De vulvas, penes y otras simplificaciones

Antonio Soler
Psicólogo y psicoanalista

AutobsHazteOir


Creo que me voy a meter en un lío. Hay temas en los que uno siente que si dices una cosa caes de un lado del abismo y si dices la contraria caes del otro. Si eres demasiado claro simplificas y si eres riguroso no te entienden. Podría escaparme, pero creo que si me he incluido en esta página de opinión es para hablar de los temas que están en la calle, despiertan preguntas y piden respuestas. Así que allá vamos.


Recorre este país un autobús con un anuncio: "las niñas tienen vulva, los niños tienen pene". Diversos colectivos ciudadanos se han manifestado en contra, las autoridades han intervenido, en algunos lugares se ha bloqueado su paso y se han presentado denuncias por si el hecho pudiera constituir un delito de incitación a la discriminación o al odio contra las personas transexuales.


Mas allá de los aspectos combativos de la noticia, si se vulneran o no derechos de expresión o de libertad sexual, existe un contenido de fondo acerca del sexo, de lo masculino y de lo femenino, qué es ser niño/hombre o niña/mujer.


Se comienza por una formulación aparentemente sencilla y falsamente ingenua que pretende imponerse como una verdad evidente y que por eso convence: la equiparación sin más entre sexo anatómico e identidad de género, lo cual constituye la primera simplificación, porque, incluso desde el punto de vista biológico, la anatomía es solo un componente. Existen también una determinación, cromosómica y hormonal, y éstas contienen graduación, mezcla y variabilidad. Por tanto ni el pene ni la vulva definen ipso facto el sexo biológico de una persona.


¿Quiere decir esto que el pene o la vulva son irrelevantes en la diferencia hombre-mujer? Pues no. Cuando el ecógrafo mira la pantalla o la comadrona ve salir a la criatura le dicen a la madre "es niña". Nunca dicen "es un mamífero hembra". Ha sido la vista de los genitales lo que les permite decirlo. Pero ahí no acaba la cosa, porque a partir de ese momento, se pone en marcha una gigantesca maquinaria identificadora que desde siglos define qué es ser niña o niño, hombre o mujer. Una maquinaria cuyos agentes directos son los padres y la familia, pero que responden a lo que la cultura, y las culturas, han elaborado a lo largo de la historia.


El nombre, el vestido, el corte del cabello, los juguetes que se le regalan, los juegos que se le proponen, oficios, profesión, el lenguaje conjugado en masculino o en femenino y un largo etcétera, son la consecuencia de esas dos palabras que la comadrona pronunció al ver salir a esa criatura dotada de pene o de vulva y con los cuales no existe una correlación lógica ni natural. Pues, ¿qué tendrá que ver haber nacido con vulva para que te vistan de rosa o te hagan trenzas? Ante esto se suele decir "es social", como si fuera algo irrelevante, un aditivo externo del que uno se puede desprender como de la ropa. Pero lo social, yo diría, lo cultural, no simplemente nos viste sino que nos hace. Nos hace personas. No existimos al margen de cultura. Y nos ha hecho, nos ha dado existencia, como hombres o mujeres.


¿Con esto basta? ¿Es siempre así? Pues tampoco. También existen las subjetividades concretas constituidas por cada historia particular, por cada experiencia personal de lo que es ser identificado como hombre o como mujer. Si culturalmente hemos sido identificados según esta diferencia, cabe preguntarse cómo nos hemos identificado a ella, y ahí caben una infinidad de opciones y también de conflictos. 


Asumir esa identidad asignada no es algo automático ni igual para todos los humanos, pues cada uno ha hecho su experiencia singular en ese proceso. Cada uno ha podido percibir de manera diferente el ser hombre o mujer en las relaciones con los modelos más próximos del entorno que acostumbran a ser los padres. El deseo profundo e inconsciente de los padres hacia la identidad sexual del hijo; la atracción o el rechazo, la admiración o la desvalorización, la simpatía o la antipatía, la seducción o el repudio experimentados hacia la masculinidad o la feminidad representada por aquellos, puede influir decisivamente en la asunción por parte de los hijos de su identidad sexual. Si un varoncito percibe ser hombre como asumir un rol autoritario, cruel, irrelevante, súper exigido o exigente, se situará de manera distinta que si lo advierte tolerante, constructivo, compasivo o protector. Igualmente si una chica considera ser mujer como algo degradado, sometido, sufridor, de inferior categoría se identificará de manera diferente que si siente el lugar de la mujer creativo, sensible, animoso o inteligente. Para algunas personas esta experiencia puede generar un rechazo intenso del propio sexo biológico o el deseo igualmente intenso de tener el contrario.


¿Se puede decir de estas personas, como oímos con frecuencia, que su cuerpo está equivocado; que es un hombre dentro del cuerpo de una mujer o una mujer en el cuerpo de un hombre? Es una fórmula y las fórmulas son expresiones simplificadas de problemas complejos. También lo es pene igual a niño, vulva igual a niña. Lo es, por lo mismo que vengo diciendo, porque ser hombre o mujer no es algo único ni monolítico, y si tener pene o vulva no define automáticamente a un sujeto en una u otra identidad sexual, tampoco desear tener otro genital hacen al niño ser niña o a la niña ser niño. Lo único que podríamos decir es que esa persona rechaza su órgano genital o desea tener el otro, por razones subjetivas, creo yo profundamente inconscientes, y ancladas en su biografía relacional.


Simplificar lo que en sí mismo es complejo, en el caso de la subjetividad, comporta riesgos considerables. Todo aquello que corresponde con la vivencia personal e íntima, construida en convivencias íntimas con otras personas, a lo largo de la biografía, siempre compleja y conflictiva, de cada individuo se aviene mal con la rudeza simplista de un eslogan. Esto es especialmente grave en el caso de los niños y de la sexualidad infantil. Transmitirles mensajes de si tienes eso eres esto o si te sientes o imaginas tal cosa ya eres así es solidificar, petrificar en una identidad lo que es la fluidez de una construcción en evolución. El niño y la niña están haciéndose, buscando en su entorno lo que les interesa, descubriendo lo que quieren ser, preguntando a los demás cómo son las cosas para entenderlas y entenderse. Por eso es importante responder a sus preguntas, darles tiempo, aceptar la provisionalidad de su ser y no encerrarles en lo definitivo. Tan encierro puede ser decirle a un niño lo eres porque tienes pene, como correr al registro civil porque quiera que le llamen Raquel, Nuria o Margarita. Escuchar lo que expresa con ese deseo, entender las dudas sobre su sexualidad y aclararlas en lo posible, darle tiempo, no despreciar su preferencia, pero tampoco idealizarla como si fuera un acto de valor extraordinario, puede ser una manera de permitir que encuentre el camino de su identidad sexual. La identidad sexual, como cualquier identidad, no es de una sola pieza, está hecha de retazos con los aportes de los sujetos que te han cuidado, amado y, puede ser, odiado a lo largo de tu historia, por esto es compleja, contradictoria y variable. Cristalizarla en una palabra, en un rasgo corporal o de carácter puede permitir su manipulación política, propagandística o mediática a costa de restarle riqueza y creatividad.


No sé si he conseguido lo que me proponía: responder con claridad sin simplificar. El tema no puede ser cerrado en estas 1307 palabras que contiene este artículo; podría completarse y enriquecerse con los comentarios de quienes lo lean. Tal vez mis compañeros de la Normalidad es rara tengan algo que decir.


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