Donde preside Apolo / y mora solitaria la Sibila, / augusta en su antro inmenso, ella la intérprete / a quien el delirio vate con su espíritu, / alienta, inspira y muestra lo futuro. / Por el bosque de Trivia andando Eneas, / avanza con su gente al áureo templo. VIRGILIO
En la Habana, a los 92 años, falleció el 3 de noviembre, el formidable, gran escritor cubano que fue Pablo Armando Fernandez, ser de profundo calado poético, cuyo mundo de erudición y cultura vastísima trasladó a un lenguaje coloquial; y en su fusión de narrativa de introspección y buceo en la memoria, quedaron plasmados momentos de la historia de su país, al que representó también como agregado cultural en Londres y fue incansable divulgador de su identidad en conferencias por el mundo afuera (fue brillante editor también de “Lunes de Revolución”).
Lo pude tener conmigo en Roma, Barcelona, Acapulco. E indirectamente, en Nueva Delhi, con la edición bilingüe, de mis Cuadernos de Lodi Gardens, del “Nocturno de San Cugat”; y con una plaquette, preciosamente editada por el taller de Luis Ángel Parra en Bogotá (de allí salió obra gráfica de Szyszlo, Cuevas, Roda, Obregon, entre otros grandes maestros latinoamericanos).
Pablo Armando Fernandez tuvo la generosidad de escribir un poema para el catálogo de la exposición que dediqué al prodigioso pintor Alejandro Obregón, en el Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias y que reproduzco al final de este texto. Al autor de “Los niños se despiden” —premio Casa de las Américas— lo conocí en la Habana, en los 70, cuando nos presentó a Jorge Valdés y a mi, en un recital en la Casa del Poeta, vetusto bellísimo edificio en los muelles que amaba Lezama Lima. Guardo con celo sus palabras desprendidas, memorables.
La distancia, pese a los medios electrónicos, sigue siendo imprevisible y muy ingrata. Vine a volver a saber de Pablo Armando, tres semanas después de su desaparición, y gracias a una conversación de otros temas con Florentino Batista, el embajador cubano en Malasia. El lugar común es inevitable; no deja de repetirse la atrocidad de la tristeza por la pérdida de un amigo admirado.
Se agolpan, más tarde, imágenes jubilosas y vitales. En Catalunya, en mi casa de San Cugat, le recibimos en una cena apoteósica, junto a los mexicanos Emilio Payán y Juan Sebastián Barbera; a ella asistieron también el embajador Lauro Moreira, Consul del Brasil, el genial estilista y peluquero Pascual Iranzo, y Paco Gómez Franco, un brillante colaborador nuestro. Las copas de Cava desataron tantos nudos de conversación, que el lápiz de Juan Sebastián fue provocado por Pablo, lo retó a que nos dibujara. Y a la vez, yo desafié a Pablo, pidiéndole que al alimón escribiera un retrato de cada uno de nosotros. Ambos pusieron manos a la obra, nunca mejor dicho. El happening casero resultó en un raro ejemplar que acabó siendo editado en la India y presentado, en su versión en inglés, en el célebre auditorio del “Hábitat Center”, en Lodi Gardens.
En 1992 Pablo había pasado por Barcelona, rumbo a Oviedo. Era miembro, del jurado del Premio Cervantes. Lo llevé, con Maruja su esposa, a comer a un restaurante emblemático cerca de las Ramblas. Desde ese rincón centenario le hablé por teléfono a la poderosa agente literaria que fue Carmen Balcells, otra de mis figuras más entrañables y queridas; y cosa rara en ella, habituada a recibir pleitesías literarias; al saber quiénes estaban conmigo, paró todo y con un taxi, desde la Diagonal, nos alcanzó en el deslumbrante salón modernista de las Sirenas, en el Carrer Sant Pau. Verdadero afecto y admiración le tenia Carmen también.
Años atrás, viviendo yo en Roma, habíamos incursionado por algunos vestigios de la antigüedad clásica en Italia. Bebimos vino a los pies de la cueva sagrada, el oráculo donde la Sibila de Cumas profetizaba en verso.Y visitamos también, además de caminar por la Vía Appia, Tívoli y la Villa Adriana, allí donde el célebre y diplomático emperador —de los primeros en negociar, en vez de hacer la guerra— recreó estilos de los confines del mundo de entonces. En su hábitat de templos, biblioteca, teatros, fuentes, jardines y palacios, reunió órdenes arquitectónicos griegos y egipcios, con un un eclecticismo ejemplar, imposible de concebir hoy en día; quien lo intentara podría caer en lo Kitsch de las revistas de decoración.
