Recibo el número de una revista profesional dedicada a la Psicología Positiva. La portada muestra la foto de una joven cuya boca está oculta por un papel blanco en el que se han dibujado los trazos esquemáticos de una sonrisa.
Se supone que debajo del papel la chica podría mostrar una expresión no positiva y que el mensaje que se intenta transmitir es una exhortación a la positividad representada por la sonrisa superpuesta. No es mi intención entrar en una polémica de escuela con dicha corriente psicológica cuyos fundamentos desconozco y que supongo respetables.
Pero sí quiero reflexionar sobre la exhortación de muchos comunicadores sociales (no se me ocurre otra denominación más precisa -incluye autores de obras de autoayuda, filósofos mediáticos, sacerdotes de religiones oficiales o no oficiales, psicopredicadores, pastores de almas profesionales o amateurs-) a esta especie de optimismo auto construido, según la cual sonreír ante la adversidad, ver el lado bueno de las cosas, ser empático, energético, en definitiva, ser positivo constituye una especie de terapia por sí misma y que basta con esforzarnos en ver la realidad de esta manera para conseguir vivir en un estado próximo a la felicidad. Tiene la lógica de lo sencillo e impregna una parte del pensamiento popular de todos los tiempos.
Al respecto se me ocurren algunas cuestiones: ¿En qué consiste lo positivo, quién define y cómo que algo es positivo o negativo? A simple vista parecería que existen pensamientos o sentimientos que debemos, o podemos, clasificar de uno u otro modo. La tristeza, por ejemplo, sería un sentimiento negativo, frente a la alegría; el amor sería considerado un afecto positivo contra la hostilidad, en sus variables formas desde el odio al enfado.
De esta manera, podríamos hacer una doble clasificación en la que por un lado agruparíamos componentes psíquicos adversos como la agresividad, la desconfianza, el aburrimiento, la envidia, el desánimo, etc.; y por el otro, los considerados positivos en el que incluiríamos, la generosidad, la alegría, la paciencia, la tolerancia, etc. El tratamiento por tanto consistiría en el paso de un lado al otro de este orden. Pero una persona que ha sufrido la pérdida de un ser querido, que esta afectada por una enfermedad incurable, o que ha perdido su trabajo posiblemente no puede manifestar otro sentimiento que desánimo o tristeza. Seguramente veríamos extraño que se mostrara contenta en tales circunstancias. Hasta es posible que viviera como una exigencia insoportable que la indujéramos a buscar la alegría ante esos sucesos.
Igualmente podemos decir en cuanto a la hostilidad. ¿Sería saludable para una persona agredida experimentar mansedumbre? ¿Un chico que está siendo acosado en la escuela o una mujer maltratada no necesitan de un cierto grado de rabia para enfrentarse a sus agresores y liberarse de ellos?
Creo que la definición de lo que es positivo o negativo depende sobre todo de valoraciones ideológicas, de un pensamiento acrítico pero que modela conciencias y ejerce un poder excesivo, mas allá de su aparente banalidad, cuando se impone como un objetivo a conseguir. En ciertas situaciones la exigencia de felicidad puede ser una tiranía. Puede que alguien que me lea piense que estoy dramatizando en exceso. Pero pensemos en el uso de drogas, ilegales, legales o recetadas bajo prescripción facultativa, para extirpar de manera rápida y efectiva cualquier sentimiento negativo; pensemos en la excitación al consumo de objetos y servicios como manera de llegar a un estado de bienestar (tal vez en sustitución del Estado de Bienestar como propuesta política), o en la oferta mediante formulas elementales de paraísos terrenales tecnológicos, biológicos o políticos.
Me parece que en la promoción de lo positivo, como en el pensamiento políticamente correcto, subyace una farsa: si hablamos de afroamericanos, nos creemos que ya no existen negros; si decimos trabajadores y trabajadoras ya no existe brecha salarial, y si nos enredamos con inválidos, minusválidos, disminuidos, discapacitados, o cualquier otra denominación que inventemos, las personas que tienen dificultades para algo no van a sufrir discriminación alguna. Si nos empeñamos en "always look on the bright side of life" podremos ir por la vida silbando y cantando aunque sea colgados de una cruz. Es una hipocresía pero es una hipocresía positiva, se vende bien, tiene buena prensa.
Decía en el título que no soy un psicólogo positivo. Me enfrento cada día al sufrimiento. Muchas personas padecen ante un mundo que les vence, por un cuerpo que duele, por alguien que no les ama, por heridas de un tiempo pasado siempre presente, por las pérdidas, por los encuentros insatisfactorios, por sus límites o por sus desmesuras. Son dolores subjetivos que van dentro de ellos y para los que no hay cirugía que los extirpe ni trasplante, que sustituya el órgano dolorido. Ocurren contra ellos mismos: manifiestan no querer pensar lo que piensan, sentir lo que sienten, vivir como viven. Intentan seguir los consejos positivos que amigos o ellos mismos se dan: no pensar, olvidar, alejarse de lo que les duele, pero parece que cuanto más lo intentan mas se hunden en el dolor. No encuentran la manera de salir. Sería una burla decirles don’t worry, be happy. Contestan, con razón, "¿y eso cómo se hace?".
No tengo, no creo que la haya, una fórmula, un plano a seguir para salir del laberinto. No rehúyo de la complejidad. No invito al paciente a salir de su padecer; él tiene sus motivos. Intento entrar con él donde habita su dolor para ver las imágenes que lo representan, las historias que lo han construido, o las palabras que lo comprenden. Encuentro a veces que dolor y placer, amor y odio no se repelen, sino que se funden en un abrazo angustioso; por tanto, que separarse del dolor también es doloroso y que dejar de sufrir puede ser una pérdida como la de un objeto valioso o la de un ser amado.
Como se puede ver no es un camino de rosas, ni una excursión campestre. Es un proceso arduo, contra el no querer ver, no querer pensar, no querer recordar. El terapeuta puede ser un tipo no siempre simpático ni positivo, sino alguien que muestra los problemas y que indaga en las causas del dolor. La ayuda no consiste en poner paños calientes ni caretas festivas. Es un acompañante fiel en la tarea que ha propuesto y el paciente ha aceptado. Tampoco defiendo un terapeuta negativo, hosco, despiadado, deseoso de ahondar heridas o imponer sufrimientos.
Acompañar a nuestro paciente en su confrontación consigo mismo requiere de tacto, paciencia y respeto al ritmo y a su modo particular de ir descubriéndose y de elegir las salidas a su dolor. La positividad no es entonces un concepto a priori, definido por la autoridad del terapeuta, que indica el camino del tratamiento, sino el bienestar encontrado en un sendero propio, construido por cada sujeto, acompañado, eso sí por otro humano como él que le propone preguntas que le ayudan a descubrir y a desprenderse de los lazos y de las trampas que le mantienen ligado a un sufrimiento excesivo.
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