El dolor por una pérdida irreparable -terrible pleonasmo en el espíritu- corroe el interior de uno, allí donde se sitúan las emociones que nos hacen aflorar en llanto, y nos volvemos seres diluidos por la pena.
La rabia por la sinrazón de la muerte provocada, o natural, se rumia como mazacote de semoviente que queremos y no, digerir. Allí está, anonadado, el toro en el Guernica de Picasso como ejemplo de la dilaceración ante la infamia.
Mi primera reacción frente a la barbarie insana de ayer tarde en Barcelona fue expresar de inmediato mi solidaridad -en el silencio lejano de los correos electrónicos- a los amigos que habitan en esa maravillosa "ciudad de los prodigios" que también considero mía; en ella vivieron mi abuelo, mi padre y yo mismo.
Luego, en el resumen de las noticias que fluían sin parar, me puse a reflexionar en que este es un terrible atentado más, de índole ateo y que hay que señalar el atributo desalmado, sin equívoco, de sus perpetradores. Solo deicidas matan a inocentes y tratan de reivindicar su crimen en función de la prevalencia de un dios único y de una fé sin asideros teológicos de cualquier naturaleza.
Desaprensivos cobardes atentan contra quienes no profesan obligados una fe y una tradición milenaria que alguna vez habría tenido sus raíces en episodios fundamentalistas de la historia, y que yacen precisamente allí, en anales pretéritos, de hechos superados (ruego no confundir estas palabras con cualquier fobia o tendencia "anti" musulmana; yo respeto al Islam. Se de su valor.
He pasado algunos años de mi vida en países donde prevalece esa religión monoteísta). Dicté seminarios en la universidad de Al-Azhar, en El Cairo, una de las más antiguas casas de estudios del mundo. En vez de quedarme encerrado en un aula, solía conducir a mis alumnos a la gran mezquita donde había nacido esa academia, hace mil cuarenta y dos años; y sentados en las bellas alfombras, sosteníamos allí las lecciones a la usanza original.
Las universales Ramblas de Barcelona son más que una arteria peatonal que conduce desde uno de los confines de lo que fueron las murallas romanas, hasta el mar Mediterráneo. Son un río de vida, de miles y miles de vidas pletóricas que lo cruzan a diario, a todas horas. Su equivalencia, guardando las proporciones, es la de un monumento histórico del peso simbólico de una Vía Appia, o un puente romano. Tengo más de cuarenta años deliciándome en su paisaje lineal y descendente, en la constante transformación de su vital permanencia.
En mi adolescencia habité hostales de la Puerta Ferrisa, frente a la fuente donde ayer pasó rauda la muerte, trepada en un carromato de blanca crueldad. Ver las imposibles imágenes de seres humanos esparcidos allí, es como verse aparecer en un reflejo, apenas salvado por eso que llaman destino; cuando estoy en la capital de Cataluña deambulo por ese tramo donde se sembró la infamia, dos, tres veces al día. Y tantas noches camino por las Ramblas vislumbrando el recuerdo de mi padre que estudiaba calles abajo y también fatigaba esa arteria viva, entre cantos de juventud, con los amigotes de entonces.
Hace varias crónicas mías comencé una serie sobre la Ciudad Condal que llamé "Barcelona, peligro para caminantes". El título parafraseaba un libro del gran poeta Rafael Alberti, solo que él hablaba de Roma.
Yo me estaba refiriendo a lo difícil que se había vuelto deambular por una ciudad donde los patinetes y los ciclistas se estaban convirtiendo en una amenaza para los viandantes: aparecían esos vehículos con veloz sorpresa sobre las calzadas. Ahora ese título cobra una actualidad distinta, cruel, muy lamentable y dolorosa. Lo retiro aquí mismo. Y erijo en esas Ramblas, que seguirán fluyendo con el mismo río de vida de siempre, un muro simbólico de esperanza, pero con un NO PASARÁN desprovisto de odios sectarios o de la carga ideológica que ya tuvo esa frase, un día.
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