Estoy tomando algo en una cafetería. Dos mesas más allá se sienta una familia: los padres en la treintena y dos hijos, el pequeño duerme en el cochecito y el mayor, que aparenta entre tres y cuatro años corretea por entre las mesas e incordia levemente a los clientes mientras pasea un juguete por las mesas o saca servilletas de los dispensadores.
Los padres charlan con una mujer de su edad y de tanto en tanto le echan un ojo al deambular del chico, sin que parezca importarles demasiado las posibles molestias para los que estamos allí. En un momento se acerca a la madre, se escurre entre su cuerpo y la mesa y con un movimiento decidido estira el cuello de su camiseta, deja al descubierto un pecho y comienza a mamar. Desvío la mirada por el pudor que me inspira asistir a un momento íntimo, pero al mismo tiempo siento algo inquietante en el gesto del niño que me desagrada y que intento entender.
Inevitablemente, por mi profesión, me remito a referencias teóricas, lecturas, o a aquellas ideas que mi práctica clínica me ha ido dejando como un poso normativo de lo que puede ser más o menos adecuado en la educación de los hijos. ¿Qué puedo decir yo del amamantamiento y del destete? Que es un hecho relevante porque no se reduce a un acto alimenticio, sino que continua la relación corporal con la madre que se ha iniciado en su vida intrauterina; que esa relación corporal es soporte y expresión de un vínculo afectivo que va a dejar su impronta para toda la vida, pues en el amor (como en el odio) siempre, de una manera o de otra, se pone en juego el cuerpo.
Reglamentar el amamantamiento con tiempos, horarios, duración de las tomas ha tendido a tecnificar un acto y privarlo de su dimensión afectiva. Por lo mismo el destete es un momento de la vida del niño y de su madre que es necesario cuidar delicadamente. El momento y la manera no son triviales pues corresponden a la transcendencia de amamantamiento en su dimensión relacional. Se supone, por tanto, que unos padres que así lo entienden y así lo viven cuidarán el momento de esa separación del cuerpo materno. Por ejemplo, lo harán de una manera paulatina, suave, sin imposiciones ni exigencias, en un momento en que sientan que el hijo lo va a poder soportar mejor, etc. Ahora bien, se parte de la idea de que existe un destete, una acción voluntaria por parte de la madre que decide interrumpir la lactancia.
Pero han surgido otras ideas sobre la lactancia que alientan a los padres (o solo a la madre) a mantenerla “a demanda”, cuando el niño lo pida y hasta que el propio niño renuncie a ella. Se sostienen sobre la teoría de que el acto de amamantar, como el compartir el lecho de los padres y en general el contacto con el cuerpo de la madre, favorece el vínculo con ella y crea una relación de apego que proporciona seguridad, pues sentir la estima favorece la autoestima. De esta manera, la seguridad adquirida generará en el niño un deseo de autonomía que le llevará naturalmente a abandonar el pecho materno.
Estas ideas, parcialmente contrapuestas a las anteriores, por una serie de complejas razones que no puedo ahora explicar, se acaban haciendo doctrina y movimiento social con muchos seguidores y con un amplio despliegue propagandístico a través de los medios de comunicación.
Corren por mi cabeza estos pensamientos mientras observo la escena familiar en la cafetería. Siento que debería tener una idea definida sobre este tema. Sé de sobra que eso es lo que se nos demanda. Los medios de comunicación están llenos de tertulias o consultas de psicólogos que saben o deben saber cómo se hace un duelo, qué hacer cuando a un niño le cuesta dormir o si es malo que vean no se cuantas horas de TV.
¿Es que los padres no tienen sus propios criterios sobre qué hacer o no con los hijos? ¿Qué ha sido de las costumbres que antes les orientaban? ¿Son más fiables y objetivas nuestras recomendaciones que esas costumbres o criterios? Me pregunto si no estamos supliendo o continuando por vías más sofisticadas, científicas, la vieja función de las iglesias. Como si los psicólogos, por el hecho de serlo, tuviéramos la clave de lo que está bien y lo que está mal. De esta manera muchos de nosotros acabamos convertidos en psicopredicadores con el encargo de conducir a las personas hacia la solución de sus problemas, cuando no hacia la felicidad. Y en este caso ni siquiera tenemos un catecismo único.
