Te voy a enseñar a querer

Antonio Soler
Psicólogo y psicoanalista

Familia



Me llama la atención un titular: “Un centenar de familias aprenden a cuidar y dar amor a sus hijos”.A continuación se explica que una conocida ONG ha abierto un servicio dedicado a este fin. Me acuden varias preguntas: ¿Se puede aprender a dar amor? Lo de cuidar puedo entenderlo; cuidar implica acciones como hacer que los niños vayan limpios, tengan ropa adecuada, se alimenten, vayan a clase, pero dar amor… El amor es un afecto, que nos hace sentir algo por alguien. ¿Se puede aprender como se aprende a hablar inglés, cambiar pañales o a proporcionar una dieta equilibrada? ¿Amar puede ser una asignatura como las mates, o sociales? ¿Como son las clases de amor? ¿Hay deberes? ¿Y exámenes? ¿Hay algún tipo de correctivo para quienes no los hacen o para quienes no los pasan? ¿Puede un afecto ser una obligación? Soy consciente de la ironía que rezuman mis preguntas y no quiero hacer burla de una organización y unos profesionales que conozco, respeto. No creo que esas personas planteen su trabajo en los términos simplistas que yo les doy. Hay que leer la noticia mas allá de los titulares.


Otro día escucho un anuncio por la radio en la que una institución, dedicada a actividades de tiempo libre para niños, publicita sus colonias de verano mediante una lista del estilo de “¡excursiones, natación, valores, inglés, vela! Digo del estilo de… porque no puedo recordar exactamente si son o no estas en concreto las actividades lúdico – educativas. Lo que retengo es que en medio de estas se incluye “valores”. Me pregunto si valores es algo al mismo nivel que, pongamos por caso, la equitación o el aeromodelismo. Me dirán que es una manera de decir que en sus colonias no solo se preocupan de que los chicos se lo pasen bien jugando o haciendo deporte sino de que a través de ellas vivan e incorporen unas cualidades humanas como la solidaridad, la escucha de los demás o el sentido del esfuerzo.


Advierto una tendencia en la educación a instrumentalizar realidades complejas para transformarlas en objetos simples, fácilmente transmisibles como si tratara del aprendizaje de una habilidad semejante al cálculo, o la memorización de nombres o conceptos. 


En el lenguaje común se ha ido introduciendo la expresión habilidades sociales. La mayoría de las veces usada en su sentido negativo: la dificultad para relacionarse con los demás, para sostener vínculos o entrar en contacto con el otro, pero, tomada como una habilidad, o mas bien inhabilidad, sugiere la posibilidad de un adiestramiento de las personas que la sufren. Sabemos que detrás de tal inhabilidad encontramos personas con un pobre concepto de si mismas, de la propia imagen, de sus capacidades intelectuales lo que no se resuelve mediante el adoctrinamiento o una especie de publicidad que ensalce sus cualidades. Si intentamos convencer de su belleza o de su inteligencia a quien sufre por este motivo, fácilmente añadirá a la lista de auto-descalificaciones su incapacidad para verse guapo o listo.


En la película “L’ecum des jours”, adaptación del 1968 de la novela de Boris Vian del mismo título, se ironiza con un punto de humor surrealista esta tendencia a tratar mediante la propaganda conflictos muy complejos: un automóvil provisto de altavoces recorre las calles de una ciudad proclamando: “no se suiciden, la vida es bella”.


Más allá de la ironía con la que se puede tratar esta tendencia social, existen cuestiones de cierta importancia sobre la educación, los contenidos de la misma, el cómo educar sobre aspectos no instrumentales y a quién corresponde esta responsabilidad. Tradicionalmente la escuela se responsabilizaba de manera explícita de proporcionar unos instrumentos útiles para el conocimiento y manejo de la realidad; la lectura, la escritura, la matemática, las ciencias de la naturaleza o la historia. Se consideraba que la educación, ser educado, era tarea de la familia. Esta transmitía valores, normas, obligaciones y prohibiciones. Enseñaba lo que era bueno y lo que era malo. Pero esto se hacía desde las relaciones entre sus miembros, con el premio o con el castigo, con el amor o el temor a perderlo. No era un asunto técnico o en todo caso la técnica natural, se generaba desde un saber tradicional, el sentido común y la intuición de los padres. Estos amaban mas o menos, a sus hijos desde los afectos o desafectos surgidos entre ellos, por motivos subjetivos, por haberlos deseado, por sentirlos continuadores de su estirpe o por lo que fuera. Era un amor no programado, sentido como natural, que se materializaba en los cuidados que los padres procuraban a los hijos, y cuando esto era asía esos padres seles consideraba desnaturalizados.


En un mundo tecnificado todo puede ser construido si disponemos de la técnica adecuada. Los educadores, los pedagogos, los psicólogos y otros profesionales afines somos los llamados a ejercer estas técnicas para conseguir estos efectos sobre los individuos. Se consideran habilidades que pueden desarrollarse si se dispone de la técnica pertinente. Podemos conseguir adiestrar a los tímidos para que se socialicen, o a los padres para que amen a sus hijos. Podemos injertar valores o podar sentimientos inadecuados.


Ante los numerosos casos de agresiones sexuales, violencia de género, actos xenófobos o discriminatorios, muchas veces ejercidos por jóvenes o adolescentes, se abren cuestionamientos sobre el papel de la educación y la escuela en la adquisición de valores como el respeto a la mujer o al diferente. 


Me parece peguntas pertinentes, pero las respuestas han se ser acordes a la complejidad del problema. El respeto no puede ser un valor inculcado, consecuencia de una campaña publicitaria. El respeto surge de un proceso de convivencia donde se puedan tender lazos afectivos, intereses comunes, y hacer la experiencia de la diferencia y de la hostilidad sin que estas nos destruyan. La técnica, para decirlo de este modo, puede ser la de disponer un campo de juego donde se pueda jugar el amor y la confrontación para que los conflictos puedan ser resueltos en el debate, la discusión, la escucha y en la construcción de la palabra propia como arma de este combate.


“Tristes armas si no son las palabras” nos recuerda Miguel Hernandez.


Vuelvo a la noticia con la que comienzo. Me entero que las aulas en las que se va a enseñar a cuidar y dar amor están “repartidas por los barrios y poblaciones periféricas mas castigadas por la crisis”. Y me surgen otras preguntas. ¿Es que los pobres no saben dar amor? ¿Hay que enseñárselo y enseñarles a cuidar a sus hijos? ¿O es que el campo de las relaciones familiares esta contaminado por la angustia ante la subsistencia cotidiana, por el temor a la pérdida de la vivienda o el trabajo, por horarios exhaustivos, y por condiciones laborales humillantes? Tal vez se trate de conseguir unas condiciones de vida en la que sea posible la auto estima de los padres.

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