“…recrea las fuerzas más profundas de una identidad común profanada y de mitos contemporáneos”. Julio Barriga
Aún no tengo en las manos un ejemplar de LUZ DE EMERGENCIA, tan significativo para mi. Ya debe estar en algunas librerías de La Paz, en Bolivia y probablemente, en algunas del Fondo de Cultura, en la Ciudad de México. Para un autor siempre será un acontecimiento ver materializado un ejemplar de su autoría y en este caso, de un libro-catálogo de arte, producto de un sin número de afectos, todos entrañables. Desde la propuesta original de la historiadora y curadora Marisabel Villagomez, hasta la generosidad de uno de los grandes editores en Sudamérica, José Antonio Quiroga, quien como todos los hacedores de libros y hoy en día más, hace milagros con “PLURAL aunque lo escribí ya en la primera entrega de esta crónica, siento el deber -y el placer- de recordar que el volumen que nos ocupa y del que ahora reproduzco su introducción, fue posible solo gracias al concurso de connotados intelectuales de ese país andino que he aprendido a amar, en las malas y en las buenas. Pero no me desvío con más pormenores porque esos contrastes vitales irán apareciendo en esta crónica serial. Lo justo y necesario, ahora, es volver a agradecer a uno de los más brillantes y creativos arquitectos de nuestro continente, a Carlos Villagómez, por sus palabras y generosas enseñanzas, y reiterar mi reconocimiento fraterno a algunos de los más grandes autores y artistas bolivianos: Matilde Casazola, Julio Barriga, Rery Maldonado, Gabriel Chavez, Iván Cáceres, y a las diseñadoras Milenka Alcón, y Lea Pello.
Lugar muy especial ocupan también, en esta pequeña obra mía, la mano de uno de los más grandes pintores latinoamericanos, Gastón Ugalde, y de su hija Canela; ambos “cuidaron”, nunca mejor dicho, mi exposición, en los muros donde vivió y murió el portentoso poeta Jaime Sáenz, quien sobrevuela la iconografía de mi trabajo. Hace muy poco me enteré de la pérdida del escritor Fernando Lozada, responsable de la “Casa del Poeta”, quien me recibió allí con entusiasmo. Le dedico estas líneas, con hondo sentimiento de admiración y de tristeza. Lamento la pérdida del hombre bueno que fue.
LA ARRINCONADA, por Marisabel Villagómez
Hay algunos episodios de la diplomacia internacional que, sin duda, meritan recordarse y tomarse en cuenta a la hora de entender los procesos que llevan a cabo los países cuando se enquistan, pues ponen sus atribuciones, virutas, entuertos y recursos al servicio de los intereses políticos pequeños de presidencias mínimas. Si bien muchos de estos pequeños propósitos parten de intereses privados, estos resultan afectando la propiedad pública de maneras tales que se complica la promesa con la que se lleva adelante cualquier empeño. De este modo, salir de la maraña que se ha producido en torno, puede tomar el trabajo de gestiones enteras. En estos episodios críticos, se lucen solamente los mejores funcionarios de Estado, los que, a contracorriente, llevan la cosa pública por delante, conocen los límites de la misma y, con mínima gestualidad, se anteponen a la parálisis con lucidez.
Cuando, en diciembre de 2019, el diplomático mexicano, poeta y pintor, Edmundo Font, fue convocado por su gobierno para asistir a la crisis diplomática que asfixiaba a nuestros países, él aceptó inmediatamente, a sabiendas de que la situación en Bolivia había desmejorado notablemente y que la gestión diplomática necesitaría de estrategias de lo más certeras para poder resolver, por lo menos, algo de lo que se había enmarañado ya.
A 13 meses de su misión, esta crisis, que involucró a casi todos los miembros del gabinete boliviano que se refugiaron en la residencia de la Embajada de México, en la ciudad de La Paz, ha sido resuelta.
Como ya lo afirmaba Harold Nicolson en un texto seminal de la diplomacia, se trata de que el soft power pueda equilibrar los desbalances de poder. Lograr esta ecuación tan delicada requiere, por un lado, de un retorno a los conceptos más clásicos y puros de la diplomacia de los pueblos, que se origina en las prácticas diplomáticas de las primeras democracias mediterráneas, y, por otro lado, de un alejamiento de la estructura leguleya de la diplomacia posterior a la década de 1950, en la cual la modernidad se entiende como la traducción de un compendio de tratados. Al centro de esta propuesta diplomática, es posible reconocer la práctica humanística que consiste en establecer relaciones interpersonales que promuevan el acercamiento de los grandes aparatos de Estado.
