Pocas veces me ha sucedido lo que me ha pasado con La Paz, Bolivia. Antes de venir a trabajar al corazón de sudamérica, a donde llegué en enero de este año, tenia en la memoria unas imágenes aisladas de la ciudad, plasmadas a partir de reportajes televisivos y que quizá surgieron cuando viví en el limítrofe Brasil, hace décadas ya. Ellas eran de algunas protestas sociales que se verificaban en lo que ahora reconozco como el bello Paseo del Prado. Esa arteria principal del centro de la ciudad me recuerda el soberbio paseo del mismo nombre en la Habana, a varios pasos de donde vivió y murió el gran José Lezama Lima.
He ido descubriendo, como un explorador moderno, además de la dimensión urbana el poder creativo e intelectual de la metrópoli con mayor altitud en el mundo (apenas Lhasa, la capital del Tíbet se le apareja). Su gente, maravilla de conformación cultural múltiple, desde tiempos precolombinos ha ido conquistando escalones geomórficos y estratigraficos únicos de los Andes centrales -en lo que es uno de los cañones urbanos más impresionantes del orbe-. Durante meses he venido vislumbrando un panorama impresionante de colinas escarpadas y riscos de diseño prodigioso que anonadan desde el primer contacto. La referencia morfológica más inmediata sería la de la montaña de Montserrat en Cataluña. Pero en este paisaje que me ocupa ha quedado plasmada la huella viva de una cultura que sigue rindiendo sus frutos en la policromía y en la alta calidad de sus textiles, por poner un ejemplo solo del ámbito de la artesanía, y que ha conocido también manifestaciones de alta creatividad artística. Y cito unos cuantos nombres de claros valores: el cine de Jorge Sanjinés; la pintura de Gil Imaná, Ricardo Pérez Alcalá y Gastón Ugalde; la dramaturgia de David Mondaca Arauz; y la arquitectura de Juan Carlos Calderón y Carlos Villagómez.
En La Paz se despliegan montañas cortadas por unas tijeras que pareciera que entonaran un fru-frú en quebradas, agujas, columnas, relieves, con una coloración de distintas tonalidades, desgarrando eminencias en picos que tienen su nota más alta en el Valle de la Luna, de las Ánimas, y en el de Llojeta ese paisaje también lunar que pintó uno de los más soberbios artistas del continente, Cecilio Guzman de Rojas; malhadadamente, lo escogió también para dispararse un tiro, sin mayor motivo posible que el impulso de algún mandato febril o esotérico. Ese notable artista del Potosí profundizó en la teoría de la pintura coagulada de Da Vinci y reveló en su iconografía la belleza del mundo indígena. Hablaba quechua, aymara, catalán, francés, inglés, y español, y había bebido de alguna tradición alquímica. Es sabido que Cecilio Guzman de Rojas fue iniciado también en la tradición chamánica de los Kallawayas de Charazani.
Desde hace más de medio año confraternizo con la imponente vista de La Paz desde la terraza de una casona que me ha tocado habitar, en una suerte de predestinación. Con la mirada trepo amaneceres y atardeceres de luz cernida en el embudo colosal que llaman “La Hoyada”, hasta mirar la “Ceja”, albor popular de una ciudad con un millón de habitantes, de configuración comercial inaudita, donde conviven desde asiáticos a miles de ciudadanos de los países vecinos. Esa otra ciudad, llamada El Alto, preludia el surgimiento de uno de los monumentos de la naturaleza más esplendorosos, el Illimani, a seis mil metros de altura, testigo proverbial de una propuesta arquitectónica única en el continente.
En esa planicie que conduce al lago Titicaca, y que prefigura a plomo a la ciudad escalonada de La Paz, un lúcido constructor, Freddy Mamani, ha realizado una obra espectacular, y obtenido reconocimiento y celebridad con la exposición que le organizó la fundación Cartier de Paris. Se trata de la realización de un proyecto único de construcción de mansiones edificadas al final de edificios de seis plantas y que en una combinación de la palabra chalet, con la voz diseminada en los Andes, de cholo, se ha denominado como “Cholets”. Pero este peculiar fenómeno creativo es harina de otro costal. Requiere de un estudio como el que describe Nicolas Valencia: “...Rescatada por la arquitecta Elisabetta Andreoli y la artista Ligia D’andrea en el libro “Arquitectura andina de Bolivia”, la irrupción mediática de esta arquitectura, de la mano de Freddy Mamani -un exalbañil convertido en ingeniero y constructor- se ha convertido en la excusa para hablar de todo lo demás en el país altiplánico: las carencias y lujos de una rápida expansión urbana dispersa en El Alto, la ciudad más joven de Bolivia; el nacimiento de una nueva burguesía aymara ante el ninguneo de las élites blancas; y el nacimiento de una identidad arquitectónica contemporánea que incomoda a puristas y enorgullece a aymaras?, pero es rechazada por las escuelas locales de arquitectura”.
