¿Tampicoxxo?

Edmundo Font

Tampico

Tampico, the 'New York' of Mexico


(o la merma del patrimonio arquitectónico por la incuria y la especulación)

"Si mi voz muriera en tierra

llevadla al nivel del mar

y dejadla en la ribera". Rafael Alberti


El amor al terruño podría ser considerado de índole filial. Se ama simbólicamente aun a entidad geográfica donde se nace porque el ombligo yace allí o porque allá, en su tejido social se despierta a la vida, se crece, se empieza a madurar, simplemente. O también porque allí se nos revela un bello mundo infantil, constituido por legendarios paseos en las riberas de los ríos, playas y lagunas; eso, si se nace en un bello litoral, como ha sido mí caso: en un puerto del Golfo de México salpicado de importantes acontecimientos históricos, que se llama Tampico.


Los domingos, mi padre me llevaba a pasear a los muelles y tallaba con su navaja de Euskadi unos barcos singulares hechos con trozos de enormes corchos que pepenaba entre los sacos de yute mezclados con la variopinta carga de los navíos. Luego subíamos a visitar lo que para mí eran unas maravillosas moles de hierro que circundaban el globo, y descendíamos por los andamios cargados de quesos, embutidos y botellas de vino, todo ello conformando un contrabando de hormiga para consumo casero. Ahora que escribo esto, reparo que ese contacto con los barcos de banderas tan remotas e idiomas ininteligibles, marcó, indeleblemente, mi destino de inveterado viajero; seis décadas después la inercia de recorrer el mundo no cesa.


El amor por el lugar donde se nace y se crece puede acrecentarse también porque uno se enamora allí por primera vez, y el sentimiento se templa, a la usanza de los poetas provincianos de la talla de Gutierrez Nájera, Luis G. Urbina, Amado Nervo o Lopez Velarde. Se vuelve irrecusable el recuerdo de haber visto a una joven muchacha rezar en la misa de domingo o asistir al paso furtivo de sus primeras incursiones rumbo al colegio. No deseo privilegiar para nada el costumbrismo que viví mientras abrevaba en el librero de mi padre. Se trata tan sólo de subrayar lejanos episodios que marcaron a diversas generaciones tierra adentro, en el siglo pasado -ya entonces la dosis de cursilería alcanzada era cosa personal-.


Se enamora entonces uno del único paisaje conocido por razones subjetivas que dan un sentido de pertenencia a lo que algunos llaman con cierta ramplonería "patria chica"; y mucho más tarde, cuando se confronta el propio con otros parajes más impresionantes, más bellos y contundentes en su despliegue ajeno de atractivo urbano o bucólico, un proceso inexplicable nos lleva a privilegiar lo "nuestro", magnificándolo, en vez de seguir acariciando lo ajeno.


En mi caso, que asumo que soy "marinero en tierra", como escribió en un bello poema el gran poeta gaditano Rafael Alberti, mis primeras arenas siguen vigentes, y mi playa ideal sigue siendo Miramar, en la agreste franja de arena que nace en las escolleras de Ciudad Madero. Y ello, a pesar de haber gozado las mieles de muchos litorales de ensueño. He tenido la fortuna de haber radicado varios años entre los prodigios cariocas, en la bahía de Guanabara; en los azules insuperables del Mediterráneo Catalán, y visitado con insistencia febril, cada vez que podía escaparme de Roma o de Bogotá, las arenas de Ostia -donde masacraron a Pasolini- o la Cartagena de Indias que defendió Blas de Lezo (perdiendo un ojo, un brazo y una pierna en los combates).


Además, fatigué hasta el cansancio una serpiente de asfalto en medio del Sahara para llegar desde El Cairo a la Alejandría de Durrell, o fui capaz de cruzar media India para solazarme en la ex colonia portuguesa de Goa. Yo estoy hecho más de mar que de montaña, solo he tenido una playa ideal, repito, la que lleva el nombre de la que partió Maximiliano para cumplir su destino trágico. En realidad nací en Ciudad Madero, aunque lo contradiga mi registro y mi acta. Tengo un pie en cada uno de los dos municipios conurbados: dio a luz mi madre en un sanatorio petrolero en desdibujados límites, en una colonia que lleva el bello nombre de Árbol Grande.


Las parrafadas anteriores han tenido como propósito volver a declarar mi amor a esa suerte de isla con retazos de continente donde las aguas borbotean,-Delta de canales rumorosos, lagunas multiplicadas y riberas marítimas enmarcadas por el Golfo de México-. Solo pensar en la portentosa reserva de agua que poseemos, uno de los bienes más preciados en este planeta que estamos empeñados en destruir, nos conduce a agradecer a nuestras deidades huastecas por la prodigiosa naturaleza que nos regala.


