En casa de mis padres siempre hubo una cómoda en la que mi madre aún guarda mantelerías finas, sábanas bordadas y todas aquellas piezas de tela o ganchillo artesano que tienen para ella un valor singular. En la parte superior hay un cajón semioculto camuflado tras una bonita decoración en la madera. Se accede a su apertura a través del cajón inferior para desde éste presionar hacia arriba con las manos y pulsar a la vez con los dedos hacia afuera. No era muy difícil. Más que guardar secretos contenía objetos de especial cuidado. Un día vi que lo abría, sentí curiosidad y descubrí, entre diversos objetos, un manojo de cartas atadas con un hilo de algodón. Con nosotros vivían quienes las habían escrito y junto con ellos las leí. Eran cartas de amor escritas en plena guerra. Él estaba en Málaga y ella le escribía desde Córdoba. Él en bando nacional; ella en zona republicana. Yo leía en voz alta las cartas y ellos añadían recuerdos no escritos y ampliaban con cariño recuerdos de aquel tiempo difícil. A través de esas cartas Málaga devino para mí una ciudad fascinante. Muchos años después las recordé, abrí el cajón con la misma curiosidad y ya no estaban. En su lugar había nuevas prendas hechas con primor para darlas en herencia. No sé si pregunté. Hoy daría cualquier cosa para volverlas a leer.
Eran cartas de amor y siempre una respuesta a los desvelos e interés mostrados por el otro en una carta previa. Lo he recordado hoy a propósito de otras cartas. Las cartas de dolor y de reclamo de enfermos mentales ingresadas en La Casa de Dementes de Santa Isabel en Leganés. Nunca llegaron a su destino y quedaron archivadas en las historias clínicas de cada una de las pacientes. “Todo ello quedó registrado en el antiguo archivo de la institución, donde aún están los informes médicos atados con cuerdas - a cierta psiquiatría siempre le gustó mucho atar- y las cartas desesperadas donde los internos rogaban la salida de aquella cárcel a quien los quisiera oír” , relata una reseña de El País del 9.04.2018. Un grupo de psiquiatras las ha sacado a la luz y publicado en el libro “Cartas desde el manicomio”.
La publicación del contenido de esas cartas que nunca llegaron a su destino forma parte, en mi criterio, de la necesidad de recuperación de una memoria que avergüenza por la intensidad del desprecio y la ignominia. Me cuesta imaginar por qué razones no fueron enviadas a sus destinatarios. Me puedo imaginar el terrible dolor de la persona que espera una respuesta y que nadie le dice nada. El desprecio. El olvido. Estremece leerlas. “¿Tú sabes dónde me has enviado? ¿tú tienes idea siquiera de lo que es un manicomio?”, le reprochaba una mujer a su marido en una carta que nunca le llegó y en la que le pedía que la sacara de allí aunque lo hiciera a la vez de su vida y le dejara vivir con los hijos de ambos. Había sido ingresada a los tres meses de nacer su último hijo y “con los pechos aún llenos de leche que no podía sacar”.
Muchos ingresos en el manicomio se producían sin las más mínimas garantías de veracidad y de respeto a los derechos de la persona.
Tuve mi primera experiencia profesional con la locura en los años previos a la Reforma Psiquiátrica. Ésta significó una transformación de la asistencia a quienes padecían un trastorno mental que hasta entonces era prácticamente solo de tipo asilar. Tenía yo poco más de veinte años y se produjo en un centro psiquiátrico de los varios que había en Barcelona y ciudades cercanas. Mi primera entrevista fue con una paciente. Nada más sentarnos me pide que le firme un papel donde diga que ya está curada de la esquizofrenia incurable que dicen que padece. Lo recuerdo como si fuera ayer y, a pesar de tanto como he visto, siento el mismo desgarro que sentí en su momento. Me conmovió su intensa lucidez. Había matado por celos, me contó o me contaron, a la amante de su marido. Fue declarada inimputable y me pedía un certificado para irse; prefería la prisión. “Nadie, me dijo, quiere firmar que estoy bien porque la esquizofrenia no se cura pero yo no estoy enferma.” No hay en lo que digo ninguna concesión literaria; es así como lo recuerdo.
Volví años después a esa institución como docente de un curso sobre grupos e instituciones. Se habían producido algunas modificaciones. Conté la historia. Acababa de morir, me dijeron, y ahora que lo recuerdo siento un dolor como el que sentí entonces y un recuerdo como si hubiera sido ayer.