No le molestaría a Pablo que dijera que su talante y su pinta, con barba de Tribuno —le faltaba solo la túnica— resaltaban en esos paisajes bucólicos de la antigüedad que admiró y gozo tanto. Solo lamento que no pudimos visitar Bomarzo; admiraba mucho el monumental fresco, luego una ópera, que había escrito Mujica Lainez. Se encantó, cuando le conté que Cortazar, quien admiraba la obra principal de su congénere argentino, llegó a decir que podrían encuadernarse juntas las 2 novelas, la de él y la de don Manuel, y llamarlas BOYUELA Y RAMARZO.
A Pablo lo vi otras veces en su antigua casa de la Habana. Vivía rodeado de su abundante biblioteca y de algunos cuadros de grandes artistas de su país. No cometeré una infidencia si cuento que se le desapareció un dibujito o grabado de Picasso que le habían regalado en alguno de sus incontables viajes por el mundo. Me devolvió la visita en Acapulco. Lo alojamos con nosotros. Le organicé varias lecturas, una en el Fuerte de San Diego. Se sintió como en su Habana querida en esa fortaleza de raíces coloniales. Publiqué entonces otra plaquette que se agotó de inmediato, con algunos de sus mejores poemas, los dedicados a Maruja también.
Pablo Armando Fernandez fue amigo muy cercano de una gran diplomática francesa, la ministra consejera Jeanne Texier —nacida en otra isla, en Madagascar—; ella se quedó a vivir en la colonia Roma de la Ciudad de México cuando se jubiló. Una tarde no muy lejana le hablamos juntos, por teléfono. Ya era un hilo esa voz suya suavemente matizada. La foto que aparece aquí fue tomada en su casa. Le prometimos ir a verlo a Cuba. No pudimos cumplir esa promesa. Lo añoramos ya, tanto.
DEL SECRETO CELESTE
Poema de Pablo Armando Fernández para Edmundo Font,
por su obra.
Siente que son sus pies los emisarios
de imprimir sobre el suelo
las huellas que revelan los pasos estelares.
Se le ve andar descalzo en perenne combate
contra otros, que trazan en su vagar
lo opuesto a los designios del color
que emana de la Luz y sus entrañas.
Alza la vista para contemplar
lo vasto en desmesura incalculable.
Vuelven sus ojos a ceñir sus lentes
al polvo que genera nueva vida
en la flor, en el fruto, el grano y la semilla.
Lo infinito lo atrae y subyuga.
Halla sus semejanzas
en el agua, la arena, la hierba y el rocío.
Mirándolos se interna en otras sendas,
las que siguió en Egipto, India, Roma.
Ajusta lo aprendido en otros ciclos
con lo vivido y por llegar aún.
Confiado en sí, a sus huellas recurre,
se instala en lo remoto inalcanzable.
Para exponer lo que la Luz le entrega
tiene que refugiarse en su esplendor
que lo devuelve a la señal primera
en la que el verde impuso jerarquías
a sus matices, que fijan escalas
de una continuidad reveladora
en el retoño: hoja, rama y racimo agrestes.
Aquí, en este planeta que llamamos Tierra
ha de entregarnos signos del color.
Cada uno es un gesto omnipotente,
que en su mano y sus ojos ejerce cumplimiento.
Irisado, a sus vuelos se suma y hace
que en esencias desciendan los Misterios.
Ante sus cuadros, uno se acerca en el color
al punto do el creador iniciara su obra
esclarecida por fulgores propios
que matizan los suelos legendarios
por sus pies recorridos.
Se entrega con pasión
al impulso que rige sus ensueños
hacer posible otra visión celeste.
Sólo vemos la Luz
en sol, luna y galaxias centelleantes.
Cuanto se nos hace común, reconocible
a nuestro parecer, él lo transporta
de las alturas donde el color recrea
con sus matices todo lo realizable
Mirando su dispersión o encierro,
veo lo que ocultar no logra la expansión.
Y ese ágil chisporreteo exalta
mi corazón, mi mente.
Invoco a los cantores inmortales,
que en la poesía rinden al color festejos
y nombran uno a uno en su arduo mestizaje,
dichosos de encontrar en lo velado
muestras reconocibles.
La diferencia entre lo remoto y lo cercano
es la separación que Edmundo Font,
destello circular, fulmina al demostrarnos
que cuanto aceptamos sorprendidos
como pura invención, es del oculto celaje
obra en progreso, que por gracia de la Luz
reproducimos: el vuelo, la imagen capturada,
el espacio y el tiempo condensado
que nos permite en la distancia oírnos.
Así, el agua, la arena, la hierba y el rocío
son el asentamiento de imágenes remotas
impresas sobre el suelo, que sus pies descalzos
recobran y en colores
incorporan al blanco del tapiz.
Lo natural soberano le impone
su realidad y es el pincel en su mano
un despertar del arte que ostenta con fulgores
altas revelaciones del secreto celeste.
Acapulco – La Habana, 2007
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