Prolija crónica casi aburrida pero instructiva

Edmundo Font

Aeropuerto 5


Zadia es el nombre de una persona clave en el aeropuerto Charles De Gaulle; me hizo volver a creer en esos milagros cotidianos que no honran su nombre porque ocurren con menor frecuencia de lo esperado. Los llamo así porque su trascendencia es humilde, sin pretensión de salvar el mundo. O tal vez sí. Quizás el carácter mínimo, casi íntimo, de eventos inesperados que gratifican y levantan lo que se da en llamar la "moral", nos ayuden a ir construyendo pensamientos positivos en cadena que podrían cobrar la fuerza de una bola de nieve y multiplicar la buena voluntad.


De hecho, estas líneas deberían haber comenzado de forma amarga. Después de un descalabro había estado pensando en escribir lo que llamaría Muino-crónicas, a partir de ese lamentable sentimiento de enojo que nos saca de nuestras casillas, contrariando hasta la saliva de un paladar que se nos reseca, mal trago, pues. Y me proponía llamar así a este texto de lamentación, sin esperar mayor recompensa que la de verbalizar la triste peripecia del inicio de un viaje trasatlántico. La intención es también la de poner en guardia a muchos lectores que podrían tropezar con la misma piedra: la compra por internet de un billete aéreo, desde una ciudad de provincia. De antemano se preguntarán qué tiene que ver el origen con el cyber espacio que es omnipresente y puede ser todopoderoso, como un diocecillo que gozara contrariando a sus creyentes.


Todo iba bien mientras se trataba de comprar el tíquet de avión ida y vuelta en la compañía Air France desde un puerto del golfo de México, hasta París, con escala forzosa en una de las capitales más grandes del mundo, porque de allí salen casi todos los vuelos desde México a Europa.


Diseñé el viaje con fechas y precios convenientes. Luego acudí a una opción que la propia compañía te proporciona pero que de inmediato te quita: la reservación, mediante el pago de una cifra adicional (poco más de cien dólares) de un asiento que llaman "especial" porque goza de unos centímetros más de espacio y se encuentra situado en algo que parece un avioncito de sesenta plazas -dentro del avión de pasajeros más grande del mundo-.


Y doy otro largo detalle para pelear por una plaza "especial". Allá arriba, en el cielo del cielo del avión, el aire que se respira parece estar menos enrarecido que en el camión de redilas figurado de los 516 cristianos (y protestantes, judíos, musulmanes, evangélicos, budistas Zen o Mahayanas) que son apresados en la lata de sardinas -mejor comparación que la del transporte de semovientes)- en que la especulación transportadora internacional ha convertido a los aviones, colocando mas asientos para vender más boletos y estrechando corredores.


Pero vuelvo al origen de mis cuitas y apenas si llego a la tercera parte de la vicisitud aérea. Resulta que el "sistema" arrojó que todo estaba bien, el billete adquirido con la tarjeta de crédito Visa, pero una leyenda roja como de "se busca" advertía que uno debía desconfiar de la propia reserva porque no podía considerarse cerrada, es decir, en estado macizo, para viajar y que habría que comunicarse a un numero internacional gratuito que comienza con 1 800 y que puede estar localizado en el estado de Tamil Nadu en la India, en la Tierra del Fuego o Tombuctú.


Me armé de paciencia, que es tanto como armarse caballero con la parafernalia que los cruzados tenían que implementar para vestir sus petos y alabardas. Para todo esto, estoy hablando de que la proeza estaba siendo realizada en un domingo y el famoso contacto telefónico no solo no atendía si no que mis hipotéticos interlocutores me dejaron colgado en la "Babia" del absurdo espacio kafkiano de los expertos informáticos en varias ocasiones.


Puesto en ese trance no me di por vencido. Prevaleció un ligero sentimiento de orgullo personal, de "saber hacer las cosas", de aceptar la contrariedad pasajera, de no quedarme con la impresión atávica de mi mala suerte. Al cuarto intento, una voz con notorias limitaciones ejecutivas y tono cansino aseveró que no existía ningún problema con mi reservación y me indicó que la cuestión radicaba en que los asientos especiales deberían ser adquiridos por aparte, es decir, con otro procedimiento diverso a la compra del billete aéreo en si. A esas alturas de la impaciencia acepté cualquier propuesta -sin imaginar las consecuencias-.


Por mi parte, supe que algo estaba podrido en ese reino aéreo y que la saga tenía que ver con la simple discriminación de no dejar acceder (la palabra accesar no existe) a la compra de los ya especialísimos asientos, desde una ciudad de provincias y aquí vuelvo al tema de la presunta omnipresencia del internet que pone frenos geográficos.


La historia es tan verídica como enredada y mi capacidad de síntesis se pone en duda frente a sistemas y burocracias de venta de servicios privados. Voy al grano. Obtuve mi boleto, conseguí mis asientos especiales. Agradecí al Parnaso.