Posiblemente ese primer encuentro con la supuesta locura de una mujer con tanta lucidez, hablando a un casi adolescente con esa convicción, pidiendo ser salvada haya influido en mi posterior desarrollo profesional y en mi apuesta, como la de tantos colegas, por una relación asistencial basada en el buen trato y el cuidado del paciente y sus derechos.
Las historias que cuentan las cartas de Leganés son pasadas pero no tan pasadas. Las cuenta la gran poeta italiana Alda Merini en sus recuerdos del Manicomio de Milán en los años ochenta. Y la cuentan en primera persona usuarios de servicios de Salud Mental que aún son atados con correas en situaciones de crisis o con camisas de fuerza farmacológicas que les dejan muchas veces sin ganas de nada.
Sí que es verdad que usuarios y profesionales juntos están logrando una disminución de los tratos inhumanos en los diversos servicios del estado de bienestar. El “Manifiesto de Cartagena por unos servicios de salud mental respetuosos con los derechos humanos y libres de coerción” es una de las pruebas de ello. Sí que es verdad que se está trabajando en la urgente desaparición de esas ataduras llamadas contenciones mecánicas y la creación de espacios de verdadera contención en momentos de crisis de los que esté ausente la violencia, el engaño y cualquier trato inhumano. Pero también lo es que hay profesionales y asociaciones que siguen empeñadas en prácticas de forzamiento y control como hacen quienes abogan por la regulación de tratamientos involuntarios ambulatorios (TAI) a pesar de que el Parlamento Español y también el Parlamento Catalán rechazaron hacerlo cuando fue planteado hace unos años.
El empeño por una atención respetuosa con sus derechos, en el ámbito de la salud mental como en tantos otros, requiere militancia, constancia y persistencia porque el trato desconsiderado puede producirse en cualquier situación de tensión cuando el contexto adolece de unos principios éticos sólidos o en lugares con excesiva tensión e insuficiencia de recursos. En esta situación, aún de modo distinto, el sufrimiento de todos aquellos que intervienen es tremendamente doloroso.
Y ocurre también que es muy difícil romper el estigma que acompaña aún a las personas con algún tipo de sufrimiento psíquico o trastorno mental. Ejemplos miles pueden encontrarse cada día. Hace no muchos, el 15 de Mayo el escritor Javier Cercas escribe en El País un documentado artículo con citas de artículos y tweets del actual President de la Generalitat que le sirven para calificarlo de xenófobo, supremacista y algunas cosas más y expresar el miedo que el Sr. Torra le provoca. Y escribe lo siguiente: “dicho lo anterior, sólo puedo añadir que me sentiría mucho más tranquilo si el presidente de la Generalitat fuera un paciente escapado del manicomio de Sant Boi con una sierra eléctrica en las manos.” Sus palabras lo sitúan muy cerca de aquello que denuncia y hablan también de lo difícil que es erradicar la imagen injusta de la violencia y la enfermedad mental.
Hace ahora 40 años que fue promulgada la Ley 180 impulsada por Franco Basaglia y puso fin a los manicomios en Italia . Muchos de ellos, como aquí, aún tardaron casi 20 años en ser desmantelados. Cuesta desmantelar las prácticas coercitivas y mucho mas el manicomio que cada uno construye en su cabeza y donde encierra aún a todo aquel que padece un trastorno mental y a quien, sin sentido alguno, teme.
Las cartas que los pacientes de La casa de Dementes de Santa Isabel de Leganés escribieron a sus familiares en busca de soporte, que fueron retenidas y recién sacadas a la luz por Olga Villasante y un equipo de psiquiatras en el libro “Cartas desde el manicomio” son ahora dirigidas a nosotros, a todos nosotros reclamando a gritos que nunca más, nunca más sucedan tamaños atropellos ni ningunos otros a la dignidad de ninguna persona.
Que así sea.
Muy hermoso ese arranque del artículo, José. Del resto, qué te voy a decir. Mi abuela ingresó en un psiquiátrico de Jaén en el año 1932 y murió allí en 1939, poco antes de que acabara la guerra. Tenía sólo 40 años. Hace dos o tres años, se me ocurrió investigar a través de internet. No sabíamos nada del diagnóstico de mi abuela, pero tampoco de las cusas de su muerte. Hasta ahora no sabíamos dónde estaba enterrada. En una fosa común, claro está. El diagnóstico que me llegó en un informe fue este: Caso oscuro. Gracias José Leal por este recuerdo a los indefensos enfermos mentales. (Por cierto, Soy amiga de Teresa Aragonés) Un saludo
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