El trauma

Antonio Soler
Psicólogo y psicoanalista

“Aún recuerdo el trauma de cuando me caí y me cosieron la herida” “En clase era de los peores, me castigaban cada día, pero eso no me traumatizó’’ “Murió mi hermana cuando yo tenía tres años, no recuerdo nada, pero no creo que me causara un trauma” “Tuve un accidente y perdí la visión de un ojo, pero lo tengo asumido, no ha sido un trauma”. Son frases que todos hemos oído, que están en las conversaciones corrientes de familiares y amigos o que podemos escuchar en la calle o en la sala de espera del médico. La palabra trauma se ha incorporado al lenguaje de todos, a veces para explicar una experiencia dolorosa, otras para caricaturizarla. En su origen es una palabra griega que significa herida, daño, desastre, derrota. La medicina lo usa para referirse a los daños físicos producidos por un agente externo (traumático), la traumatología estudia estos efectos y el traumatólogo, los trata. Pero la extensión de su uso proviene del psicoanálisis y se aplica a los efectos psíquicos producidos por un impacto emocional.


Recurso Trauma


La divulgación del término ha acabado banalizándolo. Se ha generalizado una especie de psicología popular que, al mismo tiempo que reconoce los efectos de los acontecimientos sobre el psiquismo, los banaliza, los hace de broma, como una teoría pintoresca o una exageración. Así se pierde su valor explicativo o preventivo, y se convierte en blanco fácil de los adversarios de las teorías psicoanalíticas, y, por extensión, de todo pensamiento que defienda la idea de que la subjetividad está construida por la influencia de las relaciones interpersonales desde sus momentos más tempranos. Es algo parecido con otros conceptos teóricos o que conforman el pensamiento de todos los tiempos. Ocurre con el amor platónico que se entiende como un amor romántico imposible, o cuando se dice que la teoría de la relatividad afirma que todo es relativo, o las tonterías que se dicen del complejo de Edipo, del que hablaré otro día. Como toda expresión tópica algo muestra y algo esconde.


Muestra la idea, generalizada socialmente, de que las experiencias vividas influyen en nosotros, en nuestra manera de ser, de pensar y de sentir; que las relaciones con los demás ha ido conformando nuestro carácter o personalidad; que no somos, psíquicamente hablando, fruto del azar, y que si bien no podemos negar que haya factores genéticos en juego, concedemos un lugar prioritario a las influencias familiares y a los acontecimientos vividos. Que somos el sedimento de un aluvión de vivencias, y que su recuerdo nos dota de un historia y una identidad.


Haber tenido un padre autoritario o tolerante; ser el hijo menor o el mayor; único o de una familia numerosa; pertenecer al genero femenino o masculino; ser mujer en una familia de muchos hombres, o hombre en una familia de mujeres; haber crecido sano o haber sufrido enfermedades dolorosas u operaciones quirúrgicas; nacer en un país en guerra, ser un refugiado o haber padecido maltrato o abusos sexuales, o, por el contrario, en una sociedad pacifica, democrática, tolerante, son todos acontecimientos, que ninguno dudaría que marcan diferencias en la constitución subjetiva de las personas. Sin embargo en estos ejemplos vemos que hay diferencias entre ellos: todos pueden influir en la manera de ser y de vivir de cada persona, pero algunos parecen más predispuestos, por su gravedad, a causar problemas en algún momento de su vida; tampoco podemos estar seguros que un mismo acontecimiento provoque siempre el mismo efecto en personas diferentes. De hecho en colectivos que ha padecido sucesos intensamente dolorosos, algunos de sus individuos arrastran importantes trastornos durante toda su vida, mientras que otros pueden rehacerla y mantener un saludable estado mental que pueden transmitir y compartir con los demás.  


Aquí es donde al uso vulgarizado del término trauma se le oculta alguna cosa. No parece haber siempre una correlación clara y directa entre el hecho y el efecto traumático. La variante individual cuenta. La manera que cada sujeto tiene de procesar el suceso externo hace que le afecte de modo diferente. Para algunas personas un suceso conmocionante puede paralizarles de terror sumirles en las confusión y privarles de respuesta. Hay quien reacciona con una racionalidad fría sin apenas emoción, y otras pueden deprimirse, culpabilizarse, irritarse, etc. Es imposible describir todas las posibles reacciones porque corresponden a la infinita variedad de la subjetividad humana. Estas diferencias les hacen ser más o menos resistentes a los acontecimientos dolorosos. Éstos pueden ser procesados de maneras distintas, muchas de ellas ni peores ni mejores que otras. Por ello no existe un manual de cómo ha de ser abordado un suceso traumático, cada uno hace lo que puede con arreglo a como se ha organizado mental y emocionalmente como efecto de sus experiencias y relaciones interpersonales anteriores. Podemos decir que el efecto traumático es la resultante de la magnitud de un acontecimiento combinada con la organización subjetiva de cada individuo.


