A pocos días de celebrarse las elecciones catalanas, siguen planeando muchas incertidumbres acerca de sus resultados y del escenario político que dibujarán. La participación ciudadana constituye sin duda la primera gran incógnita. Todos los indicios apuntan a una mayor abstención: como resultado de la pandemia, por supuesto; pero debido también a una atmósfera mucho menos tensa que la que reinaba en diciembre de 2017, con la sociedad polarizada al extremo. Una menor participación puede distribuirse, sin embargo, de modo muy desigual y tener una gran repercusión en el resultado. Sobre todo si la desmovilización afecta en mayor medida a las áreas metropolitanas, que han visto difuminarse el peligro de un intento secesionista, y se combina con una alta participación en las provincias más proclives al voto independentista. (En Barcelona un escaño vale 50.000 votos, frente a los 20.000 que se requieren en Lleida). Por otra parte, todas las encuestas coinciden en señalar un altísimo porcentaje de indecisos. El fenómeno se viene repitiendo en los últimos comicios, reflejo de la volatilidad del momento. Las representaciones tradicionales, al igual que las entidades que organizaban a la sociedad civil, han perdido crédito y pie con sus bases. Los partidos se han ido reduciendo a esqueletos de cuadros institucionales. Para la izquierda, esa pérdida de musculatura y conexiones vivas con el mundo del trabajo, los barrios populares y los sectores sociales más desfavorecidos resulta especialmente crítica. En cualquier caso, muchos votos - y, con ellos, escaños determinantes para la configuración de mayorías parlamentarias - se decidirán el mismo 14-F, a pie de urna.
Papeletas electorales / EP
Esas incertidumbres, unidas al otro dato persistente de todas las encuestas - el empate o gran proximidad en cuanto a los pronósticos que se refieren a PSC, ERC y JxCat -, tal vez haya propiciado una campaña sin grandes sorpresas ni estridencias por parte de esas formaciones. A pesar de todo, las distintas ofertas electorales permiten situar con claridad la disyuntiva que se plantea ante la sociedad catalana. La disputa es enconada entre los partidos independentistas, hermanos enemigos y socios de gobierno. Está en juego la hegemonía en el campo soberanista y, con ella, el control del entramado administrativo-mediático autonómico y sus redes clientelares. El fracaso del "procés" es inapelable. La independencia no figura en ninguna agenda; sólo existe el prosaico deseo de poder. Puigdemont aspira a conservarlo agitando la épica del 1-O, apelando al sentimentalismo y recurriendo a la demagogia populista. ERC hubiese querido mostrar un perfil más pragmático y proclive a la negociación con el gobierno de Pedro Sánchez. Pero, a cada paso, ERC se asusta de su propia audacia, tiembla ante las acusaciones de "traición"... y teme que sus propias bases sean sensibles a las admoniciones de la derecha nacionalista. En realidad, el independentismo sólo puede seguir liderando a las clases medias que lo encumbraron si mantiene un cierto clima de tensión, un sentimiento de agravio permanente. La temible irrupción en el Parlament de Vox, señalado el nacionalismo como el rostro más genuino de una España irreformable, podría resultar muy útil a tal propósito.
Esa vía es la menos indicada para encarar la grave situación socio-económica que nos deja la pandemia. Y, por supuesto, para gestionar provechosamente los fondos europeos, algo que requiere un leal esfuerzo de cooperación institucional. La máxima maragalliana es ahora más cierta que nunca: "El camino de Europa pasa por España". Lo cierto es que resulta difícil imaginar una salida del marasmo actual que no pase por una victoria clara y contundente de Salvador Illa. Sólo un nítido respaldo popular a la candidatura socialista, recuperando de modo significativo el voto perdido a cuenta de C's y ampliando al mismo tiempo los apoyos entre el catalanismo, supondría el mensaje de una corriente troncal de la sociedad a favor de un cambio de rumbo del país, dejando atrás los años de confrontación y decadencia. Sin ese impulso no hay nada que hacer. La discusión sobre la reedición de un tripartito de izquierdas es muy engañosa, tiende a ocultar las cuestiones decisivas: su orientación y su liderazgo. Por poco que la aritmética parlamentaria lo permita, la opción de ERC será la reedición de un gobierno independentista. Pero es que, aún suponiendo que ERC ganase las elecciones y la suma de sus escaños con los del PSC y los comunes permitiese conformar una mayoría, el problema no estaría resuelto. Aureolada por las urnas y bajo la mirada inquisitorial de JxCat y la CUP, es difícil imaginar que ERC ofreciera un pacto aceptable para el PSC, una agenda centrada en la recuperación económica y la mejora del autogobierno. Después de todo lo ocurrido, la socialdemocracia no puede siquiera contemplar el retorno a un período de agitación en torno a un referéndum. El PSC estuvo demasiado cerca del colapso para haberlo olvidado.
El anhelado sorpasso de ERC a la mutación nacional-populista del gen convergente podría leerse como un premio a la promesa de un independentismo "realista". Pero no sería la garantía de ningún giro a la izquierda, ni haría de ERC un aliado estable del gobierno progresista en el Congreso de los Diputados. Lo cierto es que si quedase en tercera posición tampoco se sentiría mejor predispuesta. Quizá su conclusión sería que no se ha mostrado lo bastante radical frente a los "carceleros". ERC es el partido de una pequeña burguesía que vive atemorizada ante las convulsiones provocadas por la crisis del orden global. Es ilusorio confiar en su temple o en la rectitud de sus dirigentes. Sólo determinadas correlaciones de fuerzas podrían empujarla a la senda de una cooperación constructiva con la izquierda. Hoy por hoy, eso se antoja difícil. Pero sería del todo imposible si el PSC no ganase las elecciones - y debería hacerlo de modo contundente. El debate recurrente sobre el "voto útil" resulta siempre resbaloso. En democracia, todo voto es legítimo y útil: refleja los anhelos de una parte de la sociedad; anhelos que deben ser reconocidos e integrados de un modo u otro en la gobernanza del país, en la conformación de gobierno y oposición, a través de pactos, en la confección de las leyes... Además, la salida de una situación tan intrincada como la catalana dependerá de la capacidad negociadora de unos y otros. Pero, tal como están las cosas, cuesta vislumbrar un retorno a la racionalidad al margen de un gran resultado de Illa. Que cada cual actúe según su conciencia. Y, como decían a los toreros al salir a la plaza, "que Dios reparta suerte y no nos levanten las zapatillas".
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