La Paz y sus barrios antiguos, desde los vestigios coloniales a los asentamientos señoriales que luego dejaron su impronta de mejores tiempos idos y de una bohemia creativa como en los alrededores del Montículo en Sopocachi, me corren a diario una cortina que deja a descubierto un paisaje urbano que fascina y al que corona, desde una infinita variedad de ángulos, el imponente Illimani y sus nieves perpetuas. Poco a poco voy descubriendo una ciudad con el entorno de raíces milenarias. Al influjo de la portentosa cultura Tiahuanaco puede uno empeñarse en estudiar signos de los múltiples estratos culturales prevalecientes.
Las leyendas urbanas son numerosas y no solo por el elenco de las famosas casas embrujadas, que aquí les dicen “Pesadas”. Lugar especial tienen los “cementerios de elefantes” (las cantinas donde la gente se encierra a morir bebiendo) que describe magistralmente otro malogrado autor, Víctor Hugo Vizcarra. El autor de “Borracho estaba pero me Acuerdo”, merece otra crónica de esta serie andina, cuya ruta pasa por abordar la literatura de algunas figuras de relevancia literaria universal. Basta con mencionar a figuras como el humanista y gran escritor Franz Tamayo, equivalente en su dimensión enciclopédica y su amor por la Grecia antigua, a nuestro Alfonso Reyes.
Sin embargo, en el ámbito literario boliviano uno de los impulsos de estas líneas es reconocer mi ignorancia de la obra de uno de los poetas fundamentales del continente, Jaime Saenz (La Paz, 1921-1986); su relevancia se conjuga con una existencia atormentada, semejante a la del origen e impulso de la poesía maldita que definiría Verlaine cuando escribió sobre Mallarmé y Rimbaud, y donde caben muy bien Baudelaire y Lautrémont.
Hablo ya con fascinación de un escritor de claroscuros dramáticos como los que reveló en su novela fundacional, titulada “Felipe Delgado”. Allí completa Saenz el ciclo auto destructivo de un alcoholismo extremo en el que sufrió varios delirium tremens; pero afortunadamente logró parar de beber como para llegar a plasmar un mundo de miseria atroz que encuentra en el sentimiento de la muerte y del abandono amoroso una paradójica afirmación vital.
Se ha escrito que Jaime Saenz reinventó su ciudad, La Paz (dato curioso: cursó primeros estudios en el instituto México). Un elemento primordial de su ficción es la recuperación de un personaje popular primordial: el Aparapita. Palabra proveniente del aymara que se puede traducir como “cárgamelo”, por su raíz de bulto y de oficio. Sobreviven estos emblemáticos cargadores que transportan ingentes mercancías a la espalda. La carga simbólica de estos humildes transportistas, valga la redundancia, les confiere una categoria de clochard en pobreza extrema. Algunos de ellos son dados a un alcoholismo que combinan con mascar la hoja de coca. Estos humildes trabajadores pueblan las obsesiones más extremas de Jaime Saenz. Curiosamente, la antropóloga Carmen Bustillos llegó a referir que la propia edificación de la ciudad de La Paz parecería un saco de aparapita, con sus vestimentas multiremendadas, en una especie de miserable patchwork de materiales de construcción.
Estoy preparando una antología para celebrar el centenario del nacimiento de este autor imprescindible de la poesía latinoamericana; parto de once libros de una poesía que atrapa también por su vertiente lúdica, y que conmueve y alecciona. Aunque su visión de la vida es sombría, acaba trascendiendo una enjundia que vitaliza. La poesía de Saenz ayuda a descifrar el enigma de una sociedad sudamericana de riquísimo raigambre por la multiplicidad de su identidad cultural. Y lleva de la mano a profundizar en una ciudad con estamentos que seducen, desde una humilde y popular salteñaría (de venta de empanadas) llamada sin saber porqué “Picasso”, a una elegante y sofisticada Delicatessen Laurent con vinos de Tarija.
La estela del mundo de Jaime Saenz pasa por la influencia que ha dejado en las nuevas generaciones de de artistas talentosos. Es el caso de Willie Claure, quien transformó en una cueca deliciosa un poema de Jaime Saenz que aparece en “Felipe Delgado”:
NO LE DIGAS
Si te encuentras con la ninfa
No le digas que he llorado.
Dile que en los ríos me viste lavando oro para su cofre.
Dile que en los ríos me viste lavando oro para su cofre.
Si te encuentras con la trini
No le digas que he sufrido.
Dile que en los campos me viste buscando lirios para sus trenzas.
Dile que en los campos me viste buscando lirios para sus trenzas.
Si te pregunta la flora
Acordándose de mí
No le digas que me haz visto
No le digas que la quiero.
En un rincón del olvido no le digas que la espero.
En un rincón del olvido no le digas que la espero
Si te encuentras con la ninfa
No le digas que he llorado
Dile que en los ríos me viste lavando oro para su cofre
Dile que en los ríos me viste lavando oro para su cofre
Si te encuentras con la trini
No le digas que he sufrido
Dile que en los campos me viste buscando lirios para sus trenzas
Dile que en los campos me viste buscando lirios para sus trenzas
Si te pregunta la flora
Acordándose de mí
No le digas que me haz visto
No le digas que la quiero
En un rincón del olvido no le digas que la espero.
En un rincón del olvido no le digas que la espero.
Nota: para escuchar, este clásico de Willie Claure:
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