Gilberto Aceves Navarro y Francisco Toledo: Pérdidas monumentales

Edmundo Font

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Retrato de Font por Gilberto Aceves Navarro


Por esas coincidencias en los destinos de los grandes Maestros, en 2019 han muerto dos portentosas figuras de la pintura mexicana, Gilberto Aceves Navarro, y Francisco Toledo. Al segundo lo traté en contadas ocasiones, disfrutando de su palabra parca, una suerte de socarronería genial, la de un creador sensible a las tradiciones de una tierra mítica, la de su estado natal, Oaxaca, donde se hablan lenguas indígenas de dulces acentos; y se vive una sensualidad en recato que en el maestro se desató con un erotismo deslumbrante.


En mis años de Nueva Delhi tuve el privilegio de tratar a la más grande artista plástica de la India, Anjolie Ela Menon, quien había permanecido muy cerca de Toledo, cuando ambos, de 20 años, ensayaban en París la disciplina que los encumbraría en su prodigioso arte figurativo. Al enterarme de esa coincidencia -dos grandes pintores amigos en las antípodas- les regalé una sorpresa; durante una cena en el bungalow -alquilado a Octavio Paz para la residencia de nuestra embajada- los puse al habla. 40 años sin contacto quedaron comprimidos en un hilo telefónico. Y ya de regreso en México, algunos años después, organicé la visita de Anjolie a Oaxaca para un significativo reencuentro. Hay pocas cosas con tanta carga emotiva, como las de reverse, dos grandes amigos de esa índole creativa, décadas más tarde.


Ya al Maestro Aceves Navarro tuve la ocasión de tratarle de modo asiduo, precisamente, a mi vuelta a México de la India. Ello me permitió ahondar en la personalidad de un artista que se prodigaba con extrema generosidad. Y se lo dije varias veces. El 2 de junio de este año por última vez; fue durante la inauguración de una bella exposición suya en Tepoztlan. -Maestro, usted ha sacrificado mucho el impulso de su obra por la responsabilidad de transmitir sus enseñanzas-. Apenas concordó con ese dejo de desaprobación, un tanto incrédula, en quien no presumía de nada, achatando la tradicional egolatría del artista consagrado.


El exigente Maestro que fue don Gilberto deja una pléyade de artistas mexicanos en la orfandad, pero bien dotados de sus lecciones técnicas y lo que es más trascendente, herederos de una actitud de modernidad casi sin parangón en nuestro panorama de esnobismo “conceptual”; tanto, que desafió con talante valiente al establecimiento especulador de un mercado orientado siempre a la falaz decoración. Su legado incluye el reflejo de una postura ética, de izquierda, y sus desdoblamientos en una poderosa rebeldía contra injusticias de toda índole; dueño de inconformismos que lo identificaron siempre con su par en talento y reivindicaciones, Francisco Toledo.


Por Edmundo Font

Una vez le pregunté sobre esa relación de complicidad artística tan relevante, y con su estilo parco y una voz de caverna Platónica -con lo que ello implica de exploración de ideas y sentimiento- me dijo que visitaba a Toledo en alguno de sus patios de las casonas que luego regalaba para la formación de jóvenes en Oaxaca, y durante las comidas a dos el discurso era regado más por trago de mezcal y silencios que por palabras. Ambos genios de nuestra expresión figurativa requerían solo mirarse y convivir solidariamente, para “entenderse”.


Recuerdo ahora que al Maestro Aceves lo llevó a mi casa el talentoso director de teatro José Luis Cruz, sin lugar a dudas uno de sus alumnos-hijo más entrañable. Fue el inicio de una serie de encuentros regados por la pertinencia de quien estaba formado en el rigor de la visión, no sólo plástica sino política, sin concesiones a lo circunstancialmente correcto, con un alto y raro sentido de la dignidad. Valor que hoy en día parece ser ninguneado por supuestos pragmatismos -horrenda palabra, como diría don Horacio Flores de la Peña, otro gran mexicano cortado por esa misma tijera de la conciencia histórica del dolor y grandeza de nuestro pueblo-.


Uno de esos días le conté al maestro que la universidad Metropolitana me publicaría un libro de poemas, y le pregunté si podría diseñarme alguna viñeta. El Maestro Aceves Navarro se llevó la mano a la barbilla y no queriendo ser descortés buscó una forma de decirme que ya no ilustraba volúmenes de ninguna especie. Al poco tiempo marcó al teléfono de la casa y con esa voz que venía del fondo de una intensa gravedad tonal me pidió, cosa rara en él, que lo invitara a cenar. Ese era otro rasgo de su magnanimidad.


Para mi mujer y para mi siempre representó una fiesta y un claro privilegio tenerlo con nosotros. De nuevo llegó una noche con José Luis Cruz, y en los aperitivos sacó un cuaderno escolar en blanco, cogió un bolígrafo y me hizo leer algunos textos del futuro libro. De los poemas que más le iban interesando trazaba limpias lineas prodigiosas, apuntes que traducían a su vez imágenes al vuelo. Finalmente, dibujó un retrato con rasgos aguileños un tanto enmarañados, tal vez así concebía el contenido de ese libro que para mí ya es y más en estos momentos tan tristes de su partida, un recuerdo vivo de su talante único, y de su mano prodigiosa.

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