(El encuentro con don Fernando Tola de Habich y su familia)
Cada vez me siento más identificado con ese manido lugar común que dicta que no hay coincidencias en la vida -a Alejandro Jodorowski, en su vertiente de chamán, le encanta hablar de "causalidades" más que de casualidades- y hace muchos años que percibo esa longitud de onda en que los encuentros azarosos se me presentan en una forma de red fortuita, tejida por designios artísticos y literarios que no puedo dejar de celebrar.
El párrafo anterior me sirve para introducir esta segunda parte de mi crónica sobre una dorada primavera que viví este año en una de las ciudades más portentosas del Mediterráneo, Barcelona. Más que admiración, profeso por ella un sentimiento cercano al cariño entrañable que se puede llegar a sentir por lo inanimado, por el acomodo urbano y arquitectónico de un sitio que me provoca un júbilo intenso. Conocí Barcelona en la adolescencia, en 1973, cuando era un tanto cochambrosa, pero con el encanto marinero contradictorio de estarle dando la espalda al mar y en donde todavía la Barceloneta era un barrio con pescadores, pocos chiringuitos y una autenticidad que el turismo ha convertido en oferta gastronómica y en baratos pisos de alquiler en temporada para hordas que hacen de las suyas en manadas etílicas de escatología y escándalo.
Y ha sido precisamente en el paseo marítimo de la Barceloneta, en uno de los restaurantes bajo la cuestionable y desproporcionada vela de cien metros de altura hecha de hormigón y cristales que satisfaría al infame alcalde Porcioles y que destroza otro fragmento del puerto, donde se origina esta significativo episodio de sincronicidad, más cercano a las observaciones de Jung que a las del edulcorado autogurú Deepak Chopra.
Entro en materia: era una tarde de junio en que esa luz que me alimenta durante los atardeceres como un aperitivo dionisíaco, danzaba entre las olas y las arenas de la playa; había acudido a una célebre casa de comidas, con una amiga muy querida, a comer un pulpo a las brasas con alcachofas azadas y vino del Priorat.
Frente a nuestra mesa cenaba una familia conformada por los padres y dos jóvenes mujeres muy bellas, quienes celebraban un aniversario e intentaban autofotografiarse sin apelar a la asistencia de los meseros. Me ofrecí a registrar ese momento significativo y mi gesto se tradujo en un brindis conjunto, en tarta compartida y en un intercambio inmediato de información que nos llevó a hablar en mi limitado vocabulario en árabe, y en mis bien afirmados portugués, italiano, francés, como un lúdico "divertimento" propiciado cuando las jóvenes contaron su propensión viajera y su inclinación por las culturas orientales.
Establecido el diálogo desparpajado de mesa a mesa y enterada la simpática familia de que el propósito de mi visita a Barcelona había sido dictar una conferencia magistral en el centenario del nacimiento del gran musicólogo mexicano Salvador Moreno, una de las jóvenes dijo haber estado a punto de asistir a mi disertación, acompañada del economista Agustí de Tola. "...¿usted no lo conoce? Es el hijo de un escritor y editor de origen peruano que vivió en México y fundó allá la editorial Premiá...".
Acto seguido, tan asombrada como yo de la coincidencia, envió un mensaje a su amigo narrando la cosa y resumiendo la sorpresa. Una semana después, yo estaba siendo invitado a una Masía de 1796, en medio de un bosque de pinos rojos donde habitan ciervos y jabalíes, en las afueras de Moyá, célebre y encantadora región de la Cataluña profunda, a dos horas de la capital.
Fue uno de mis encuentros más memorables de los últimos años. Compartí platos de prestigio gastronómico catalanes con una familia de sólida prosapia intelectual, los Tola, autores de páginas admirables en los anales de la edición transnacional. Editores de destacados libros de poesía, de historia, de ensayos sobre diversas literaturas y culturas, expertos en tradiciones fundamentales de varias civilizaciones; grandes artistas plásticos también, traductores, profesores, bibliógrafos; el padre, don Fernando Tola Mendoza, es un activo hombre de letras a quien, a los cien años de edad, se le sigue reconociendo como un sabio en Pali y experto en Sánscrito -entre otra serie de coincidencias debo recordar que en los sesentas del siglo pasado fungió como agregado cultural de la embajada del Perú en la India, con Octavio Paz, cuando nuestro Nobel era nuestro representante allá-.
