Más de uno recordará haber visto o, al menos, habrá oído hablar de la película Los olvidados, de Luis Buñuel, rodada en 1950 y que obtuvo el premio a la mejor dirección en el Festival de Cannes de aquel año. Trataba de la pobreza y la criminalidad juvenil en los suburbios de Ciudad de México. Por supuesto, hubo reacciones muy negativas frente a dicha película, pero el aval del premio de Cannes posibilitó su exhibición a nivel mundial.
Este título de «los olvidados» me ha venido a la cabeza pensando en las flagrantes desigualdades sociales que se han puesto de relieve, más aún si cabe, con la pandemia del coronavirus.
Y digo más aún si cabe porque estas desigualdades nos son perfectamente conocidas: otra cosa es que queramos enterarnos, y otra todavía, que hagamos algo al respecto. Quería mencionar, por citar tan solo alguno, los interesantísimos artículos publicados por Helena López y Elisenda Colell, en El Periódico de Cataluña, sobre las diferencias de salud en los barrios de Barcelona, las residencias de ancianos y las personas que viven en situación precaria en chabolas, fábricas abandonadas o hacinados en habitaciones realquiladas. Estos son algunos de los olvidados, pero hay muchos más.
Hace muy poco, en febrero de este mismo año, el «relator» de la ONU sobre la Extrema Pobreza y los Derechos Humanos, Philip Alston, invitado por el Gobierno de Pedro Sánchez, entregó su informe tras haber visitado seis comunidades autónomas y haberse documentado a lo largo de un año. No sólo ha requerido documentación o ha hablado con las autoridades sino que, sobre todo, se ha reunido con personas, organizaciones sociales de todo tipo, sindicatos, etcétera, visitando y pisando el terreno en sentido literal.
Alston ha hecho un informe breve pero demoledor, del que me limitaré a entresacar algunas de sus conclusiones, varias de ellas expuestas en entrevistas: «Las políticas sociales en este país están quebradas, son ineficientes»; «La España post-crisis registra más pobreza y exclusión, más paro y más abandono escolar, mientras que los ricos cada vez tienen más dinero y pagan menos impuestos»; «La gran solución es acabar con el fraude fiscal y abordar de forma urgente el tema de la vivienda»; «La ley catalana contra la pobreza energética es un paso en la buena dirección»; «El 26 % de la población y el 29,5 % de los niños se encuentran en riesgo de pobreza o de exclusión social»; «El Estado debería establecer una renta mínima para toda la población»; «En España he visto barrios ―aludiendo seguramente a los asentamientos de temporeros de Huelva o a la Cañada Real de Madrid― que son peores que un campo de refugiados»; «La gente se ve abandonada, simplemente sienten que están a su suerte».
Se diría que el Gobierno central y también alguna administración municipal han entendido al menos una parte de su mensaje: hay que actuar y abandonar la retórica. Estamos en una situación de emergencia por el coronavirus, pero hay reformas estructurales a hacer, mucho más allá de esta pandemia.
Dejando de lado por el momento la actuación de los principales responsables, la Administración, pienso en tantos profesionales del cuidado y en una amplia gama de organizaciones de la sociedad civil, con la colaboración de muchísimos voluntarios, que se interesan por esta realidad y luchan diariamente por cambiarla. Pero es necesario que sean muchos, muchos más, porque, junto a ellos existen amplias capas de la población que, simplemente, miran para otro lado (añadiré que algunos de ellos tienen ya mucho trabajo sobreviviendo, saliendo adelante con trabajos precarios: son los trabajadores pobres, que poco más pueden hacer); como dice el refrán: «No hay peor ciego que el que no quiere ver».
Las teorías neoliberales del individualismo a ultranza han calado fuertemente en nuestra sociedad, hasta llegar a «capturar» el pensamiento y la capacidad crítica de muchísimas personas. Han conseguido que creamos lo que incansablemente predican: que si nos va mal en la vida es porque no nos lo montamos bien, porque no gestionamos bien nuestro día a día, porque no tenemos suficiente confianza en nosotros mismos, porque no somos capaces de reinventarnos…
La realidad es que las circunstancias y el contexto social y económico en que uno nace determinan en gran medida su vida, sus posibilidades, sus opciones, su salud… y también su muerte. Es así como me explico, un poco, ese mirar para otro lado, ese «sálvese quien pueda», esa fragmentación social (cada uno a lo suyo), ese desinteresarse o mantenerse al margen de lo colectivo, del bien común, que nos beneficiaría a (casi) todos. Seguramente, en muchos aspectos siempre ha sido así: lo propio, lo más inmediato, nos concierne y nos afecta de manera directa; lo colectivo siempre es más abstracto, más lejano, más complejo.
Esta pandemia ha puesto de relieve hasta qué punto somos vulnerables e interdependientes: lo que otro hace o deja de hacer nos afecta a todos. Quizá por ello se ha generado un movimiento de solidaridad y de ayuda mutua no solo con los más queridos o más próximos, sino también con aquellos a los que no conocemos. A más de uno, el confinamiento le ha ayudado a informarse más y mejor, a pensar un poco, a reflexionar.
Pero ¿seremos capaces de recordar todas estas reflexiones y de mantener estas buenas prácticas cuando acabe la actual crisis? ¿Sabremos defender lo público, lo común, y luchar por ello? ¿Sabremos defender un Estado del bienestar consistente, que no sea objeto de mercadeo? ¿Nos seguiremos acordando, por poner un ejemplo, del trabajo de los sanitarios y apoyando de verdad sus reivindicaciones? ¿Nos seguiremos interesando por la política como estamos haciendo ahora, o se la dejaremos en exclusiva a los profesionales de la misma? Me gustaría mucho responder afirmativamente a todas estas preguntas, aunque tengo serias dudas.
Para acabar, quisiera reproducir una cita de mi colega Pilar Gómez en un artículo publicado recientemente en este mismo blog y titulado «Mare Nostrum». Son palabras de Edmund Burke, un escritor y político irlandés del siglo XVIII, quien hace la siguiente reflexión: «Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada».
Pues eso: hagamos algo.
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