Los ositos hacen pupa

Antonio Soler
Psicólogo y psicoanalista

Bebé




Parece que el oso de peluche se ha elevado a paradigma de la ternura infantil. Lo encontramos en todas las jugueterías, en los centros comerciales, e incluso algunas tiendas se han especializado y lo vende en todos los tamaños, colores, materiales y atuendos. Ocupa las cunas de nuestros hijos y decora sus habitaciones. Cuando se producen desgracias colectivas, como catástrofes o atentados terroristas, las muestras de solidaridad cívica han llenado las calles de improvisados altares llenos de velas, flores, escritos, dibujos y objetos infantiles entre los que siempre están presentes ositos que testimonian el acercamiento doloroso a los niños victimas o el acercamiento de los niños al dolor por las víctimas. El aspecto peludo y suave de estos animales, sus redondas orejas, su andar desgarbado les ha hecho propicios a convertirlos en amorosos juguetes de varias generaciones de niños muchos de los cuales ya han llegado a adultos y reproducen el gesto de regalar ternura afelpada a sus pequeños.


La transformación de animales en peluches es una manera de domesticación que convierte la fiereza salvaje en dulzura humanizada a la que los niños pueden dormir abrazados. Así pasa con tigres, leones, panteras, pingüinos, dinosaurios, incluso -doy fe- con neuronas y con Freud a los que vi mullidos y aterciopelados en la tienda de merchandising de una universidad extranjera.


No es esto una crítica a los osos de peluche ni a la costumbre de regalarlos. Una característica del desarrollo infantil es la posibilidad de dar vida a seres inanimados a través de construir con ellos un mundo imaginario en el que pueden desplegar sus emociones, deseos y temores. Mediante el juego los conocen, los controlan y experimentan con ellos. Me parece una estrategia inteligente, construida por la cultura, que en la separación progresiva y necesaria de sus padres, el niño pueda acompañarse y consolarse con esos seres inanimados, animados por su fantasía y su deseo. Pero les cuesta reconocer a los adultos es que esos personajes no sean solo amorosos.


Entre las emociones infantiles también está el odio, la envidia, la venganza. Tampoco para el niño la realidad es como él quisiera: sus deseos son constantemente contrariados, la guardería le separa de su hogar, el hermano es muchas veces un feroz competidor, los padres son incapaces de eliminar su dolor de garganta o de sanar su herida. Es coherente que el niño se enfade, se rebele y sienta rabia ante todo lo que se opone a su bienestar y que sean precisamente esas personas que le rodean las destinatarias de su agresividad. Ante el conflicto de odiar a quienes ama, el muñeco es un buen objeto para maltratar sin demasiada culpa. Ese objeto blandito puede ocupar el lugar del hermano envidiado, la madre que no le deja hacer lo que le de la gana, la maestra que riñe, o el padre que no le hace caso. Por eso, a veces, puede aparecer un osito destripado o sin cabeza.


A los adultos les cuesta reconocer en sus hijos sentimientos violentos e incluso crueles. Digamos que los han criado para darles y recibir su amor y es una decepción sentir que la buena leche con que los han alimentado pueda volverse mala. Idealizamos la infancia y la decepción puede transformar en monstruos a los que nos gustaba creer ángeles. Es un problema de los mayores pero que les traspasamos a los chicos.


Ante ello la tentación de los padres es la de construirles un mundo de peluche. Un mundo acolchado, suave, cálido y, a poder ser, insonorizado, donde los golpes no duelan, y a donde no lleguen ni el frío ni los ruidos que dan miedo. Y a esta labor se dedican con ahínco con la ayuda de gestores de la bondad y del pensamiento políticamente correcto. El lobo no es una fiera que necesita alimentarse de las presas a las que mata, lo convertimos en vegetariano y le hacemos bailar con Caperucita y su abuela. Hansel y Gretel no se vengan de la bruja sádica y la arrojan al horno, sino que se dan cuenta de las carencias alimenticias de la anciana, la derivan a un comedor social y acaba transformada en su gentil abuelita. A Pulgarcito y a sus hermanos no les abandonan sus padres en el bosque, sino que se pierden y son rescatados por un ogro que trabaja como gestor ecológico de un parque natural. Las princesas no pueden ser doncellas sometidas a la espera de un príncipe machista que las lleve al altar.


En este mundo hay medicamentos para todas las enfermedades; la muerte no existe, ni los niños ni sus padres morirán y, si existe, solo lo será para los muy ancianos; las catástrofes y las guerras solo ocurren en países lejanos; no existen personas violentas con ganas de hacer mal, y papá y mamá nunca se separarán.


Cuando alguna de estas desgracias cae cerca de los niños o de sus familias su sufrimiento se acrecienta por el engaño: esas cosas no les había de pasar a ellos. No se habían construido relatos para dar palabras a estas posibilidades. Padres e hijos se encuentran indefensos para abordar lo que “no existe”, al menos en sus mentes conscientes. La mentiras piadosas no evitan las verdades despiadadas.


Ahí descubren que los ositos hacen pupa, como los tigres, los leones y las panteras, animales salvajes todos, que, llegado el caso, defienden con uñas y dientes su comida, su territorio o su camada. Que en eso no hay grandes diferencias con los humanos que defienden, no solo su supervivencia, sino, cosas más etéreas como el poder, la nación, la dignidad, los dioses o las creencias, y que las uñas y dientes pueden ser ametralladoras, cañones o bombas. Descubren que los ositos hacen pupa y que ellos también, convertidos en ositos enfadados, frustrados y vengativos, sienten las ganas de hacerla.


El oficio de ser padres se hace duro cuando ha de afrontar la existencia de lo malo, de lo doloroso, de lo irreparable. Es comprensible que los padres deseen eludir el trago. Sería preferible sostener las bonitas ficciones y en alguna medida en un momento u otro todos edulcoran la realidades más crudas. También entra en ese oficio la de hacer de filtro para ayudar a hacerlas soportables. No se trata de exponer a los niños de manera gratuita o excesiva a escenas inaguantables. Las películas de terror no ahuyentarán sus miedos, pero una cosa es intermediar entre los peligros reales o imaginarios y los niños, y otra negar su existencia.


Al mismo tiempo no deja de ser contradictorio que esos niños a los que protegemos acolchándolos contra el mal, puedan presenciar mientras cena el despedazamiento del último atentado terrorista o que le arranquen la cabeza a un “malo” en un vídeojuego de moda. Puede que este sea un signo de los tiempos: por una parte nunca se ha publicitado tanto la no-violencia; nunca el pacifismo ha sido tan predicado pública o privadamente; nunca las escuelas habían impartido tantos mensajes a favor del diálogo y el entendimiento, y por otra nunca la agresión bélica, política o doméstica se había exhibido tanto como lo permiten los actuales medios de comunicación.


Ante la desgracia inevitable vivida por el niño, el acompañamiento de los padres es lo único que puede aliviarle; reconocer el hecho sin negarlo abre un posible diálogo y no deja al niño en la soledad de lo que sabe pero no puede hablar ni por tanto compartir. No existen fórmulas concretas de cómo se hace esto, qué palabras se utilizan, cuál es el momento más oportuno. Cada padre, cada madre, cada familia tiene sus modos de abordar las preocupaciones y los problemas que les atañen. Solo he intentado señalar unos hechos, entender sus causas y prever consecuencias. 

Sin comentarios

Escribe tu comentario




He leído y acepto la política de privacidad

No está permitido verter comentarios contrarios a la ley o injuriantes. Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.



Más autores

La normalidad es rara