Esperaba en la cola de la maquina para pagar el parking de una ciudad del sur. El señor que acababa de hacer la operación exclama “¡Qué asco no se puede andar por el pueblo, todo lleno de emigrantes…!” El que le sigue dice: “Tiene razón el hombre”. A mí se me ocurre decir: “Puede que tenga razones pero no la razón”. Mi acompañante interviene “¡Qué pronto hemos olvidado cuando éramos nosotros quienes emigrábamos! “Señora, nosotros íbamos con papeles estos vienen en patera”, replica. “Además estos van con la religión por delante”. Digo algo sobre el poder de la religión en nuestro país. “Lo que pasa es que llevan seiscientos años de retraso”, me contesta y sigue: “Hace treinta años que soy voluntario de la Cruz Roja si yo le contara… esta semana misma…” y nos alejamos para dirigirnos a nuestros respectivos coches sin llegar a saber cual es la anécdota que justifica las razones de nuestro interlocutor. Me quedo irritado, rumio respuestas más atinadas, como si alguna frase contundente pudiera hacer cambiar el pensamiento de este hombre. Pero mi enfado se debe justamente a mi impotencia para alterar estas ideas que comparten miles de personas. Buenas personas que seguramente avisarían a una mujer magrebí a punto de cruzar la calle distraída de que puede ser atropellada. O que acariciaría el cabello ensortijado de un niño africano que pasara a su lado. Buenos vecinos que no vacilarían en prestar un vaso de aceite o una barra de pan para la cena de la olvidadiza ecuatoriana que vive en la puerta de al lado. Convecinos que guardarán su minuto de silencio ante el último incendio que se ha llevado por delante la vida de varios inmigrantes que habitaban una infravivienda o harán una pequeña aportación a una ONG que se ocupa de la infancia o de los refugiados.
Existe un racismo de esvástica, brazo en alto, y ardor guerrero; de ideas difusas, más o menos esotéricas, sobre razas superiores e inferiores; de concepciones paranoicas de supuestas invasiones o asimilaciones por culturas degradadas. Es un racismo que, con dificultad, llamaríamos ideológico, pues sus ideas no van más allá de cuatro slogans defendidos a puñetazos y a patadas. Pese a ser despreciable no debe ser despreciado, porque algunas circunstancias históricas o sociales pueden darle el viento suficiente para alzarse en llamas y arrasar con todo lo que se ponga por delante. La historia nos recuerda y nos avisa.
Pero hoy me refiero a otro tipo de racismo, cotidiano, doméstico, infiltrado en las conversaciones banales, no demasiado consciente, al contrario, mas bien niega serlo cuando inicia su conversación con un “yo no es que sea racista, pero…”
Se alimenta de tópicos, de medias verdades o, muchas veces, directamente de mentiras. Alude a supuestas ventajas en la obtención de beneficios sociales como que “las becas de comedor se las dan a los moros” o que “para conseguir un piso de protección oficial has de ser rumano”, ante el que de poco sirven los datos estadísticos o las argumentaciones de que los beneficios sociales se dan a los más pobres y en estos momentos los inmigrantes lo son en su mayoría, esos beneficios no se les dan por inmigrantes sino por pobres.
Nos enfrentamos a actitudes que van mas allá de la racionalidad. Se nutren de colores, olores, sabores o sonidos más que de pensamientos. Pariente de la xenofobia tiende a mirar por encima del hombro cualquier diferencia, a escuchar un idioma extranjero como una jeringonza, o a sentir una comida de otro sitio como un mejunje que se prueba con desconfianza cuando no con asco. Olores o colores que no son con los que estamos familiarizados, otras especias, otros condimentos, otras vestimentas; diferencias que extrañan, porque vienen de fuera, y lo extraño se hace sospechoso, a veces se percibe como una agresión; como si el vestir de otra manera o el hablar otro idioma lo fueran. Revive el viejo “hablar en cristiano”; es una xenofobia por momentos ingenua que no se extraña de si misma, la del viejo chiste de “cómo puede ser que los franceses lo llame fromage cuando se ve tan claro que es queso”. Se introduce en las conversaciones sin aparente intención, como meras descripciones. “Al salir de la discoteca había cuatro moros…” dice un joven que jamás diría “cuatro gerundenses” o “cuatro toledanos”; a otro un “sudaca” le trajo una pizza, y a la vecina del tercero la cuida “una ecuatoriana”.
