De vuelta al Río de mi pasado (I)

Edmundo Font

Morro da Viuva



Hace unas semanas volví a incursionar en los finales de los años ochenta, cuando fui felizmente documentado como diplomático -parodiando mal a Hemingway- en Río de Janeiro; de allí partiría para trabajar en Roma, y cuando expresé mi tristeza por ello a la célebre cantante Nana Caimmy, me llevé un soberano sombrerazo. La hija de Dorival creía que yo derramaba lágrimas de cocodrilo. No se explicaba la tristeza que me causaba abandonar el trópico por un traslado dorado a la mítica península itálica.


Comprendí más tarde que en este antiguo oficio mío, de constante desarraigo, se corre con frecuencia el peligro de cimentar demasiados afectos, objetivos e inmateriales. De hecho, mi añoranza por la tierra de Jobim y João Gilberto se acrecienta con el paso del tiempo. Se diría que tengo un oído siempre dispuesto a viajar a través de la lengua portuguesa de cadencias sensuales, de calado poético, ya sea en lo cotidiano o a través de su literatura y de su música prodigiosa. Así que no puedo ser acusado livianamente de deslealtad si expreso críticas a un país que me dio lecciones de diversa índole, incluyendo las espirituales (y eso que poseo abundante material para comparar las lecciones aprendidas en la India, Egipto, y en otros dos países del Mediterráneo).


Viví, más bien, gocé con intensidad inusitada, durante seis años, una cultura que privilegia el optimismo vital sobre la tristeza de la desventura. Una buena explicación de ello, además de la hermosura sobrenatural de sus riberas y de los morros que salpican un paisaje siempre sorprendente, se puede hallar en varios capítulos de una de las obras de Stefan Zweig, “Brasil, país del Futuro”. Obra que el gran escritor austriaco redactó, deslumbrado con la belleza humana que ha producido un mestizaje de varias bandas: indígenas, portugueses, negros, y otras mezclas de la emigración europea y asiática; y entusiasmado por las tradiciones festivas y el ambiente carioca en general, cuyo talante singulariza también a muchas otras regiones de ese inmenso continente, dentro de nuestro continente.


Comencé diciendo que regresé al pasado porque hice un largo viaje que me permitió hilvanar recuerdos muy preciados, los que han dejado huella en mi existencia y que abarcan, en lo natural, una fascinación poderosa por el paisaje de una mancha urbana que se disemina, desde el aterro de Flamengo hasta el inicio de la avenida Niemeyer, ya en el barrio de Leblon; y desde las olas de Ipanema hasta las orillas de la Lagoa: allí se nos regalan imágenes únicas del Corcovado.


En esta tela de recuerdos que más que pintar trato de tejer para preservarlos mejor, parecería que fuera suficiente la mención de algunos sitios emblemáticos que pueblan las miles de tarjetas postales que han fijado los clichés de la “ciudad maravillosa”. La verdad es que la visita a una ciudad tan extendida, de referencias múltiples en su historia formal y popular, es tarea imposible. Se mueve uno en un radio de pocos kilómetros, machacándolos a pie, o como fue mi caso, aprovechando transportes públicos que me permitieron establecer un contacto pasajero -nunca mejor dicho- con una población que ejerce su rutina con hábitos peculiares, como la peregrinación cotidiana a las arenas de la playa de Copacabana, munidos de toalla y sombrilla, en un culto solar y marítimo a Iemanjá.


Me hospedé en uno de los hoteles más antiguos de la orla marítima, el “Debret”, cuyos administradores trataron de modernizar con resultados que lo desdibujan, sin integrarlo al armónico conjunto de edificios bajos frente al mar en Copacabana.


El Debret, sobre el famoso “calçadão” de la avenida Atlântica diseñado por Burle Marx hace esquina con la calle peatonal de Almirante Gonçalves. En esa “rua” sobrevive, contra especulación, viento y marea, un “barcinho”, el “Bip Bip”, uno de los últimos reductos donde se pueden escuchar samba de la vieja y nueva generación, como lo anuncia la placa de su fundación en 1968. Tuve la suerte de que una noche en que tomé un aperitivo allí, se dieron cita figuras de esa corriente musical de virtuosidad nostálgica para celebrar el cumpleaños del novelista, cantante y compositor Chico Buarque de Holanda, uno de los mayores nombres de la música popular brasileña.