Ya la historia prodigiosa del padre de Agustí, mi talentoso joven amigo, atraviesa también episodios admirables de su vida creativa, en lo empresarial y académico, y en su desmesurado amor por los libros. Don Fernando transformó a algunos campesinos de Tlahuapan, a las faldas de nuestros volcanes en el valle del Anáhuac, en técnicos impresores. Dio paso así a una pequeña industria editorial, creando varias colecciones literarias de sólido prestigio y proyección en Hispanoamérica (además, como hecho sobresaliente de su interesante biografía, hay que destacar que fue secretario general de la editorial Barral durante la época del boom, tejiendo lazos entrañables con algunos de los nombres más trascendentes de nuestra literatura).
En su provechosa, fértil estancia en México, don Fernando conformó primero una célebre biblioteca cercana a los cincuenta mil volúmenes que acabó adquiriendo la universidad de Puebla. Esa institución denominó con su nombre a su cuidadosa colección; y contra lo que podríamos pensar, no sólo no dejó de procurar ejemplares preciosos y primeras ediciones, si no que ya trasladado a su retiro espiritual y creativo en Cataluña, ha reunido, en pocos lustros, otros treinta mil libros. Adicionalmente, su empeño críticos y su curiosidad por nuestro pasado común en Hispanoamérica lo han llevado a investigar, desde hace varios años y de forma exhaustiva, numerosas y ocultas fuentes. En estos momentos ya redacta lo que puede llegar a convertirse en una definitiva "Historia del descubrimiento y conquista de América".
El encuentro de Moyá me dejó una impresión honda y me quedé casi sin palabras. Por eso comparto el hallazgo; primero, en la Barceloneta y luego en esa Masía Catalana tan añeja, como si hubiera sido construida para aperos de labranza poéticos. Esa tarde de luz cernida de los Pirineos comimos en una estrecha y larga mesa de dimensiones medievales un legendario Xai a la manera catalana -Cordero con avellanas, de su corral y huerta- y para que no faltara el toque latinoamericano, un ceviche de pedigrí peruano con pescado de roca, todo ello servido en una célebre vajilla poblana con reminiscencias de nuestra Talavera.
Bebimos vinos que pareciera que multiplicaban su calidad gracias al ingenio de una conversación que celebraba los intereses mutuos. Don Fernando y su esposa, Leonor Lorente Salvat, propietaria de "Factoría Ediciones", me dieron acceso al estudio que domina parte del valle del Moyá y a la enorme biblioteca, siempre en proceso de catalogación, en la suerte de mansarda centenaria que alberga la casona con obra en los muros, casi toda de la autoría de un artista que desconocía y que admiro ya, el pintor y escultor peruano José Tola. El hermano de don Fernando no sólo es dueño de una rica propuesta estética si no que posee un talante admirable; según los ecos que nos llegan de su actitud lúdica y de sana irreverencia, en la inauguración de su escultura "Entre el tiempo", de siete metros de altura y tres toneladas, obligado a discursar por las autoridades de Miraflores, en Lima, profirió sus palabras en una especie de trabalenguas improvisado, como queriendo subrayar que el arte no precisa aclaraciones.
Una vez más, los designios de un destino azaroso, siempre generoso conmigo, en un viaje a esa costa Mediterránea que añoro, me llevaron hasta el seno de una familia de notable capital intelectual. La historia de esta dinastía, de altos vuelos académicos y humanísticos se destaca por su rigor creativo. Ello representa un saludable contraste en tiempos de sosa navegación por Internet, del enganchamiento en redes sociales de sabidurías express, y de un lamentable analfabetismo espiritual.
(Seguirá)
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