A nuestro efímero y precario confort social el subdesarrollo le merece desprecio. (¡Qué pronto hemos olvidado cuando en este país parecía a todo el mundo le olían los pies! como decía Vázquez Montalbán). A nuestra recién estrenada modernidad le hace crecer su auto estima pensar que algunos pueblos llevan seiscientos años de retraso.
Es un pensamiento que precede al racismo, el de las identidades colectivas que hace a cada persona homogénea con su colectivo. Sirve para los “cuadrados” alemanes, los “informales” italianos o los “estirados” franceses sin que de nada sirva conocer alemanes libertinos, cumplidores italianos o humoristas franceses.
Es la ingenuidad de estas actitudes lo que las hace mas insidiosas. No las sostienen personas malintencionadas ni expresan un odio manifiesto. Se trata de un racismo de baja intensidad, de sobremesa de domingo; incluso puede tener un deje compasivo en el diminutivo con el que se refieren a los “chinitos” o “negritos” adoptados por unos conocidos,o como decía una entrañable pariente anciana “cómo voy a ser racista, bastante desgracia tienen esos con ser negros”. En un racismo que puede envolverse en pensamientos políticamente correctos, como si decir subsaharianos cambiara algo. Está en el lenguaje pero que no se arregla con la simple sustitución de las palabras, porque éstas dicen lo que yace en el fondo de todos nosotros: la inquietud, la desconfianza ante lo diferente, la inseguridad ante otras formas de vivir y de pensar que hacen que las nuestras, tan aparentemente normales, no sean nada mas que unas entre tantas. Existe una dimensión inconsciente en estas formas de racismo que las hace incontrolables. Existen en todos nosotros sin que lo sepamos.
La modernidad, mas que promover un pensamiento racional y crítico, está proveyendo de instrumentos técnicos mediáticos para la difusión de contenidos de nulo nivel intelectual, de dudosa veracidad y de gran violencia en los que fácilmente se instalan ideas simples y elementales como son las racistas. En ocasiones acontecimientos externos, como crisis sociales o políticas, las activan e infunden movimientos de masas fácilmente manejables por líderes populistas o directamente fascistas, de los de la dialéctica de puños y pistolas. Creo no ser alarmista, experiencias cercanas nos informan de fenómenos en los que prejuicios xenófobos están inspirando políticas de enorme poder y transcendencia.
Se está produciendo una situación en la que fenómenos socio políticos (crisis económica global, guerras, terrorismo mundial), activan actitudes individuales de miedo, desconfianza y rechazo de los diferentes, ante lo que los dirigentes, lejos de reconducir la situación hacia políticas de integración, secundan políticas populistas, electoralistas de beneficios a corto plazo y de evidente peligro a la larga. Por ello solo una acción pública que reinvierta el sentido de este proceso puede tener efectos para una sociedad mas inclusiva y tolerante. Solo una sociedad que garantice derechos sociales generalizados pueda impedir el sentimiento de que lo que a otro se le da te lo quitan a ti.
Pero la intención de mi artículo era la de destacar el fenómeno en su vertiente subjetiva, en el qué hacer en el ámbito de lo doméstico y de lo cotidiano con ese racismo inconsciente que nos habita a todos, el que nos asalta en la cola del parking, el que naturalmente se infiltra en las conversaciones, los chistes o los tuits. No creo que haya recetas. Se trata actitudes emotivas, poco razonadas y que se expresan espontáneamente. Tal vez una educación reflexiva, crítica, que dialogue y debata ideas, pueda tener efectos a largo plazo en la construcción de una ciudadanía mas libre de prejuicios o tal vez más consciente de tenerlos.
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