"...la poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista."
Línea del discurso de Cohen al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
Apenas hace unas cuantas semanas lo tuve muy presente y me acabo de enterar, dejándome una tristeza profunda -y extraña, para quien no pierde a un ser querido inmediato- de que acaba de morir Leonard Cohen, un referente poderoso para aquellos que escuchamos sus canciones tan nostálgicas y tantas veces tristes, en plena adolescencia.
Su intenso recuerdo y reflexión en solitario se me vino a la memoria en dos tiempos; con el aparecimiento de su nuevo, y ya ha último disco "You Want it Darker", y cuando lamenté que el premio Nobel de Literatura, si es que tenían que habérselo concedido a un músico emblemático, no se le hubiera dado a él, en vez de al otro gran músico y poeta, a caballo de dos siglos, el autor de "La respuesta está en el viento". Claro, esto mío es una arbitraria cuestión de preferencias y de inclinaciones, no de jerarquías de talentos: he sido siempre más dado a apreciar melodías que me conmuevan en oleadas poéticas, en vez de motivarme las ráfagas violentas del Rock.
A mi regreso de mi primer viaje a Europa en 1973, volví a México con tres LP. Dos de ellos regalados por sus autores, Paco Ibáñez y Alberto Cedrón, a quienes tuve la fortuna de conocer y tratar brevemente en París, en un episodio con esos ribetes de magia que me ha regalado la vida. Y el tercer disco de 33 revoluciones fue precisamente el álbum de Leonard Cohen que había grabado el gran artista canadiense seis años antes, y que contenía la memorable, trascendente canción de "Suzanne". Sucede que ese disco inauguró, en mi educación sentimental, la lista de autores de culto y representó, entonces, influjo similar al que consolidaría mi atracción por la poesía y mi apego a escritores que han ido apuntalando mi formación intelectual.
A Leonard Cohen tuve la ocasión de escucharlo cantar en vivo en un destartalado auditorio, en las afueras de Madrid, allá por el año de 1977. Era una noche que diluviaba, pero no importaba llegar empapado con tal de escuchar el mensaje de un trovador medieval moderno, vestido de negro del sombrero hasta las botas, dueño de un mensaje existencial portentoso.
Y diez años más tarde, volvería a escucharlo, extasiado, en un decadente teatro de Roma, con incómodos asientos de madera y cortinas roídas, desde una segunda o tercera fila, distancia esa privilegiada para fijar la imagen de un rostro con unas facciones que expresaban tanto como su voz.
Ahora, alta madrugada, momento en que supe de su partida definitiva, me conmueve escuchar y tener presente que Leonard Cohen tuvo la elegancia y el valor de declarar, en una canción de su último disco, que estaba preparado para partir. También volví a releer el discurso que improvisó de manera brillante y en extremo sensible, en ocasión de recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2011. Es un testimonio de la grandeza de un hombre que reconoció la importancia para su obra del hallazgo de García Lorca, y en él rindió un homenaje al anónimo maestro de guitarra español que le enseñó sus primeros acordes, pocos días antes de suicidarse.
Con estas líneas apresuradas me sumo al pesar por la pérdida de uno de los grandes artistas de nuestra época. Además de la fascinación que siempre me despertó ese estilo suyo rebosante de ternura, expresado con la gravedad de una voz telúrica, también me ha causado una perdurable impresión un detalle aparentemente accesorio, la contraportada de uno de sus discos, "Songs from a Room".
Trataré de dibujar esa capa con palabras tan despojadas como la imagen del disco que me reveló una bella filosofía de vida entre la bohemia, los viajes y cierta dimensión minimalista. Aparece una habitación que bien podría ser la de una pensión en una isla griega. Un lecho simple; una mesa con un tablero de ajedrez y una mujer hermosa, cubierta su desnudez con una toalla; escribiendo en una Olivetti y sonriendo a quien le dicta, quiero pensar, captándola con el lente de la nostalgia perpetua de una cámara Polaroid.
De esa poderosa estampa se desprende una lección y ya un legado de Leonard Cohen: el clima de poesía y la austeridad existencial, elementos imprescindibles de una vida plena de artista, en
el ejercicio riguroso de su creación y del amor.
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