Intermitencias romanas, se podrían titular mejor estas líneas, que como ofrenda de “Día de Muertos” le dedico a Federico Fellini, quien hoy cumple 28 años de haber desaparecido. El asunto trata de una extraña anécdota personal; lo de ese prestidigitador formidable fue tantas veces producto de un surrealismo que trastocó algunas reglas de André Bretón. Aunque nos sorprenda, el célebre autor de “Nadja” mantuvo resabios moralistas contrarios al célebre filósofo del amor que fue Casanova, y al que Fellini mismo homenajeó en una alucinante cinta (a cuya filmación acudió el gran poeta italiano Valerio Magrelli, que también aparece por aquí).
Ese surrealismo italiano, más presente en “Giullieta de los Espíritus” y en el “Satyricon”, que en “La Vía Véneto”, es de vuelos hilarantes, incluso mayores que los de Buñuel. Al adusto autor de Calandas le soltó más la mano su inmersión en el mundo mexicano, mezcla de fuegos fatuos espirituales, la imaginería extraordinaria prehispánica y el espíritu churrigueresco (no me olvido de las precursoras dalinianas de “La edad de Oro”, ni del “Perro Andaluz”). El surrealismo popular mexicano pasa por las muecas a la muerte, con el talante que Neruda nos atribuía, llamándonos seres de cortesías espinosas.
El momento en que renuncié a la ocasión única de conversar con ese demiurgo del cine, intuí que había llegado el fin de mis años dorados en Roma. Sucedió una noche en la que invité a cenar en “Dal Bolognese” a una pareja de intelectuales mexicanos y a quienes propuse pasear por la prodigiosa Vía Margutta.
Esa calle larga y con dos accesos por los que deambulan los conocedores de su historia de galerías de arte y viviendas de escritores y de artistas, estaba solitaria a esas altas horas y los pasos resonaban. A lo lejos las explosiones de una Harley-Davidson horadaron la atmósfera mortecina de esa luz romana que pinta ocres. Al aproximarnos al número 88, quería reservar a mis invitados una sorpresa.
Casi en el momento que les contaba quien vivía allí, se aproximó la motocicleta y se bajó Federico Fellini. La estacionó frente a su puerta. Me escuchó gritar su nombre. Metió la llave en el portón de la casona donde habitaba con Giulietta Masina y giró la cabeza, divertido. En vez abrir, hizo una pausa, dejando que lo abordáramos. Me paralicé. Y eso que tenía un tema puntual para tratarle. Lo verán más adelante. Mi usual atrevimiento, en este caso me jugó una mala pasada.
Por ello digo que ese día supe que tendría irme de esa ciudad que añoro tanto. Unos meses antes de mi falta de aplomo, durante una fiesta que ofrecía mi buen amigo Roberto E. Wirth, dueño del hotel “Hassler” en Trinitá dei Monti (quien vivía abajo del penthouse de Vittorio Gasmann) un joven ayudante del realizador me contó la anécdota de un viaje a México de Fellini, en busca de una locación.
Advierto de antemano que esta historia goza de otras versiones; Fellini amaba trastocar, suplantar la realidad, proponiendo un abanico de lecturas inverosímiles. Mi versión la reproduzco como me la contó su colaborador de entonces: el autor de las “Las noches de Cabiria” se habría obsesionado con el libro principal de Carlos Castaneda —otro fantasmagórico autor del que se conocen fuentes biográficas contradictorias y solo una que otra fotografía—. Así que viajando con un ejemplar de “Las Enseñanzas de don Juan”, Fellini la emprendió rumbo a México.
Y en vez de buscar escenarios en parajes del norte, donde se desarrolla la acción de ese libro que cambió la visión del mundo de Paulo Coelho, se dirigió a Yúcatan. Curioso pensar que en vez de visualizar a un nagual Yaqui de los desiertos de Sonora, a don Juan lo protagonizaría un hierático sacerdote Maya. La estancia en Mérida habría sido inusitadamente corta. La misma noche de su desembarco en la Ciudad Blanca, a Fellini se le habría aparecido el sabio brujo de los “encajes” metafísicos. Allí, en un rincón de su habitación, se había materializado el espíritu de ese gran maestro de legado chamánico ancestral, interactuando en silencio con el autor de hechizos cinematográficos.
El narrador original de esta otra versión de la historia del gran autor italiano en México, a quien conocí en la fiesta de los Wirth, concluyó diciendo que Fellini prefirió no lidiar con ese estado de realidad no ordinaria, sobre todo cuando en su visión no había privado el consumo de la “yerba del diablo” ni del “humito” —el peyote y el toloache (Datura Inoxia)— al que inducía don Juan Matus.
El autor de “8 y Medio” habría decidido cortar por lo sano y olvidar su proyecto, sumando éste a otros planes inconclusos de su obra. Es sabido que dejó en el tintero una cinta que le representaba enfrentar, ineluctablemente, el fin del camino. Hay quien apunta el temor a la muerte para esa tarea que anunciaba y nunca terminaba de concebir, “Il Viaggio di G. Mastorna, detto Fernet”. La verdadera historia de no filmar “Las Enseñanzas de don Juan” no la sabremos nunca. Aunque el viaje se bifurcó después con la historieta que diseñó Milo Manara y que se tituló “Viaje a Tulum”. Los meandros de este otro episodio entusiasmaron tanto a Alejandro Jodorowsky, genio ocultista del arte contemporáneo, que se propuso hacer un filme sobre la imposibilidad del filme. El tema no es inédito. Cocteau escribió “Malesh” (palabra en árabe para excusarse) sobre una obra teatral que no consiguió montar en Egipto, si no me falla la memoria.
Para redondear el relato de mi frustrado parlamento felliniano, refiero mi traducción del poema del epígrafe, que sin alejarse del tema principal traza una línea paralela y a la vez nombra mi escrito. Me explico. El gran intelectual italiano Valerio Magrelli, a quien conocí en el hotel Sheraton de la Ciudad de México, cenando mi mujer y yo con Marie-José y Derek Walcott en el centenario de Octavio Paz, me contó que su vocación inicial había sido por el cine y que siendo muy joven, Fellini le habría dado la oportunidad de participar en el set de su película sobre Casanova, con la actuación estelar de Donald Sutherland. Film que vivió la vicisitud de haberle sido sustraídos varios rollos sin editar aún, en un rolambolesco episodio de confusión: buscaban destruir negativos de una cinta de Pasolini.
Solo me queda, en caso de suspicacias, el valioso recurso de esa trillada frase italiana que dice “Se non è vero, è molto ben trovato". Ya se encontraba en Giordano Bruno: “Del furor de los Héroes”, segunda parte, diálogo III.
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