En ese retorno a fuentes de la “saudade” (así se llama un rincón de un barrio y una canción de Kleiton y Kledir que versioné al español) di largos paseos por la escenografía que conforma mi película personal, donde los recuerdos se enlazan con sentimientos que podrían ir acompañados de melodías de la Bossa Nova, si fuera posible proyectarlos en una pantalla. Me acerqué al “Morro de la Viuva”, una de las pocas colinas de piedra que en lugar de albergar favelas preserva todavía algunos nobles edificios antiguos.


Palacete martinelli

El antiguo palacio, convertido en 1975 en un bloque de departamentos de 25 pisos donde viví 6 años tenía una historia “scaramantica” apenas traducible por cabalística, más que por supersticiosa. El predio, con un largo túnel cavado en la roca, conducía hasta un enorme elevador de madera y espejos que trasladaba a la capilla, a la alberca y a la villa de invierno del potentado Martinelli. Al exitoso emigrante originario de Lucca, durante una lectura de mano, una gitana le vaticinó que encontraría la muerte cuando concluyera la construcción del castillete neogótico-florentino de la avenida Oswaldo Cruz -ahora número 149-. Así es que el millonario italiano diseñó lo que podríamos calificar como una arquitectura “in progress” para que no concluyeran los trabajos jamás y fueron célebres las estatuas de mármol con que decoraba los jardines siempre en obras. En esa demora que alguna vez exhibió piezas de Miguel Ángel, Antonello de Messina, Giotto, Sandro Boticelli, Perugino, Leonardo Da Vinci, Bellini y Rafael, llegó a hospedarse y claro, a cantar, nada menos que Caruso.


Quienes me refirieron el tramo novelesco de la célebre construcción, sustrato del edificio “Señor Bosco” donde se ubicaba mi piso, concluían que Martinelli no había sobrevivido a unos celos pasionales ¿habrá otros más letales? al descubrir una traición amorosa de su mujer, quien sostenía amoríos con un destacado diputado en el castillo de la calle, mientras él pasaba temporadas en la villa del Morro.


El amante, a su vez, protagonizó una rocambolesca historia al convertirse en el primer legislador de su país expulsado por faltas al decoro. El diputado Barreto Pinto, cercano a Getulio Vargas apareció en la revista “O Cruzeiro” vestido de frac pero en calzoncillos.


En ese hábitat que conforma el maravilloso mapa del Morro da Viuva, donde tenía por vecinos a los cónsules generales de Italia y de Francia; a los Orleans y de Braganza; a periodistas connotados; a literatos como Aurelio Buarque de Holanda -autor del diccionario de la lengua Brasileira que lleva su nombre-, o al poeta y diplomático Raúl Bopp -escribió el legendario poema “Cobra Norato”-, se sumaban un pillo legendario: uno de los ladrones de lo que se llamó el robo del siglo, Ronald Biggs, asaltante del tren de Glasgow. A este último personaje lo encontraba a menudo en mis caminatas rumbo a la glorieta donde José Vasconcelos, acompañado de su entonces secretario, el joven poeta Carlos Pellicer, depositó un preciado regalo de México al Brasil: la réplica en bronce del Cuauhtémoc del Paseo de la Reforma y la avenida Insurgentes.


Y ese monumento que data de 1922 (en él colocaba yo las ofrendas florales oficiales) se convirtió en un símbolo esotérico para un grupo de poetas bohemios que comandaba Manuel Bandeira. Cuentan que al final de una madrugada de libaciones el grupo de vates inspirados por los amores fugaces de la Rua de las Marrecas, ejecutaba un extraño ritual; circundaban tres veces el bronce de nuestro monarca guerrero y para pedir un deseo.


En una comida que ofrecimos a Barbara Jacobs y a Tito Monterroso, el escritor guatemalteco me dijo: “…descuelga todos los cuadros de tus muros y ponle molduras a las ventanas; nada puede competir con la belleza de este paisaje”. Y en verdad, consciente de nuestra permanencia involuntaria en Río, por la índole trashumante de mis tareas, cada puesta de sol y amanecer visto desde nuestros balcones se convertía en una mezcla de celebración y de lamento: se trataba de vivir con intensidad un día menos en ese prodigio de naturaleza prehistórica que encierra la bahía de Guanabara. 

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