanas equilibradas y armoniosas—. En este renglón, debo decir que en Acapulco la avenida costera (a la que debería cuestionarse el nombre de quien permitió construir hoteles sobre las playas) tiene dos facetas: la criminal, que impide admirar la bahía, y la que rumbo al centro histórico revela su paisaje intacto, con los predios al otro lado del asfalto. Pude haber sido Arquitecto, pero no lo soy y me estoy metiendo en un berenjenal. Soy un entusiasta que en materia de ciudades me dejo guiar por emociones y observo a la gente que vive en sitios hermosos, reiterando que existe un modo de vivir que asimila el paisaje urbano con su mensaje estético, inconscientemente e incide en su vida cotidiana.

 

No hay quien no esté orgulloso de habitar el sitio que le ha tocado en suerte vivir, por más limitado que sea, pero hay quien además norma su ritmo de vida con lo que ofrece el entorno. Los habitantes de ciudades con categorías estéticas, por obra del genio de los hombres o de la naturaleza, conviven con la belleza, se inspiran en ella.

 

Pensemos en un parisino o en un romano. Nacieron donde es imposible imponer un criterio urbanístico que no esté en sintonía con los edificios aledaños. Nadie se atreve a modificar, por su cuenta y riesgo, un predio de Pigalle o del Trastévere.

 

Los intereses inmobiliarios en la mayoría de los países desarrollados (con un pasado arquitectónico armonioso) chocan con un muro de reglamentos de preservación infranqueable. Numerosos estudios nos hablan del crecimiento de las ciudades como si se tratara de seres vivos. Arnold Toynbee se ha preocupado del tema. El autor del Estudio de la Historia era un profundo humanista a quien le inquietaba el desprecio por el prójimo de las mega ciudades. 

 

He vivido el caos de Calcuta, San Paulo, El Cairo, Bogotá, el Alto en Bolivia y en la ciudad de México, y sólo pensar en las prodigiosas puestas de sol en Acapulco, con su deslumbrante despliegue de colores (las pintó Diego Rivera) me hace ser solidario con el conductor de un auto que conduce en un periférico embotellado, rumbo a sitios a los que llegará tras horas perdidas.

 

Acapulco es un referente poderoso en muchos lugares del mundo. Muy conocida es la existencia de este escaparate atractivo del pacífico mexicano. El maravilloso autor y periodista que fue Ricardo Garibay —y que escribió un brillante libro de crónicas sobre el puerto— nos recordaba que en cualquier capital asiática podríamos encontrar un hotel, un bar, un restaurante que se llame Acapulco. Lo comprobé durante mi larga estancia en el sudeste asiático.

 

Si preguntáramos por el mundo afuera, veríamos que a México se le relaciona con numerosas voces emblemáticas: prodigiosas pirámides, civilizaciones maya y azteca, mariachi, tequila, bolero, Agustín Lara, María Félix, Tintán, mole de Oaxaca o de Puebla, o chiles en Nogada, entre otras referencias a nuestra múltiple riqueza cultural; Y sin duda, la alusión musical del puerto suena muy clara: “acuérdate de Acapulco, María Bonita, María del Alma...”.

 

Para muchos de nosotros Acapulco ha sido un destino mítico. Algunos relatos, como los del gran escritor José Agustín, detallan las emociones de haber navegado litorales transgresivos en la sensualidad de sus playas, arenas y escarpados, o simplemente, haber consumado una “pinta” memorable. Pocos pudimos resistir la provocación de una escapada —tantas veces sin maleta— y gozar en el puerto algunas vivencias de antología. (Seguirá) 

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Edmundo Font

1 Comentarios

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Maravilloso!

escrito por Luisa Durán 01/feb/24    02:56

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