Sin duda existen hechos de un enormidad tal que se hace difícil pensar que haya individuos capaces de soportarlos sin derrumbarse o arrastrar durante su existencia heridas incurables. Los sobrevivientes del holocausto y otros genocidios, los niños soldados participantes en atrocidades, los refugiados de países en guerra, los migrantes expuestos a innumerables e innombrables peligros, las víctimas de hambrunas o catástrofes naturales son ejemplos de traumas colectivos que las portadas de los periódicos nos muestran diariamente. Otros transcurren en espacios más ocultos, incluso mas íntimos, familiares a veces. Son los del maltrato doméstico, la violencia de género, el abuso de los niños o la tortura. Pero aún en estos casos extremos e insoportables la magnitud de sus efectos traumáticos puede ser diferente según el psiquismo de cada uno.


Para entender mejor que las causas y los efectos traumáticos no guardan una correlación objetiva se ha de considerar la dimensión inconsciente del psiquismo. No es solo la magnitud objetiva del hecho traumático lo que da gravedad a las consecuencias, sino su significación inconsciente: un hecho aparentemente nimio puede hacer revivir otro no consciente de gran importancia en la vida de una persona. Una reprimenda del jefe puede hacer retornar una relación de sumisión extrema a unos padres crueles y producir una reacción inesperablemente desaforada. En ocasiones la falta de reacción manifiesta ante un hecho brutal no quiere decir sino que ha quedado oculta, reprimida, y que en cualquier momento se reaviva con ocasión de un hecho de apariencia trivial. Es frecuente que una persona que no reaccionó o se mostró indiferente ante la pérdida de un ser querido, al cabo del tiempo, a veces años, sufra una depresión cuando precisamente la vida se le muestre más sonriente.


Muchas de las situaciones traumáticas a las que me refiero implican a los niños: algunas, porque están sujetos a los avatares de los padres de los que dependen; otras, porque son ellos quienes las sufren directamente y es a ellos quienes les afecta con más frecuencia e intensidad justamente por la inmadurez constitutiva de su recursos. A ellos les pueden afectar cosas que a los mayores pueden parecerles insignificantes, porque a su psiquismo en construcción, indefenso, de límites poco definidos entre la fantasía y la realidad, muchas de esas cosas se les pueden presentar como desmesuradamente terroríficas.


No se puede dar una receta única para atender lo traumático. Ni las causas ni las consecuencias son homologables y al final es el individuo quien se verá afectado en su manera particular de ser y de vivir y quien necesitará encontrar su manera también particular de elaborar y encajar en su estructura mental emocional su cataclismo traumático. Cuando este ha tenido un carácter colectivo es necesario que los responsables públicos pongan a disposición de las personas afectadas recursos que permitan atenderlas. Estas atenciones han de considerar las necesidades de cada uno y no imponer respuestas genéricas que pueden ser retraumatizantes. Es importante el respeto y la tolerancia ante reacciones que puedan parecer extrañas o patológicas. Una persona traumatizada no esta enferma, esta conmocionada. Su reacción no es una histeria o una psicosis como a veces definen los medios de comunicación las expresiones de dolor, la desesperación o la rabia. Hay que dar tiempo a que la persona digiera lo ocurrido, manifieste las emociones que produce, y que tiene derecho a expresar. Se trata de estar a su lado para acompañarla en su dolor y en la posibilidad de poner palabras a sus vivencias,y al final,ayudarle a que se reencuentre con su mundo habitual de personas y de cosas.


En el caso de los niños algunas cosas son distintas. Como vengo diciendo las causas pueden ser inapreciables para los adultos y por ello pasar más desapercibidas. De un chico de corta edad que pasa horas delante de un televisor muchos dirían que se está creando un mal habito. Pero si a una edad en la que esta construyendo su percepción de la realidad, el reconocimiento de los límites o la noción del tiempo y de la espera, se le somete a una sucesión incesante de imágenes ultraviolentas, hiper erotizadas y difíciles de comprender, más que un mal habito esta construyendo un caos mental. No hay que olvidar que en el mundo de internet cualquier niño

puede tener acceso a cualquier imagen. El problema con los niños es que reciben continuamente de su entorno informaciones escenas o imágenes que no comprenden porque que no tienen recursos mentales para ello. Y esto puede pasar ante una banal discusión entre los padres, por una continuada relación de promiscuidad, por una enfermedad que inquieta a su entorno, una operación quirúrgica, la muerte de un familiar o de su mascota.


Pero es que los niños no pueden vivir sin sus padres ni física ni psíquicamente, y la función que la naturaleza y la cultura les ha asignado es la de protegerlos de aquello de lo que por su edad no se pueden defender. El mundo caótico, incomprensible, peligroso sin unos adultos que lo expliquen y le pongan un orden inteligible, sería como una explosión, como un rayo que en cualquier momento los podría fulminar y hacerlos desaparecer.


Una manera de ejercer esta función consiste en filtrar lo que a los chicos les llegue de su entorno para que pueda ser mentalmente digerido por ellos. Son los padres quienes ponen nombres a las cosas, quienes les explican cómo son, cómo funcionan y para qué sirven. Los padres, o los adultos a su cargo, pueden explicarles cosas que ellos por si solos no pueden entender: las palabras, al hacer comprensibles las cosas calman y les dan la seguridad que hay alguien en quien confiar. 

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