"No me come"

Antonio Soler
Psicólogo y psicoanalista

Parque infantil


La escena transcurre en una pequeña plaza con columpios, toboganes y una especie de castillo con almenas y escaleras por donde los críos suben, bajan, se balancean, se deslizan y muestran entre sí y a sus madres (padres, pocos) sus habilidades. Casi ninguno pasa de los cinco años. Corren, trepan, se persiguen compiten en sus juegos de velocidad, equilibrio y fuerza. Alguno se apropia del cubo de otro y durante un rato forcejean sin demasiada agresividad. Todos gritan, ríen y alguno que ha caído al suelo llora.


Llega la hora de la merienda y varias madres sacan de sus bolsos recipientes de plástico, envoltorios de papel de aluminio, pequeñas botellitas de zumos y bolsas trasparentes que contienen pastelitos multicolores. Los más tranquilos se sientan junto a ellas y más o menos ayudados van dando bocados a lo que les ha tocado, otros siguen corriendo y mordiendo el bocadillo que llevan en la mano. Un par se intercambian sandwich por galletas de chocolate. Al poco algún trozo de pan yace sobre un banco y medio plátano en el fondo de una papelera. Una de las madres ha abierto su tartera y se la ofrece a su chiquillo, este va pinchando con un pequeño tenedor trozos de fruta que se lleva a la boca hasta que la tiene tan llena que no puede tragárselos, se ríe y salen todos en tromba para caer en el recipiente mientras la madre grita su nombre entre enfadada y quejosa, grito que el niño no oye porque ha salido corriendo tras la bandada de sus compañeros. La mamá, malhumorada recompone la fruta dentro de la tartera mientras llama insistentemente al chico. Este ni caso. Al final ella se levanta va donde está el niño lo agarra con fuerza por el brazo y más o menos arrastrado lo lleva al banco y lo sienta a su lado. La secuencia se repite varias veces, pues él vuelve a levantarse, ella lo persigue, lo trae y lo sujeta con una mano contra el banco. Cuando el niño se da cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos con la cara roja de ira acepta quedarse sentado. La madre comienza a darle la fruta con el tenedor. Al principio el niño toma un par de trozos, pero cuando la madre esta confiada, de un manotazo hace volar tenedor y comida que caen por tierra. Los dos tienen la cara encendida y se miran con odio. Ella lo sienta en su falda, lo apresa entre sus brazos y con los dedos le va metiendo en la boca pedacitos de fruta, hasta que se da cuenta de que tal como entran salen y resbalan por la pechera de su camiseta. A punto de saltársele las lágrimas la madre se levanta tira del brazo de su hijo y marcha a la carrera mientras con voz al cuello le dice a otra mamá: "¡Es que no me come nada!".


La escena no tiene nada de extraña. La hemos visto mil veces en parques, restaurantes o en nuestras casas. Constituye una de las formas mas frecuentes de esos dramas domésticos aparentemente sin importancia. Digo aparentemente porque muchas veces amarga la vida de padres y de hijos y hace del acto, en principio gustoso, de comer una tortura mutua que llega a durar años.


¿Qué hace que una función necesaria para vivir y que constituye uno de los primeros placeres de los que disfruta el ser humano llegue a ser un acto desagradable? 


Parece como si la biología que instala en todos los seres vivos ese instinto de conservación, que acaba transformado en placer, hubiera torcido su destino. Dejo de lado los rechazos alimentarios del recién nacido, de origen más complejo, para referirme al comportamiento de niños que después un tiempo de comer sin problemas en variedad y en cantidad, comienzan a marranear como el niño del parque. La mayoría de estos chicos no sufren de desnutrición ni mucho menos ponen en riesgo su vida.


Para la mayoría de los padres que su hijo coma bien es un motivo de satisfacción. A una edad en que la vida del bebé parece limitada al ejercicio de sus funciones fisiológicas -comer, defecar, dormir- , que estas se realicen sin contratiempos es casi el único regalo que el niño puede hacer a sus progenitores. Se da un equilibrio en la relación: ellos le han procreado y le cuidan, él les corresponde haciendo lo que se espera que haga. Que les coma, les duerma (y más adelante les estudie, les apruebe) Cuando todo va así es como si un mecanismo funcionara perfectamente. "No hay niño" dicen, curiosamente, los adultos cuando este no altera ese sosiego. Pero pronto se enteran de que "hay niño".