Pero el amor que uno puede llegar a sentir por su propia cuna, conlleva el derecho de levantar la voz ante las infamias. En el caso que me preocupa hay que hablar claro frente a los agravios que cometemos muchos hijos del terruño. Me refiero primero a lo desaprensivo que ha sido la actitud de autoridades e iniciativa privada. Han permitido, durante décadas, que un casco urbano con huellas formidables de una digna arquitectura -que nos daba identidad y un rasgo único de industrioso puerto tropical- se deteriore, y se transforme en un paisaje urbano desconchado. Me explico: el centro de Tampico, ciertamente renovado en algunas aceras y calles peatonales del primer cuadro, ofrece un contraste patético, de grave deterioro, a tan solo cuatro cuadras de la plaza de armas; y ni hablar de la zona de guerra que representa esa promesa de desarrollo comercial y académico que representaría sanear la maravillosa "isleta", de la que sustrajeron hasta las vías de los furgones que la transitaban, y en donde bien podría funcionar una escuela de hotelería y turismo, entre otras iniciativas que siempre se han quedado en retóricos planes de desarrollo y promesas que llenan páginas pagadas de periódicos.


Tampoco podríamos desconocer el esfuerzo de algunos con el remozamiento de dos o tres espacios públicos significativos. Pero insisto, el énfasis reparador de algunas administraciones municipales que pavimentan y repavimentan, contrasta con el abandono de formidables casonas y edificios que yacen con sus fachadas de ¿neoclasicismo tardío?, envueltas por un halo de demolición; y condenadas a que se cierre el círculo vicioso de total descuido, para lograr el objetivo final de un desahucio oficial definitivo.


Una de las personas conocedora de las normas reglamentarias que por decreto vigente limitarían la modificación de predios en lo que se denomina centro histórico, me reveló, con amargura no desprovista de impotencia, que muchas fachadasvaliosas eran puestas a ras de suelo en la calada de la noche, durante los fines de semana en que no se ejerce (extraña coincidencia) vigilancia alguna. Se trata de hechos cobardes, consumados en predios arrasados para crear espacios para automóviles o para levantar negocios que no respetan y desprecian la armonía fundamental de su entorno. Pero lo que más indigna no es el método arbitrario, sin consecuencia alguna y para algunos propietarios, si no lo pusilánime de quienes están obligados a proteger nuestro patrimonio cultural, arquitectónico, por más humilde que éste lo parezca.


Y una vez alcanzado el propósito meramente especulativo que transforma y destruye para siempre la impronta histórica, se puede constatar cuánto se han degradado tantos espacios que daban lustre y significación estética a un paisaje urbano que podría haber representado una legítima atracción turística, precisamente por la belleza estilística de un entorno que otras ciudades del país han preservado contra viento y marea. Centros históricos como los de Mérida, Campeche, Pátzcuaro o Taxco despliegan celo semejante al de otros célebres países del mundo; ciudades europeas, por ejemplo, o puertos como Cartagena de Indias o la Habana, a los que soñamos acudir para disfrutar de una creatividad arquitectónica donde priva el respeto de los suyos por su valioso pasado.


Tampico no es el puerto del Havre; tampoco Hamburgo, Nápoles, Lisboa, o Barcelona, y no necesita serlo. Hablamos de realidades diversas, si no es que opuestas; de antigüedad y resabios de tradiciones de ultramar en lo que se dio en llamar equivocadamente el Viejo Mundo. Sin embargo, nuestra situación geográfica, nuestro paisaje, son de un soberbio encanto natural que muchas generaciones, casi durante doscientos años, han complementado con edificaciones de pertinente singularidad. No es el caso aquí de definir el trasfondo económico subyacente, y por lo que corresponde al estético, su estudio bien podría formar parte de un seminario en alguna facultad de arquitectura que se empeñase en un levantamiento de nuestras portentosas estructuras, muchas de ellas convertidas ya en tristes esqueletos. O entonces, volverse tema de alguno de los concursos fotográficos para los que muchos de nuestros talentosos artistas podrían rendir su trascendente testimonio. No es posible dejar en la inopia a jóvenes y futuras generaciones a las que se legaremos un patrimonio prostituido por intereses espurios que tienen nombre y apellidos.


Tampico, su extraordinario emplazamiento, asoma desde llanuras acantiladas del norte de la ciudad; se proyecta sobre la dimensión acuosa de sus ríos y lagunas -donde se pone un sol de arrebato- y se estructura con un espinazo serpenteante que atraviesa colinas y planos hasta arribar a los muelles, como la cola de un lagarto prehistórico que hiende sus colmillos de color ladrillo en la prodigiosa Aduana, conformando un espejismo monumental que refleja el río Pánuco, sobre un mapa de vigoroso trazo contundente y tan atractivo, como lo puede ser el diseño de aquellas urbes milenarias del Mediterráneo o del norte de Europa.

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