El Illimani en homenaje al Centenario de Jaime Saenz
En plenas fiestas decembrinas sudamericanas apareció mi libro “Luz de Emergencia”, publicado por la editorial PLURAL, en La Paz. A casi un año de haber salido de los Andes, enamorado de su cultura, de gente entrañable, de su “Achachila”, espíritu protector de los que veneran la montaña sagrada del Illimani, llega a las librerías lo que debo llamar un libro de amigos.
Me arroparon, en momentos de dificultad —por el deterioro del clima político y amenazas— artistas, académicos e intelectuales notables: Carlos Villagómez, Gastón Ugalde, José Antonio Quiroga, Mela Márquez, Julio Barriga, Carlos Osterman, Sergio Vega, Matilde Cazasola, Rery Maldonado, Iván Cáceres, Claudia Benavente, Gabriel Chávez y el recientemente desaparecido Fernando Lozada (quien custodió la casona donde murió el deslumbrante poeta que fue Jaime Saenz).
Algunos de estos generosos amigos colaboraron con textos significativos; de modo especial, la historiadora Marisabel Villagómez, quien se acercó un día a la residencia oficial de la embajada de México, en esa casona de la Rinconada donde el gobierno de facto mantuvo un brazo de fierro sobre el derecho de asilo, y de modo atinado me propuso que recogiéramos en papel las impresiones latentes, cuya atmósfera de los más tensos momentos habían sido traducidos en imágenes.
Se trató de que reuniéramos trabajos que forman parte de mis quehaceres, en la vertiente de una pintura autodidacta que me ha llevado, en tres lustros, a montar más de 40 exposiciones individuales en galerías, y museos de varios países, incluyendo espacios emblemáticos, como el café parisino “Les Deux Magots”; en ese patrimonio histórico que fue frecuentado por Sartre y Simone de Beauvoir, Hemingway, Picasso, Giacometti, Borges, hice un homenaje a “La Obra Maestra desconocida” de Balzac.
En La Paz concebí una serie que llamé “Tres grandes cimas latinoamericanas: Guzmán de Rojas, Jaime Saenz y el Illimani”. Empleé los únicos materiales a la mano entonces: cartulinas escolares, harina aglutinada con gomas, aerosoles de colores, y cloro. El proyecto se vió acicateado por una cuarentena estricta, y por una situación de acoso permanente de las fuerzas del orden (llegaron a dirigir tres potentes proyectores de luz, de modo permanente, hacia la Residencia, para hostilizar a nuestros asilados políticos, y a desplegar contingentes para crear zozobra).
La obra desprende cierto dramatismo. El de las circunstancias, y al tratamiento de dos autores que padecieron dimensiones existenciales a límite. La vida de los talentosos Cecilio Guzmán de Rojas y Jaime Saenz. Ellos atravesaron por la cuerda floja sobre de una vida y muerte de características tan extremas como las que enfrentaron los poetas malditos que ilustró Verlaine y algunos artistas del Romanticismo. Ambos autores quedaron marcados por experiencias esotéricas, (Oscar Cerruto describe una de ellas en “La Muerte Mágica), y se jugaron el pellejo lanzando dados marcados con signos trágicos en su creación, y de modo mayestático, sufriente.
La “Hoyada”, el embudo geológico que conforman los 600 metros de descenso, desde las faldas del Illimani en El Alto, hacia La Paz, es un escenario de corte dantesco, a lo Gustav Doré: laderas afiladas, con picos y terrazas originadas en el Pleistoceno. Un paisaje magnético poco repetido en el mundo. Sus 4000 metros de altitud del nivel del mar, nos hacen respirar como en el Tíbet, y producen tonalidades de luz de belleza inaudita. Se entintan los atardeceres con desgarros de oro y de cobres, lapislázuli y cobalto. La paleta recuerda a Turner. El propio Guzmán de Rojas se obsesionó con el paisaje arisco de Llojeta, lo trabajó mucho, y una mañana, incomprensiblemente —nada lo presagiaba— se quitó la vida frente a uno de sus rincones preferidos.
La poesía, desgarradora de Jaime Saenz —autor de dibujos de calaveras cuyas copias pude montar en el Convento de San Francisco, junto a las de Posada— y su portentosa novela autobiográfica de más de 600 páginas “Felipe Delgado”, de la cual se dice que la escribió durante los años en que habría dejado de lado el alcohol que terminaría matándolo, fueron otra fuente de inspiración para mi serie de dibujos con pintura industrial sobre cartón corrugado, tablas contrachapadas y papeles. Esos trabajos animaron al gran artista plástico Gastón Ugalde y a su hija Canela, a proponerme montar una exposición en la “Casa del Poeta”, lugar emblemático donde vivió sus últimos años, murió y fue velado Saenz.
Los muros guindas de esa casona en el barrio de Miraflores habían albergado antes a figuras de la talla de León Felipe y de Allen Ginsberg. Allí pude instalar mi “lectura” del Illimani y de dos expresiones poderosas de la cultura boliviana en los que la huella de Saenz es indeleble; “poeta de la ciudad”, a la manera que Cavafis lo fue en la Alejandría de Durrell. Ya la estela genial de ese demiurgo de la pintura que fue Cecilio Guzmán de Rojas, prevalece en quien se recrea la iconografía de los cerros antidiluvianos de La Paz. Su familia me abrió una tarde las puertas de su estudio, mismo que mantienen intacto desde el 14 de febrero de 1950, como si el Maestro fuera a regresar en cualquier momento.
En la próxima entrega de esta crónica me permitiré publicar el colofón de mi libro, en el que doy mas detalles de una obra breve que representa un hito personal de trascendencia enorme y feliz. Me permite transmitir emociones engarzadas en la dimensión multicultural de Bolivia; y hablar de mi nostalgia por una región del mundo que encierra altas tradiciones del hombre y de la mujer sudamericanos. El oficio diplomático da, y la conclusión del encargo, quita, podría decir, sin amargura, ni mayor reproche; pero sí con la pena existencial que representa arrancarse de raíz, después de haberse implantado en tierras fértiles y amorosas.
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