Pronto empieza a experimentar que no siempre lo que los padres hacen le produce bienestar. A veces le dejan solo, no acuden de inmediato a satisfacer sus necesidades, le someten a maniobras molestas para limpiarle o vestirle, comienzan a prohibirle cosas, vetan sus movimientos, le impiden tocar según qué objetos, le alejan de su hogar para incorporarlo a la escuela, etc. Es decir, surge la diferencia y el desacuerdo. Deja de ser el niño complaciente para unos padres complacidos. Ya no les come. Se comienza a romper el idilio. El chico descubre que sus padres no son tan buenos como creía y ellos descubren un hijo que se les opone, se enfada, les desobedece. 


La decepción es un sentimiento triste a todas las edades, ante el que todas las personas se resisten, y en lugar de quedarse con la tristeza de que las cosas no son lo que eran, en ocasiones se lucha denodadamente contra ella.


Los mayores luchan por volver a tener el niño tierno y obediente de antes. En niño por mantener su recién descubierta diferencia que le da razón de existir. Porque parece que los seres humanos se construyen tanto en la semejanzas, que les hace aprender a ser como los demás, como en la diferencia que les da noción de ser ellos mismos. Los padres también pueden sentir que en este conflicto pueden perder la razón de su ser padres cuando les parece que están perdiendo su autoridad como tales.


El dolor se transforma en violencia cuando las dos partes no consiguen la vuelta atrás de su historia. El niño le vomita a la madre lo que ella le introduce. Alguien podría alegar que se trata de un problema de autoridad y obediencia, de poner límites, pero no es del todo así, aunque pueda parecerlo. En realidad son los padres quienes comienzan a encontrar un limite en el deseo y el derecho del niño a tomar algunas decisiones en torno a su persona y su cuerpo ¿Hasta dónde pueden mandar en él? No es lo mismo imponer un horario de irse a la cama o de cenar que obligarle a dormir o a engullir lo que los padres deseen.


En esta relación se juegan los temores y desconfianza de los padres a que el niño sea capaz de sobrevivir sin la ayuda total de aquellos. El miedo a dejarle que poco a poco vaya apropiándose de la capacidad de cuidarse a si mismo.


Muchas veces actúan fantasmas sociales: ¿Y si se hace anoréxico? Cuando el comer se carga de temores, se hace representativo de la autoridad paterna, del desamor mutuo o de la personalidad del infantil, se está construyendo una bandera por la cual se puede morir. La mayoría de las veces el conflicto se disuelve más o menos solo. El niño encuentra otros terrenos donde reafirmar su personalidad, los padres se dan cuenta que no peligra su vida y todos se relajan, sin embargo si la lucha ha sido larga o si los contrincantes se han cargado de rencor, las marcas en la relación y en la subjetividad del niño pueden ser mas profundas y permanentes.


No se qué le podríamos decir a la mamá del niño de los toboganes. No sabemos nada de ella excepto lo que hemos visto. No sabemos por qué ha hecho un drama tan doloroso para ella y su hijo. Podría ser que tiene mucho miedo porque el chico ha estado seriamente enfermo, teme por vida y alimentarlo para ella es vital; a lo mejor fue alimentada contra su voluntad por sus propios padres; podría ser que ella en su adolescencia haya sufrido episodios de anorexia y crea que al hijo le pueda pasar lo mismo; tal vez se sienta insegura de su papel como madre y teme perder su autoridad; acaso no esta suficientemente acompañada por su pareja en un momento algo mas difícil del desarrollo del niño. Habría que hablar con ella. Seguramente algunos de sus temores se calmarían si pudiera pensar que un niño que juega y tiene amigos es un niño saludable, que disfruta y que en algún momento también tendrá ganas de disfrutar de la comida; si se diera cuenta que algunos de esos temores tienen más que ver con la experiencia de su pasado, que con la realidad del hijo vivo que tiene; si percibiera que la hostilidad contra ella no significa necesariamente que no la quiera sino que necesita repartir su cariño entre ella y él mismo; que su hijo está evolucionando como todos y que el conflicto que tiene con ella responde a un momento que pasará, y que si ella sabe esperar, él no tendrá que defender su persona con uñas y dientes.

Sin comentarios

Escribe tu comentario




He leído y acepto la política de privacidad

No está permitido verter comentarios contrarios a la ley o injuriantes. Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.



Más autores

La normalidad es rara