La sensación de malestar no desaparece, el niño comienza a caerme mal. Ese gesto impositivo, posesivo, el ejercicio de una especie de derecho sobre ella, como si le dijera “eres mía, tu cuerpo me pertenece y lo uso cuando quiero”, me resulta desagradable.
Recurro a mis teorías. Es posible, me digo, que para el desarrollo del niño, para su encuentro con un mundo inmenso y desconocido, sea necesaria la seguridad de una madre sentida como incondicional siempre presente y disponible para todo. Una madre que en los primeros tiempos del bebé solo pueda ser una madre-cuerpo, un lecho maternal todo bienestar, placer y seguridad. Pero, observo, este niño no es tan absolutamente indefenso: corre y juega ante la vista de los clientes del bar con desenvoltura y una mirada un tanto desafiante.
Comienzo a darme cuenta de que también me molesta el gesto de la madre: esa sumisión exenta de emoción. No hay resistencia, tampoco entrega activa, no me ha parecido un acto de amor o de ternura: se deja hacer como por una costumbre incuestionada. Parece como si el niño pasara por encima de ella, por encima de su cadáver.
Tal vez en busca de una cierta complicidad masculina dirijo mi mirada y mi pensamiento al padre. No parece afectarle el movimiento tiránico de su hijo, ni la aparente anulación de su compañera. Se ha limitado a dirigir una sonrisa a la amiga que les acompaña como para mostrar lo habitual de esta conducta. Se le ve un buen padre, atento con el pequeño que comienza a despertar, mece el cochecito.
Pareciera que la molestia es exclusivamente mía, como si fuera un malestar de psicólogo, como si solo a mi me llegara la desarmonía de una situación en la que todos armoniza. Así que me voy haciendo preguntas que quedan en mí.
Seguro que esta criatura algún día se destetará por si misma, naturalmente. ¿Pero será capaz de tratar de otra manera a su madre, de reconocerla como una persona con vida propia, con intereses y deseos ajenos a los de él? ¿Intentará seguir imponiendo su voluntad sobre las personas? ¿Soportará que no todo el mundo le responda con la pasividad y sumisión de su mamá o con el beneplácito de su papá? ¿Necesitará de nuevos objetos -personas- que se sometan a sus exigencias?
Con relación a los padres, ¿aguantarán siempre de la misma manera las exigencias del hijo? ¿Se rebelarán y reivindicaran sus deseos como personas con derecho a vida propia y de pareja? ¿Soportarán el dolor de frustrar a su magnífico hijo o no podrán con la culpa? ¿Qué postura adoptarán si desde la escuela u otros lugares les llegan quejas por la conducta del chico? ¿Se confrontarán con él o desautorizarán a la escuela?
Es posible que todas estas preguntas, como he dicho, solo sean inquietudes mías; es posible que la vida de este chico le haga encontrarse con personas y situaciones que le recoloquen, le hagan renunciar a algunas de sus exigencias o a aceptar otras de los demás.
Cabe, sin embargo, preguntarse si los límites están en la naturaleza, si naturalmente los niños pueden renunciar a la satisfacción de sus deseos y si la aceptación de algunas normas es algo que ellos pueden llegar a soportar o a incorporar sin la ayuda de unos padres que dirijan o limiten algunos aspectos de su vida. No siempre un no es un encierro, a veces es la apertura a otras posibilidades.
Crecer psíquicamente implica pérdidas y separaciones que siempre son dolorosas. Parece razonable pensar que los padres tienen en eso un papel importante si ayudan, no a evitar las separaciones, sino a hacerlas más tolerables con su compañía. Y para eso ellos han de tener vida propia y criterios propios.
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