PALOMAS MENSAJERAS DEL PASADO
Hoy volví al pasado. Pisé unas estancias que durante treinta años creí desaparecidas para siempre. El segundo, o tal vez el tercer departamento que mi padre alquiló en la Ciudad de México cuando desembarcó, con mi abuela y mi tía, desde una España en plena guerra civil, volvió a aparecer inesperadamente en mi vida. ¡Y de qué manera!.
Hoy volví al pasado. Pisé unas estancias que durante treinta años creí desaparecidas para siempre. El segundo, o tal vez el tercer departamento que mi padre alquiló en la Ciudad de México cuando desembarcó, con mi abuela y mi tía, desde una España en plena guerra civil, volvió a aparecer inesperadamente en mi vida. ¡Y de qué manera!.
Resulta que ese departamento en la calle Martí -en honor al poeta mas emblemático de Cuba- localizado en un barrio tradicional del D.F. llamado Tacubaya, gozaba de lo que se llamó una renta congelada, vigente en nuestro país hasta hace pocos años y que protegía de aumentos inmobiliarios especulativos a quien arrastraba un alquiler durante casi tres cuartos de siglo, como fue la circunstancia que se vivió en mi familia paterna. Se da al caso de que fallecido mi padre y radicando nosotros, los 3 hijos que tuvo, en países diferentes, prácticamente cerramos a cal y canto ese piso que ya solo poblaban los recuerdos y un buen día de hace más de tres décadas comenzamos a pagar la renta en un juzgado, a raíz de un desacuerdo con el propietario.
Huelga decir que de forma inopinada, nos desentendimos del pisito, dejándolo a su suerte, mas bien a la buena fortuna de una especie volátil, que zurea, ronroneante, y que se enseñoreó de él, como veremos luego.
Acontece que hace unas semanas tuvo a bien localizarme, moviendo cielo, tierra y mar, y no es ésta una figura retórica, el hijo del propietario de la vivienda, don Gonzalo, a quien tras meses de inquirir mi paradero le proporcionaron los datos de mi oficina itinerante -la que nos asigna la Cancillería a los embajadores en espera de destino (en todos los sentidos)-; y dándome una de esas contundentes sorpresas de la vida, me recordó por teléfono que el piso seguía allí, aguardándonos, como un centinela dormido, como el dinosaurio de Tito Monterroso.
Don Gonzalo, claro está, estaba también en espera de que alguien de nuestra familia se hiciera vivo para actualizar los términos de un contrato que ya disfruta de la llamada tercera edad, como si fuera una persona de carne y hueso, y de hecho, paradójicamente, nuestro vetusto domicilio se ha vuelto un personaje inmaterial.
Mi primera reacción de estupor la deben de haber imaginado ya. El segundo balde de agua fue la incredulidad por un recordatorio tan tardío, como los años en que nos fuimos haciendo a la idea de que por una u otra razón la incuria del propio tiempo habría desatado nuestros vínculos con ese espacio que preservaba mobiliario, aparatos, cristalería y los etcéteras domésticos elementales.
No puedo negar que tuve que armarme de valor para retornar a días cuya acumulación han sido para mi una suerte de capas geológicas por edades: la transformación de bebé a niño y luego de adolescente que visitaba a su abuela Gertrudis -tulitas para la familia- para rematar algunos años en que ya universitario y ausente la abuela, radiqué entre esas paredes y bajo ese techo. Sin duda esta última étapa fue la que más rememoro, en muchos sentidos, del romántico, al intelectual. En ese modesto espacio tuve la fortuna de que siendo veinteañero aceptaran la invitación a frecuentarme, en una suerte de tertulias bohemias aleccionadoras, algunos notables escritores y artistas contemporáneos.
Ahora "me cae el veinte", como decimos en México; tuve el privilegio y la fortuna, siendo un joven poeta, de recibir en ese pequeño departamento, marcado con el número 8 del infinito, a los escritores Rubén Salazar Mallén, Jesus Arellano, Francisco Hinojosa; a los poetas Alejandro Aura, Jorge Hernandez Campos, Margarita Paz Paredes; al periodista Rodolfo Rojas Zea; a los directores de cine, y dramaturgos Juan Ibáñez, Oscar Liera, Jaime Saldívar (también pintor); al pianista Bibiano Valdés; al librero creador de "Gandhi", Mauricio Achar; al arquitecto Flavio Salamanca, y a Benito Messeguer -por entonces director de la escuela de artes plásticas "La Esmeralda" y notable grabador, que ilustró "Otra Vez Guernica", -mi primer libro de poemas- entre otros intelectuales, pintores, músicos, autores notables.
En una cocina donde cabíamos de dos en dos a duras penas, cocinaba, mi talentosa y bella mujer de entonces, peroles de ravioles con salsa de tomate y orégano, comprados en la "Pasta Italiana", de la histórica calle Ayuntamiento, y servíamos una versión mexicana de vino tinto "Paternina", con aquellos bolillos de la época que nada le pedían a las originales "baguettes". Y en el tocadiscos giraban, a 33 revoluciones, Paco Ibáñez, y el Cuarteto Cedrón (a quienes conocí en París, como lo conté en una crónica) y una pléyade musical que iba de Atahualpa Yupanqui a Mercedes Sosa, pasando por nuestros "Folkloristas", con todo y la voz de ángel malogrado de Amparo Ochoa.
Pero regreso al presente de aquel pasado que podría parafrasear con una frase de García Márquez, cuando fui "feliz e indocumentadamente... aprendiz". Y el epílogo de este retazo de historia personal ha sido el choque emocional inevitable de quien destruye un cerrojo, abriendo una puerta a golpe de mazazos, porque es obvio que las llaves habían fenecido, y entra, tantos años después, a una morada que han ocupado ya varias generaciones de pichones y palomas.
Esas mensajeras Picassianas de una paz de los sepulcros -había cúmulos de carcazas regadas por todas las estancias- se colaron, sabe dios hace cuántos años, por una ventana rota, me dicen los vecinos, durante una tormenta inusual de granizo que cargaba, como con bolas de billar, contra los cristales.
>> La descripción del piso que reencontré toleraría que utilizara, sin una pizca de lugar común, el término "Dantesco"; una capa devastadora, blancuzca, grisácea, un nido de muchos metros cuadrados había sido pacientemente confeccionado por aves de tamaño prodigioso que alzaron el vuelo a la manera de las imágenes de Hitchcock cuando invadí, lo que alguna vez había sido el hábitat de la cadena de apellidos Font-Lara-Trueba-Urbina-Alexander y Lopez.
Se trata de 3 generaciones de "transterrados", cruzando el Atlántico: unos, escapando de Yucatán a Barcelona, de las expropiaciones del primer gobernador socialista del continente, Felipe Carrillo Puerto, -mi abuelo el catalán-. Y luego mi padre, huyendo él, de la infamia y los crímenes franquistas; y otros, como yo, mi hermana y mi hermano, exiliados por decisión propia en otras latitudes, muy lejos de la calle Martí (llamaría yo a eso vocación de viaje perpétuo) y que acabamos, ahora, siendo echados definitivamente de un nido familiar, por otro nido colosal, el de un cúmulo de palomas con un ramo de recuerdos memorables en el pico...
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