Venezuela: una historia de monstruos y calamidades

Alex Fergusson
Ecólogo. Negociador. Profesor-Investigador. Universidad Central de Venezuela. Columnista del diario El Nacional.

Haciendo el debido seguimiento al proceso político y socioeconómico venezolano, se observa que desde 2005 a la fecha, ha venido ocurriendo un fenómeno de crecimiento y consolidación de algunos rasgos de barbarización de la vida cotidiana en nuestro país.


Parafraseando a Shakespeare: el sueño de la revolución engendró monstruos.


El primero de ellos es la “inseguridad” o más bien la aparición de un Sistema Emergente que es la delincuencia organizada, la cual ahora controla extensas zonas urbanas del país. Ya no es posible seguir imaginando la delincuencia como el resultado de acciones individuales aisladas por parte de un grupo de “antisociales” o “desadaptados”. Visto así no podría explicarse el sicariato, el micro-tráfico de drogas o el robo anual de 100.000 teléfonos celulares; los miles de atracos, arrebatones y hurtos de auto, así como de “secuestros expresos”, chantajes telefónicos con amenazas de muerte y otras modalidades. En este punto no podemos dejar de señalar las veinte mil muertes violentas al año, unas seis mil de la cuales ocurren en manos de agentes policiales, especialmente del Grupo FAES de acciones especiales. La magnitud del monstruo es tal que los mecanismos de intervención diseñados han encontrado obstáculos formidables y tenido una baja eficiencia. Como ruido de fondo y asociado a él, encontramos el aumento de la agresividad ciudadana, la violencia doméstica y de género, y hasta la violencia escolar.

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El segundo es la “burocracia insensible e incompetente”, que sin excepciones ha mostrado una incapacidad genética para ejecutar lo mínimo que le está asignado. Las gestiones institucionales deficientes y el abuso discrecional de los requisitos; la basura; las calles en mal estado; la vialidad rural deteriorada; el transporte público colapsado o ausente; el agua escasa y racionada; la disponibilidad epiléptica de la energía eléctrica; la lentitud en la construcción las obras públicas; la deficiente producción y distribución de alimentos; el funcionamiento lamentable de los hospitales y centros de salud, las escuelas y las universidades; las catástrofes socio-ambientales cada vez más frecuentes; las tomas de espacios públicos y privados; pero sobre todo, la creciente presencia de militares activos en la gestión del gobierno cívico-militar; son perlas de ese collar. El impacto de la operación de este monstruo es incalculable en términos de productividad, eficacia y eficiencia de la gestión, efectividad del gasto público, tiempo invertido y bienestar ciudadano.


El último de los monstruos referidos es la “corrupción”, que encuentra espacio libre para actuar de mano de la burocracia incompetente y la impunidad. Alguien estimó en 220 mil millones de dólares el monto del “by pass” que la corrupción le ha aplicado al gasto público en los últimos quince años; otros, más extremos, lo calculan en seiscientos mil millones. Ya no hay espacios de la administración pública y de la gestión de gobierno, donde esta “mano peluda” no se muestre en toda su obscenidad.


Finalmente, como consecuencia de la acción combinada de estos tres monstruos, se ha venido instalando una percepción de la vida cotidiana como “calamidad”, lo cual se expresa de múltiples manera <desesperanza, estrés, crisis de ansiedad, depresión y hasta suicidios> y que es producido, entre otras cosas, por: el tiempo perdido en las “colas”; el riesgo de pasar “un mal rato” por la imprudencia de los motorizados o las decenas de alcabalas policiales que piden “favores” en  calles y carreteras; el irrespeto generalizado por la autoridad y las normas; la institucionalidad venida a menos; la escases de productos que nos convierte en compradores oportunistas y compulsivos (compramos lo que hay, cuando hay y donde esté); las “romerías” para conseguir un repuesto o un medicamento; el temor de salir de casa o ir a divertirnos, aumentado ahora por la pandemia de COVID y la angustia de enfermarse por saber que no tienes los recursos para cubrir los costos ni a donde recurrir para tratarte. Y no hablemos de los “salarios de hambre”, de la dolarización de la economía y de la hiperinflación.


Ahora bien, que la delincuencia sea un producto natural de una sociedad cuyo criterio de éxito es la capacidad de consumo y el lucro, se entiende. Que el sistema político venezolano haya estado plagado de corrupción, desde siempre, es cosa obvia. Que el burocratismo sea una enfermedad consustancial a todo el entramado organizacional venezolano desde la colonia a nuestros días, es asunto que “se cae por lo maduro”.


Lo que no se entiende, es que un proceso político que prometió y dijo proponerse refundar la república con todo su modelo de relaciones sociales (incluido el marco ético de la nueva conciencia ciudadana), no haya podido en estos largos años, dar algún paso contundente en el camino de derrotar estas lacras y, más bien por el contrario, las haya estimulado hasta convertirlas en instrumentos para gobernar.


Así que, lo peor que podríamos pensar ya está ocurriendo y es que este estado de cosas se ha “normalizado” de tal modo que a algunos les parece ya demasiado tarde para revertir la tragedia.

El resultado final es que desde hace tiempo ya, estamos percibiendo la vida como un “mar de calamidades” que en el cual debemos navegar cada día.

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