En La Rinconada, el barrio paceño donde permanecieron en calidad de asilados 13 bolivianos durante el año 2020, se respiran montañas, se idolatran las luces del altiplano, se encuentra uno en el paisaje andino. En ese páramo paradisíaco de la ciudad, estuvieron asediadas durante más de 12 meses, personas que, aunque pertenecían al mismo partido político, no se conocían necesariamente.
Como un escenario inesperado, la montaña y la intimidad forzada fueron los ejes de tensión de ese año. Esto se refleja claramente en las pinturas que Edmundo Font ha podido producir durante este tiempo, algunas de las cuales están representadas en este catálogo. Tampoco es que la fórmula sea sorpresiva: muchos pintores y poetas de estas tierras han enfocado su mirada en la fuerza imantada de la montaña andina. El propio Font hace referencia a dos fuentes de inspiración de la región: el pintor indigenista boliviano Cecilio Guzmán de Rojas (1899-1950) y el poeta boliviano Jaime Saenz (1921-1986).
El vuelco hacia la montaña señala el tema más importante de la obra producida en el doble confinamiento (el provocado por la crisis diplomática y el provocado por la pandemia actual), en tanto sujeto. Como los otros artistas anteriores a Font, se trata de reconocer el espíritu, de entender la agencia que tiene esa masa inerte de naturaleza, de conocer su deseo, de descubrir de qué maneras nos imanta y apacigua en el confinamiento. Para subir la montaña, hay que acompañarse de la lectura que alienta el propósito: sirve Jaime Saenz, quien intuye que no se mira la montaña, sino la presencia de la montaña. Y ninguna presencia más fuerte en La Paz que la del Illimani. Desde la Rinconada no se lo ve, pero Font intuye su forma. De allí las más de veinte piezas pictóricas inspiradas en esta montaña. Su forma lejana ratifica que lo vemos desde la ciudad, pero que el Illimani nos mira también; es el centinela que no nos retira la mirada. Los cuadros, los collages y las imágenes quemadas en cartulinas simples recuperan esta virtud del Illimani; en realidad, son un retrato de las maneras como el Illimani contempla a los que habitan en la ciudad.
Retratos de los dos acompañantes, pero sobre todo inspirados en los que realizara Cecilio Guzmán de Rojas, configuran la siguiente serie.
Algunos son del propio pintor potosino; otros hacen un guiño a su maravilloso Cristo Aymara, que se levanta en tres dimensiones, debido a una áspera técnica de collage de tejidos contemporáneos sobre madera. En las miradas almendradas de estas versiones del Cristo aymara, en las que se intuye la expresión de ternura que quizás solo se adivina en las originales, se aprecia un poderoso testimonio de la vivencia en la ciudad; a la vez, éste es un retrato que podría ser de cualquiera de nosotros. En unos rostros, se reconocen sentimientos de intensidad que son muy reveladores; en otros, se reconocen la rabia, la impotencia, la locura del último año. Mucha de la fuerza de los retratos parte de las reflexiones que hace el artista sobre la obra y el legado de Cecilio Guzmán de Rojas. Por ejemplo, en uno de estos retratos, se combina un collage de billetes impresos hoy en Bolivia.
En esta serie, Font también recupera la figura de Jaime Saenz, a través de su traje de aparapita que, en este caso, se confecciona con un traje Armani y además tiene un sesgo particular. En el doble confinamiento ya mencionado, se hizo escaso el material. Por tanto, se ha pintado con lo que se pudo encontrar en el lugar o en las más cercanas librerías. Lejos de los grandes lienzos preparados, los soportes en su mayoría son papel, cartón corrugado y pequeñas telas sin preparar; incluso aguayos y textiles indígenas han servido para esta producción. Es notable que incluso se reconocen piezas realizadas con lavandina (un producto químico muy utilizado durante la cuarentena) en vez de pinturas, que era lo que estaba a la mano durante la temporada pandémica. La obra queda como un testimonio de un año histórico en nuestro país, como esa que fue producida arrinconada.
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