Al día siguiente, entre hacer maletas y resolver detalles, recibí una llamada del departamento de fraudes de la tarjeta Visa, con el tono propio de la Inquisición que se cargan: caballero, ¿usted autorizó la compra de dos tíquet de avión para volar al mismo destino, en idéntica fecha, para igual pasajero?. -Claro que no. Casi grité, cayendo en cuenta de que el famoso numerito telefónico y el no hay problema había "simplificado" las cosas, facturando doble. A la señorita de la voz represora de antifraudes no pude darle a entender que cancelara una de las dos compras, que era ilógico y es mas, sospechoso, que una compañía registrara el mismo nombre de un pasajero dos veces, que por razones de seguridad estaría prohibido, que tenían que protegerme como cliente, y más etcéteras. - Lo siento caballero, respondió la voz esbirra. Usted tiene que arreglarlo con ellos, nosotros en este momento vamos autorizar las 2 compras y aparecerán en el estado mensual que deberá pagar puntualmente.


A estas alturas sabia que no sirve de nada tratar de apelar. La condena es firme.


Hice a un lado los otros preparativos de viaje y comenzaron las llamadas. Tuve que redactar un guión que me permitiera expresar de la forma más clara posible lo que estaba sucediendo. Fue inútil. Los "supervisores" empezaron el torneo. Se echaban la pelotita, de la responsabilidad.


Intentos infructuosos fueron también tratar de informar a los empleados de la compañía aérea sobre la duplicación. No era con ellos. Lo sentían. El que había comprado con tarjeta y por internet era yo y tendría que pedir la devolución de uno de los billetes al banco. No estaban seguros de cuánto tiempo, normalmente 40 días tomaría la "investigación" y lo que es peor, no podían asegurar que no hubiera la multa que el "sistema" impone a quien no viaja a tiempo y cancela el vuelo. Normalmente son mas de 600 dólares.


Fue allí que desee haber sido hermano gemelo y necesitado los dos espacios para hacer honor a la lógica que nace con Aristóteles o entonces, haber sido músico y comprar un billete a nombre de Consuelo -el Violonchelo- y levarlo a mi lado con sus partituras como pasaporte.


Estoy en la mofa pero ya estuve en la muina. Al llegar a París no podía dejar de pensar en que en debía hacer algo al respecto.


Una de las mañanas destinadas al museo de Orsay tuvo que ser dedicada a las necesarias gestiones. Otro precioso espacio de tiempo reservado al Louvre se fue buscando la agencia de Air France frente a los bellos jardines de Luxemburgo; ellos florecientes en pleno verano y yo dando la función, una vez mas, con mi parlamento de queja, no se ya si con tintes de drama o de comedia. No me resolvieron nada.


La puntilla me la dieron en el aeropuerto a la salida. Mi maleta de mano llena de libros tenía que ser documentada pagando exceso de equipaje, volver a los mostradores y pasar a las cajas, luego de haber hecho una fila interminable para las revisiones de seguridad. Y lo triste era que mis maletas con capacidad suficiente aún, ya habían sido despachadas...


Con todo y todo, y en resumen, si hubo un final feliz para esta parte concentrada de la historia. Reflexioné en el carácter aleatorio de los acontecimientos. No recurrí al caballito de batalla de mi mala suerte. No injurié. Miré comprensivo a los miles de turistas que como yo estaban sufriendo el fin de sus vacaciones en ese aeropuerto que no se daba a basto. Me dije, voy a pagar el exceso de equipaje con cierto regusto de aceptación mas que de hombre resignado, al fin de cuentas la culpa de no haberlo previsto todo si era mía.


Me acerqué al mostrador. Había varias jóvenes señoras y me atendió una dama de color de piel aceitunada, elegante de porte, bella contenida, de rostro. De entrada me dijo que iba a tener que esperar porque había que elaborar un documento para el pago. De alguna parte me salió una sonrisa y respondí que no tenía importancia, que aguardaría lo necesario. El tono de voz de esa funcionaria de Air France era diverso, cálido, realmente amable. Y ello me motivó a expresar de forma lo mas leve posible un remedo de protesta gentil. -Le quiero decir que nunca en mi vida y no es retórica, había tenido tantos problemas con esta compañía con la que viajo hace décadas-.


La joven escuchó con atención, hizo una llamada, me regresó la tarjeta de embarque sin procesar el pago de los cien euros y sonriendo a su vez me dijo: después de lo que me ha dicho no podríamos cobrarle, puede usted viajar, lo del equipaje ya está arreglado.


La recompensa había llegado. Palabras tan oportunas después de las tensas situaciones tuvieron el efecto de un bálsamo. Tan solo algunos minutos antes de llegar a ese mostrador había recordado una lección Zen sobre lo recomendable que es saber expresar las cosas y confiar en la generosidad del interlocutor; en este caso Zadia, de quien supe que era originaria de Egipto, donde yo había vivido tres años. Así que acabé agradeciendo no solo el gesto sino la confirmación de la lección en el poco árabe que aun manejo.

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